Llorenç PuigSiempre que termina un año y que empezamos uno nuevo nos gusta repasar lo vivido y prever cómo será el próximo año que estrenamos. Y tendemos a acompañar esta previsión con buenos deseos para el futuro.

A menudo el balance del año, sobre todo si incluye la suerte de los excluidos y los más vulnerables de la nuestra sociedad, y aún más si incorpora también los hechos violentos del año, nos deja con el corazón afligido. Y el problema es que cuando miramos no únicamente la realidad local, sino el contexto socio-político más amplio, con las noticias que nos proporcionan los medios de comunicación nos quedamos aún más aplatanados.

Algunos superan el desánimo total porque contrarrestan este impacto con lo que podemos llamar ‘optimismo’, es decir, la convicción íntima de que las cosas irán mejor, de que las cosas cambian a mejor… y eso lo piensan seguramente no por que haya razones especiales para hacerlo, sino como un impulso de su carácter optimista, positivo.

Pero cabe preguntarse si esto es que lo que dice la esperanza cristiana. El Papa Francisco, en su conocida pero aún poco recibida exhortación Evangelii Gaudium (EG), nos habla de alegría y de esperanza. Pero no desde un punto de vista superficial y meramente emotivo, sino muy, muy a fondo, apelando el núcleo de nuestra fe. Especialmente al final del texto, nos encontramos encarados a unos números realmente radicales y poco conocidos, que puede convenir rescatar en estos días de cambio de año.

Por lo tanto, haremos una serie de cuatro ‘posts’ donde nos fijaremos en: 1) la importancia de iniciar y provocar procesos; 2 y 3) las dos raíces de la verdadera esperanza; 4) la importancia de sembrar, de hacer, de entrar en acción aunque no se vean resultados.

Comenzamos pues esta serie con el primero de los puntos:

Parte 1: Dar más importancia a los procesos que a los términos

En los números 222 y siguientes de la EG, el Papa recuerda que «hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite». Esto, que puede parecer abstracto y rebuscado, está lleno de lucidez. Veámoslo.

Todos/as tenemos deseo de plenitud, claro… todos/as tenemos «la voluntad de poseerlo todo», sí… deseamos que el mundo sea más justo, más fraterno, más humano. Pero todos, ‘empezando por más viejos’, conocemos y tenemos experiencia de la fuerza del límite, que «es la pared que se nos pone delante».

Pues bien, la propuesta que hace aquí el Papa es que hemos de fijarnos más en el ‘tiempo’ (es decir, en los procesos que iniciamos) que en el ‘espacio’ (es decir, en los resultados, en los sistemas cerrados y ya cumplidos). Como él dice, «este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos. Ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad».

Y continúa concretando la cuestión: «uno de los pecados que a veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en vez de los tiempos de los procesos. Dar prioridad al espacio lleva a volverse loco por tenerlo todo resuelto en el presente, para intentar tomar posesión de todos los espacios de poder y autoafirmación. Es cristalizar los procesos y pretender detenerlos».

Podemos preguntarnos si quizás nosotros también, en nuestras acciones concretas que tenemos entre manos, ‘priorizamos el espacio sobre el tiempo’, o bien si somos lo suficientemente valientes y audaces como para iniciar procesos que avancen las cosas. Es cierto que esto pide una apuesta en el vacío, que pide confianza en que vale la pena ponerse en acción. No lo negamos.

Pero frente a esto el Papa nos lanza una pregunta que va a la línea de flotación: ¿no será que tenemos poca fe, poca valentía, para iniciar procesos transformadores que sean un poco amplios y atrevidos? ¿No será que nos conformamos con que las cosas continúen como están porque en realidad somos incrédulos, porque pensamos que no hay nada que hacer, y nos vemos incapaces de hacer nada con nuestras propias fuerzas?

Frente ello, el Papa sugiere que el problema es radical: el problema es que tenemos una «falta de espiritualidad profunda» que nos impide dar pasos que vayan más allá de lo que podemos ver a corto plazo.

En sus palabras: «esta falta de espiritualidad profunda se traduce en el pesimismo, el fatalismo, la desconfianza. Algunas personas no se entregan a la misión porque creen que nada puede cambiar, y entonces para ellos es inútil esforzarse se. Piensan así: «¿Por qué me privaré de mis comodidades y placeres si no veré ningún resultado importante?». Con esta actitud se vuelve imposible ser misioneros».

En los siguientes ‘posts’ profundizaremos esta cuestión. Pero ahora, de momento, podemos quedarnos con algunas preguntas para reflexionar:

¿Y si resulta que es verdad que nos falta esperanza porque nuestras raíces espirituales no son lo suficientemente profundas y no llegan al agua viva?

¿Y si resulta que conviene que revise qué fundamento tiene, o debería tener, mi esperanza, esa esperanza que me puede movilizar a iniciar procesos osados?

Quizás podemos ver ejemplos de colectivos que, de mil maneras, nadan contra corriente, inician procesos sociales que nos pueden parecer utópicos, poco generalizables o marginales. Pero quizás estas grietas en el muro son el indicio de que sí hay procesos que están comenzando.

¿Y por qué no sumarnos, en lugar de mirarlos como extrañezas sin sentido?

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Fotografía de Abel Morejón en Artelista.

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Jesuita. Delegado de los jesuitas en Cataluña. Doctor en Física y profesor en el Instituto de Teología Fundamental. Colabora en pastoral universitaria, en Universitarios Loyola y el IQS. Forma parte de Entxartxad, grupo de solidaridad con el Chad. Investiga en el campo de las relaciones entre ecología y religión, fe y ciencia.
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