Todos los días, después de preparar sus tamales y sandwiches, Mariana Quispe, sale de mañana bien temprano para el mercado de El Agustino, en Lima, para vender su mercancía. Su madre se encargará de llevar a las dos hijitas de Mariana a la escuela porque el padre desapareció de sus vidas hace ya un tiempo. Luego, con lo recaudado en el bolsillo, irá a limpiar a una casa de La Molina, dos buses, cincuenta o sesenta minutos de traslado, y volverá a casa a la tarde cansada. No sé cómo lo consigue, pero participa los domingos en la vida de la parroquia, como sacristana, donde escuchará también hablar de la importancia del compromiso político y la lucha por la democracia. A Mariana, sin embargo, no le debe quedar mucha energía para luchar por la separación de poderes, el establecimiento de un razonable sistema de partidos y el cumplimiento de los mandatos constitucionales. En realidad, poco a poco, va pensando que da lo mismo quién gobierne y cómo lo haga.

Durante el primer seminario sobre democracia realizado a comienzos del mes de junio por los Centros Sociales Jesuitas de América Latina y el Caribe, Martha Márquez, directora del CINEP, de Bogotá, nos habló de cuatro modelos de regímenes en la región: presentó primero la democracia liberal con su separación de poderes, defensa de derechos ciudadanos y votaciones transparentes  (Costa Rica, Chile, Barbados, Trinidad y Tobago y Uruguay); en segundo lugar, un régimen electoral de apariencia democrática que sería aplicable a la mayoría de los países; además, tres países mantendrían las elecciones pero serían claramente autoritarios (Venezuela, Nicaragua y El Salvador), finalmente estaría la situación de Cuba y, actual y quizás provisionalmente, de Haití, donde no podamos hablar siquiera de simulacros electorales. ¿Cambiaría mucho la vida de Mariana Quispe si el estado en el que vive se organizara en uno u otro de estos regímenes? Seguro que sí, basta ver lo que sucede estos días en las ciudades de Venezuela, pero de momento, le es indiferente.

Por otro lado, el esquema de derechas e izquierdas tradicional, que servía para identificar dos polos claros y distintos sobre los que orientar la acción política y el gobierno, es hoy poco significativo porque no parece que se pueda achacar más o menos tendencia totalitaria a Bukele que a Daniel Ortega o Maduro o porque el afán de convertir la acción política en espectáculo, controlar la comunicación o desactivar los límites que pueda imponer el sistema de justicia no parece que sea una querencia exclusiva de una de las tendencias políticas de la región. Tal como nos contaba la profesora Márquez, la deriva autoritaria suele recorrer el camino que ya trazó a finales del siglo XX el expresidente – dictador Fujimori en Perú: un cambio constitucional que les permite prolongarse en el poder personalmente o por medio de un entorno afín. Se da, por tanto, la toma del órgano de constitucionalidad, así como la instrumentalización del poder judicial y del legislativo, y el control sobre el poder electoral, hasta hacer superflua la teórica distinción de poderes. Además, en no pocos casos, asociamos esa deriva autoritaria a cierta forma de hacer las propias propuestas en tono extremadamente violento, discutiendo los derechos sociales conseguidos durante el consenso socialdemócrata de la segunda mitad del siglo XX y promoviendo un populismo punitivo o la supresión real de toda alternancia en el poder que presenta como respuesta aceptable ante la inseguridad la supresión de los derechos humanos y que conlleva el encarcelamiento tanto de quienes defienden otras posturas políticas como la instrumentalización o el encarcelamiento de jóvenes de sectores populares vinculados a las bandas.

En ese sentido, quizás no sea tan acertado afirmar que el problema de la democracia no está en la polarización. Precisamente, la democracia se construye para dar cauce a las diferentes visiones de la realidad que son muy desiguales. Creo además que al poner el acento en la polarización damos pie a soluciones que no transforman la realidad, sino los discursos aceptables sobre la misma. Al querer combatir la polarización, nos inclinaremos por medidas que disimulen la diferencia de opiniones sobre lo que está pasando y que, por lo general, serán medidas tales como: convertir el debate político en un espectáculo similar a otros que nos entretienen, ofrecer una respuesta comunitarista (o nacionalista, da igual) que nos dé sentimiento de pertenencia frente a otras personas, controlar los medios de comunicación capaces de investigar y publicar lo que disuena o polariza, intervenir al sistema de justicia de modo que no suponga una opinión alternativa, aplicar unas políticas culturales distractivas que inviten poco a la reflexión crítica sobre lo que estamos viviendo o enviar comandos a detener o asesinar a los que representan uno de los polos. Y me temo que al disimular las opiniones propiciaremos también la invisibilidad de la injusticia y la desigualdad (no diversidad) en la que vivimos. Una injusticia que expulsa  a muchísimas personas a los márgenes del sistema económico o los servicios públicos o que hace heroica la participación ciudadana.

“Estamos cansados”, me dice mientras tomamos una cerveza. No es Mariana Quispe, sino el abogado Andrés Zaprisa, ya medio pensionado —“aquí no te puedes jubilar nunca, porque no da”, me aclara—. Le hemos pedido al del local, repleto en la noche sabatina de Barranco, el área festiva de Lima, que baje un poco el volumen de la música (una suerte de rock urbano con familiaridad andina). Andrés manifiesta su cansancio ante las últimas maniobras del Congreso que conseguirá imponer cambios legales que liquidarán a la Junta Nacional de Justicia, dará impunidad a los delitos cometidos por los dirigentes de los partidos políticos y les permitirá dar otro paso hacia la disolución de las fronteras entre los poderes del Estado. “Ya ni salimos a manifestarnos”, comenta aparentemente resignado Andrés. Mientras tanto, Andrés y Mariana y la inmensa mayoría de la población, sale cada día a buscarse la vida y vuelve a casa con cansancio y agotamiento suficiente para no preguntarse qué puede hacer para salvar el régimen democrático declinante en el que subsisten.

La asesoría mercadotécnica al uso entre la clase dirigente de los partidos asegura que polarizar sirve para movilizar al electorado propio y desmovilizar al contrario. Es cierto que utilizan mensajes de apariencia extrema y actuaciones convertibles en espectáculo. Las estrategias de muchos gobernantes o aspirantes, como ya lo han hecho a lo largo de los siglos, pasan hoy también por mentir de forma descarada, afirmando lo contrario de lo prometido o sosteniendo lo que la razón niega. Sin duda que la mecánica de la nueva comunicación y la presencia de estrategas y comunicólogos en todos los gabinetes pueden hacer de la acción política un “reality” plagado de mentiras, ya no de figurantes de cartón, sino de avatares telemáticos. Pero sigue estando detrás una realidad que es tenaz y cuyo señalamiento es pertinente para cualquier liderazgo político sanador: una sociedad desigual donde se abandona al pobre a su suerte, un entramado criminal que mantiene a la población bajo amenaza y hace de la corrupción y del tráfico de narcóticos, personas, minerales y armas un ácido disolvente de las instituciones, finalmente unos servicios públicos decadentes que apenas resisten el desinterés de quienes gobiernan y la avalancha de necesidades de la población.

Al atribuir a la polarización el éxito de los populismos y la pérdida de calidad de nuestras democracias, corremos el riesgo, en mi opinión, de confundir la forma con el fondo, la perspectiva con la realidad. No podemos olvidar que el sentido de la democracia y su gran valor es precisamente ayudarnos a convivir cuando tenemos visiones contrarias e intereses opuestos. Por eso, parece que resulta insuficiente achacar al uso mercadotécnico de la polarización el éxito populista. Más bien, el populismo tiene éxito cuando no damos respuesta política a la realidad desigual e insufrible en que vive la población. Cuando esto sucede, entonces la democracia pierde credibilidad porque las personas, Mariana y Andrés, experimentan que no cumple con los objetivos soñados: promover el bien común, el derecho y la convivencia regulada más allá de la diversidad de intereses y perspectivas que podamos tener en la vida. Si Mariana y Andrés no reconocen en la democracia un régimen que les mejora la vida, estaremos dando una oportunidad a quienes creen que liderarían mejor a sus pueblos deslegitimando a los medios de comunicación, deteniendo a los que piensan de otro modo o desactivando la independencia de los jueces.

[Imagen de Pixabay]
¿TE GUSTA LO QUE HAS LEÍDO?
Para continuar haciendo posible nuestra labor de reflexión, necesitamos tu apoyo.
Con tan solo 1,5 € al mes haces posible este espacio.

Amarillo esperanza
Anuario 2023

Después de la muy buena acogida del año anterior, vuelve el anuario de Cristianisme i Justícia.

Lucas López Pérez
Jesuita, del equipo CPAL, asesor de la Red de Radios SJ de América Latina y el Caribe.
Artículo anteriorDenunciar la verdad de los Centros de Internamiento de Extranjeros
Artículo siguienteEl Deporte en la formación jesuita

DEJA UN COMENTARIO

Por favor ingresa tu comentario!
Please enter your name here