¿Hasta qué punto un padre (o una madre) debe filtrar el mundo para mantener a su prole alejada del mal? Y, ¿cómo debe prepararla para que se pueda enfrentar a la maldad del mundo? El protagonista de Captain Fantastic (Matt Ross, 2017) opta por entrenar a sus hijos en el aislamiento del bosque en busca de la excelencia física e intelectual. A través de la disciplina de vida consigue tener unos hijos comparables a los filósofos gobernantes de Platón: bellos, atléticos y sabios. Pero como en los escritos del viejo filósofo, ay, el problema viene cuando los filósofos gobernantes deben re-integrarse al mundo: no saben cómo hacerlo. Primera lección de la película: es bueno proteger a tu prole, es bueno implicarse en su educación, pero vivir fuera del mundo es vivir fuera de la realidad, y una educación no basada en la realidad fracasa. Después de todo, el primer (y único) objeto de la educación es la realidad.
La película contiene, sin embargo, un tema más hondo y con un mayor apelativo: la cuestión de la búsqueda de la pureza. Vivir implica necesariamente mojarse, meterse de lleno en una mezcla de bien y mal, en la que no sólo las almas sensibles y poéticas sino cualquier persona mínimamente consciente, no puede encontrarse a gusto de ninguna manera. ¿No sería posible, se plantea la película, crear unas condiciones de vida en las que la presencia del mal fuera minimizada? ¿No debería ser posible vivir de una manera más pura?
Los motivos para retirarse al desierto no aparecen hasta la segunda mitad de la película: en una sociedad opulenta, la gente no está más sana y fuerte, sino más enferma y blanda (los niños, en un local público, tras vivir en el aislamiento del bosque durante toda la vida, se maravillan de la obesidad de sus conciudadanos); la educación generalizada idiotiza donde debería ilustrar; en el mundo, ser civilizado implica mentir constantemente; en el mundo, lo máximo a que se puede aspirar es a una exhibición grosera de la riqueza. No es extraño que el Capitán Fantástico y su mujer decidieran un día marchar a los bosques.
La segunda lección de la película tiene una mayor carga de profundidad: la búsqueda de la pureza es un peligro. El deseo de pureza, el deseo del bien incontaminado -el deseo de Dios, porque, después de todo, ¿qué es Dios sino el Bien sin mezcla de mal?-, el impulso que llevó a Jesucristo a las aguas del Jordán y al desierto, al príncipe Siddharta a abandonar el palacio de su padre, a H.D. Thoreau a los bosques, a San Antonio al desierto, a San Francisco a mendigar por las calles de Asís y a San Ignacio a la cueva de Manresa, es un deseo que se derrota a sí mismo. Los hombres no somos capaces de alcanzar la pureza. Ni hay manera, para un ser humano, de escapar de la mezcla de bien y de mal. Haga lo que uno haga, no podrá eliminar el mal de su vida: esta es la dura lección que debe aprender el Capitán Fantástico. Una búsqueda de la pureza sin discernimiento conduce al ridículo, y puede, parece decir la película, poner en peligro la vida de inocentes.
Al final, los verdaderos héroes y santos son los que saben mantener vivo su deseo de pureza, e incluso vivir por él, pero a la vez, aceptan con humildad la imposibilidad de eliminar completamente el mal de sus vidas. Vivir en los bosques, en el monasterio, en el convento, es fácil en comparación a tener que enfrentarse diariamente al mal del mundo, que, tal como retrata la película, se presenta más bien en forma de vulgaridad y estupidez que no en forma de agresividad o violencia (por más que el Capitán Fantástico entrene a sus hijos para la guerra). Sí: es propio del hombre vivir en la condición media, en la que el bien y el mal están inextricablemente mezclados. Es aquí donde tenemos que enseñar a nuestros hijos a vivir, en un mundo en el que el mal se presenta más a menudo en forma de donuts pantera rosa que de manera agresiva y violenta.
Imagen extraída de: IndieWire
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