En estos momentos de tanta incertidumbre y dolor la esperanza emerge como una emoción, una virtud, una “idea santa” que cultivar, individual y colectivamente. Mucho y muy bueno hay escrito en este blog sobre el particular. Solo lo traía al recuerdo porque estos días de confinamiento he tenido ocasión de releer un libro que la editorial La Llave tuvo a bien traducir y publicar ahora hace dos años.

Esperanza Activa. Cómo afrontar el desastre mundial sin volvernos locos está escrito por Joanna Macy y Chris Johnstone. Quizá sea más conocida la primera, activista por la justicia social y ambiental, filósofa y experta en budismo. Estos días cumple 91 años. Junto a ella, un médico y terapeuta especializado en psicología de la resiliencia. Entre ambos, trazan un itinerario práctico para fortalecer nuestra capacidad de dar, desde lo más hondo de cada persona y grupo, una respuesta a la emergencia climática que vive nuestro mundo. Podemos decir que el libro se sitúa en el cruce entre el activismo social y político, y la espiritualidad. En la intersección donde cambio social y cambio personal se dan la mano y se refuerzan mutuamente. Una espiritualidad con fuerte impronta del budismo tibetano, aunque, a mi modesto entender, accesible a todo el mundo y con resonancias muy familiares para gentes de espiritualidad cristiana.

Si bien, como digo, el libro está escrito con la emergencia climática en el horizonte, creo que nos resulta propicio en esta crisis provocada por la pandemia del coronavirus. Primero, porque la emergencia climática, a través de las extralimitaciones en diversos subsistemas, como el agroindustrial, se revela como el contexto adecuado para su surgimiento y extensión. Además, en segundo lugar, esta situación de “shock” que ahora vivimos, con medidas de emergencia, de contracción no deseada, sería según algunos puntos de vista un adelanto de situaciones similares que la dinámica de colapso ecológico y social nos va a deparar en este siglo XXI, el que Jorge Riechmann califica como “el Siglo de la Gran Prueba”

Ante esto, podemos hacer oídos sordos y seguir como si nada hubiera pasado (esa sensación de querer volver a la “normalidad”, de suyo bastante anormal). También podemos optar por el catastrofismo derrotista, que nos paraliza, nos sume en la desesperación y nos pone en modo de supervivencia individualista. Por último hay una tercera opción, que es la que abandera el libro que comentamos. Podemos desplegar nuevas respuestas humanas y creativas. Podemos recrear una sociedad que ponga en el centro la vida y su cuidado. Podemos contener daños en curso e instaurar nuevas estructuras. Podemos abrazar transformaciones de valores, culturales y de conciencia, empezando por cada persona y comunidad, sin las cuales los cambios de estructuras sociales y económicas no se sostienen. Podemos ponernos en transición, compartiendo solidariamente los costes del ajuste y del cambio de modelo.

Para alimentar esta tercera opción, los autores nos proponen caminar por «la espiral del trabajo que reconecta», un enfoque que nos ayuda a reestablecer nuestro sentido de conexión con la red de vida y entre nosotros, y desarrollado a lo largo de décadas en cientos de talleres. La espiral presenta cuatro fases: venir de la gratitud, honrar nuestro dolor por el mundo, ver con ojos nuevos y ponerse en camino.

Para cada una de las fases, además de su fundamentación, se proponen prácticas individuales y colectivas, pequeños ejercicios, meditaciones, símbolos y ritualizaciones. Así que el libro tiene un punto de manual, que lo hace muy propicio para una lectura y práctica colectiva, o para organizar talleres. Veamos ahora las distintas fases de la espiral.

Desde la gratitud

El primer paso de la espiral de trabajo que nos reconecta es la gratitud. Suena contraintuitivo que cuando decidimos mirar de frente a la realidad, a los datos, y estos nos devuelven una imagen tan sombría, comencemos por el cultivo de la gratitud. Puede parecer algo forzado, como si quisiéramos negar lo que vemos a base de interponer buenos sentimientos. Sin embargo, alentar esa sensación de asombro y valoración por la vida que es el agradecimiento nos fortalece internamente, aumenta nuestra resiliencia y nos ayuda a mirar cara a cara a realidades que generan angustia. No se trata de negar lo duro y doloroso,  pero sí de situarlo en una perspectiva más amplia, como abriendo el zoom de la cámara.

La gratitud primera es para con la trama natural que sostiene nuestra propia vida. En esto nos resulta inspiradora la sabiduría de los pueblos ancestrales, que sabían de la conexión e interdependencia íntima existente entre las personas, y estas y su mundo natural. 

Así, podemos agradecer la aportación que otros seres vivos hacen para sostener nuestra vida como especie humana, desde los microorganismos (como las bacterias, sin las cuales no podríamos vivir), siguiendo por las plantas, los animales o los ecosistemas que propiciaron nuestra aparición sobre el planeta.  Y,  por supuesto, podemos seguir con todas las personas que nos han cuidado y nos cuidan, y hacen nuestra existencia viable.

En definitiva, la gratitud promueve un sentimiento de bienestar, construye confianza y generosidad y nos motiva para actuar a favor de nuestro mundo.

Honrar nuestro dolor por el mundo 

El segundo momento de la espiral es honrar nuestro dolor por el mundo. Nos pasa a menudo. Sabemos que si miramos o mencionamos una realidad dura, nos va a doler. Preferimos no hacerlo y decirnos “no me afecta”, “no me toca a mí hacer nada”, “no quiero llamar la atención”, “no sé qué hacer con esto”, “no sirve de nada lo que pueda hacer”, etc.  Frente a esto, la propuesta que se nos hace es, en vez de temer a nuestro dolor, aprender a extraer fuerza de él.

El dolor por el mundo es normal, saludable y generalizado. A veces pecamos por querer convertirlo en algo neurótico, utilizado para huir de cuestiones personales. Sin embargo, el dolor por el mundo, que abarca sentimientos como la indignación, la alarma, la aflicción, la culpa, el miedo y la desesperanza, es una respuesta sana que nos ayuda en nuestra supervivencia. 

Expresar en grupo, dejar salir estas emociones, ayuda a convertir el dolor en energía para el cambio e impide que nos quedemos entrampados en ellas.  Nos da fuerza ir con el mismo sentido de flujo, no en contra, del curso de nuestras reacciones más profundas a lo que sucede en nuestro mundo.

Una revelación importante es que al experimentar dolor, el mundo siente a través de nosotros. “Necesitamos escuchar dentro de nosotros los sonidos de la Tierra que llora”, decía Thich Nhat Hanh. Si nos entendemos como completamente interconectados con otros seres y con el planeta, nuestro dolor por el mundo surge de nuestra “interexistencia” con toda la vida. 

Ver con ojos nuevos

La tercera etapa del trabajo que reconecta nos conduce a un cambio de percepción. “Ver con nuevo ojos” permite que se nos revele una más amplia red de recursos disponibles. Frente a una mirada achatada y limitadora, esta nueva forma de mirar nos abre a una visión de lo que es posible. Y de este modo, llegamos a comprender que nuestra capacidad de influir positivamente en nuestro entorno es mayor de la que habitualmente creemos.

Esta “nueva mirada” la proyectamos hacia nuestro sentido del yo, para ampliarlo. Así, pasamos de concebirnos como entidades separadas, a vernos interconectados en un conjunto más amplio. Quizá hemos perdido la perspectiva de que somos parte del entramado de vida que es el planeta. Parecemos haber olvidado que nuestra salud personal y social no es independiente de la salud global de dicho entramado. Y sin embargo, nuestro modo de producir, consumir, desplazarnos, alimentarnos, relacionarnos, etc. nos habla de que nos creemos desconectados de esa red que nos sostiene. Es el pecado de la “hybris”, el impulso de ignorar y trasgredir nuestros propios límites, empujados por la sed de dominación. 

Vivirnos en conexión profunda no significa perder nuestra individualidad, sino encontrar y desempeñar nuestro papel único en el seno de una comunidad amplia. Como señalan los autores, “el coraje de escuchar a nuestra conciencia y vivir nuestra propia verdad es esencial para unirnos”.  

Emerge así el “yo ecológico”, aquel que entiende que no soy yo el o la que trata de defender el planeta, si no que soy parte del planeta protegiéndose a sí mismo. Porque nuestros yoes más amplios sienten a través de nosotros: nuestro dolor por el mundo o nuestro impulso para actuar no son solo nuestros, sino que albergamos y damos voz a emociones e impulsos presentes en el sistema (una idea similar la encontramos en el enfoque sistémico de la terapia familiar). Podemos preguntarnos de este modo, ¿qué está sucediendo a través de mí?

También miramos con ojos nuevos a la idea de poder. Trascendemos así la idea de “poder-sobre” (un poder de dominación), para encontrar “el poder-con”. Un poder relacional, basado en la sinergia. Donde no es necesario que cada paso individual tenga un impacto por sí solo. Porque el beneficio de una acción quizá no sea visible en el nivel en que se realiza, sino que tiene efecto a través de ondas expansivas, situadas más allá de lo que podemos percibir desde nuestra posición o desde el tiempo que abarca nuestro paso por esta vida.

Y esto nos conecta con una nueva forma de mirar al tiempo. Actualmente nos dominan el cortoplacismo y la aceleración continua. Los beneficios a corto plazo se suelen imponer a los costes a largo plazo, en lo que no es sino exportar problemas hacia el futuro (a nuestros descendientes). Pensar en tramos de tiempo cortos también limita nuestro sentido de lo que se puede lograr a través de nosotros. Sin embargo, podemos expandir nuestra idea de tiempo hacia atrás y hacia adelante, abarcando a nuestros ancestros y a las generaciones futuras, para quienes seremos sus antepasados. Podemos sentir el flujo y el empuje de la vida que nos llega desde nuestros ancestros y situarnos como servidores de esa vida, como transmisores de ella hacia quienes nos suceden.  

La conexión con los antepasados y con las generaciones futuras eleva nuestra mirada, situándonos en una trama más amplia y certera. Más acorde también con los ritmos y tiempos ecológicos. Aprendemos así a rehabitar el tiempo y a comprender a nuestros antepasados como aliados nuestros, y a nosotros como aliados de las generaciones futuras

Ponernos en camino

Llegamos así a la última etapa de la espiral del trabajo que reconecta. A su vez, es la puerta a entrar de nuevo en el ciclo. Fijémonos en la imagen de una espiral. En ella vamos pasando por los mismos lugares, aunque cada vez profundizando un poco más. Añadiendo hondura. Y experimentando los pasos de manera diferente.

En este paso, nos ponemos en camino. Y para ello lo primero es dotarnos de una visión inspiradora y compartida, que nos dé dirección. ¿Hacia dónde queremos ir? Un obstáculo que aparece muchas veces es que nuestra imaginación está aprisionada y un pragmatismo de corto vuelo bloquea nuestros sueños. Aquello que Paulo Freire denominó “inéditos viables”. Por eso, primero dejemos que lo inédito fluya, para después ponerle ruedas de viabilidad. La imaginación y las visualizaciones son poderosas herramientas para forjar una visión. Podemos hacer espacio a la imaginación visualizando imágenes del futuro que esperamos. O mirando retrospectivamente desde el futuro soñado. A partir de ahí, generamos pasos prácticos en los que nos podemos involucrar.

En este camino vamos a encontrar voces no solo externas, sino también internas que traten de echar por tierra nuestra visión por irrealizable. Está bien escucharlas y discernir lo que tienen de boicoteadoras y lo que tienen de advertencias sabias por las dificultades que nos señalan. Muchas veces serán lo que Joseph Campbell denomina “guardianes del umbral”: todo aquello que bloquea nuestro avance en el camino. Persistiendo un poco, los guardianes suelen ceder.

Otro elemento fundamental para ponerse en marcha es construir apoyo a nuestro alrededor. Todo este proceso tiene una parte de aventura individual, pero lo decisivo es crear comunidad de apoyo. Entre otras cosas, porque es en ese espacio donde podemos renovar el entusiasmo y no desfallecer. El grupo, viviendo y celebrando, actuando y dándose cuidado, permite que disfrutemos del viaje, a pesar de las frustraciones que a ciencia cierta han de llegar. 

Y esta del disfrute es una pista muy importante. Para no quemarnos y abandonar, es clave seguir la brújula interior de nuestra alegría profunda. Es decir, encontrar aquello que nos mueve a actuar desde el gozo interior. Aquello que yace en el cruce donde “se encuentran nuestra profunda alegría y la profunda necesidad del mundo”. 

Por último nos queda cultivar el poder de la intención. En medio de la incertidumbre, aceptando el “no saber”, aportamos nuestra intención, que está basada en la compasión hacia todos los seres. Esto es algo precioso que debemos atesorar y proteger. Podemos concebirlo como una llama en nuestros corazones y mentes que nos guía y brilla a través de nuestras acciones.

Y hasta aquí nos ha traído la espiral del trabajo que reconecta. Hasta darnos cuenta de que cada uno de nosotros y nosotras tiene algo significativo que ofrecer, una aportación que hacer, en esta situación que enfrentamos como humanidad. “Al aceptar el reto de desempeñar nuestro mejor papel, descubrimos algo precioso que enriquece nuestras vidas al tiempo que contribuye a la curación de nuestro mundo”. ¿Qué es eso tuyo único que puedes y quieres ofrecer?

[Imagen de Free-Photos en Pixabay]

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Amarillo esperanza
Anuario 2023

Después de la muy buena acogida del año anterior, vuelve el anuario de Cristianisme i Justícia.

Miguel González Martín
Después de un amplio recorrido trabajando en el apostolado social de la Compañía de Jesús en España, y de su paso por la administración pública, se dedica actualmente al acompañamiento de organizaciones y personas en momentos de cambio, a través de la formación y la consultoría. Tiene estudios en Derecho, Ciencias Religiosas y Psicología.
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