Siempre he rechazado el exceso de optimismo, esa actitud que repite palabras bonitas hasta vaciarlas de sentido. «Always happy», rezan las tazas y libretas de una sociedad angustiada. «Trump loves you», felicitaba el magnate estadounidense en San Valentín. «United by music», decía el lema de Eurovisión en su edición más controvertida por permitir la participación israelí. Nuestra época ha manoseado valores milenarios hasta hacernos creer que somos comunidad cuando consumimos el mismo producto y no cuando nos sentamos a compartir en torno al fuego hogareño. En una era de palabras voraces y ‘trumposas’ que acaban por hacer confusa la existencia, encontrar un oasis de Verdad nos hace sentirnos los seres más dichosos del desierto. El Papa Francisco, en su empeño por saciar la sed, dijo: «Os acojo, venid a hacer la Paz», y nosotros acudimos a su Encuentro.
En Albania, cincuenta jóvenes de veinticinco países mediterráneos nos hemos puesto a convivir, fraternizando entre naciones, religiones, lenguas y culturas. Y después de reír y abrazarnos, nos pusimos a trabajar. Porque el corazón debe anteceder a la mente en lo que a construir comunidad humana se refiere. «¿Cuál es vuestra historia?», nos preguntaba una joven kosovar para quien la herida del genocidio de los Balcanes es todavía fresca. «¿Qué os ha enseñado la vida?», nos interpelaba un chico ruso, desertor del régimen de Putin, que ahora busca un nuevo hogar. «¿Cómo se construye la Paz?», sentenciaba una palestina valiente, a quien yo solo podía mirar al borde de las lágrimas ante su increíble dignidad.
Desde lo ancho y alto de Mediterráneo, urdimos respuestas ante preguntas tan vastas como el mar. Lo intentamos, y buenamente acompañados de cardenales, obispos, monjas y laicos. Francisco había pedido «peregrinos y peregrinas de esperanza», y su Iglesia Católica, con apertura de miras y un talante vanguardista, correspondía a la llamada del Padre. No es baladí el hecho histórico que nos invitaba a participar: el Mediterráneo es la cuna de la civilización universal y las fronteras que separan el norte del sur, el Oriente del Occidente, son todas una construcción mortal. ¡Recuperemos los puentes, naveguemos las costas, volvamos a la Unidad en la diversidad!
Por supuesto, encontrarnos no fue ideal. Como hijos del mundo también experimentamos el disentimiento, el dolor o incluso el rechazo. La guerra del Naborno-Karavaj había herido de bala a un compañero y eso le despertaba dudas sobre la comunidad musulmana. Las compañeras libanesas (chiíes, sunníes, drusas o cristianas) tenían que excusarse para llamar a sus madres porque Israel estaba bombardeando su hogar. Otras participantes se rebelaban ante la intolerancia: «Amar a Jesucristo y amar a personas de tu mismo sexo no es incompatible. Love is love!». Todos los dolores que surcan el Mediterráneo no se resuelven en un santiamén, pero el simple encuentro de la juventud transfronteriza permite ir transformando.
Como hispano-marroquí, participar en el MED24 ha sido como volver a nadar en mis aguas, donde dos continentes y dos mares se unen en el Estrecho de Gibraltar. Entre el Islam y el Cristianismo, entre Europa y África, entre lo castellano y lo ‘moro’, es donde me siento plenamente vivo. ¡Qué gustazo poder expresarse sin fronteras para la lengua en árabe, español, inglés y francés! La jerga de los pueblos, los chistes, las comidas y los bailes esconden el núcleo preciado de nuestra existencia. Bendecido por esta experiencia, quiero agradecérsela a la Conferencia Episcopal Española, y en especial a Xabier Gómez OP.
Queda mucho por hacer. O más bien, por dejarse hacer. Los esfuerzos que pongamos para unir el Mediterráneo solo serán fecundos si son seguidos de silencio, oración, meditación, celebración y descanso. En una misa, en un azalá, en una siesta. Nos encontraremos verdaderamente cuando todo ya esté hecho y podamos ocuparnos de una sola cosa: amar.
Me ha gustado la columna de Ernesto y me gusta el ecumenismo en el que nos podemos encontrar; me gustará recibiros por correo electrónico o watssap.