La relación entre la Iglesia y los pueblos indígenas en Brasil ha estado marcada por tensiones, ambigüedades y momentos de profunda injusticia. Desde la colonización hasta la actualidad, la evangelización ha oscilado entre la imposición cultural y la inculturación del Evangelio. En el siglo XXI, la teología indigenista no puede ser una mera revisión del pasado ni una justificación de modelos agotados. Debe ser una teología de la escucha, del reconocimiento y de la reciprocidad, enraizada en las luchas de los pueblos originarios y en su sabiduría espiritual.
Superar la teología colonialista
La teología indigenista del siglo XXI debe partir de una crítica honesta a los modelos teológicos que han justificado la dominación. Como señala José Comblin, «la evangelización en América Latina estuvo, desde el inicio, ligada a la imposición de un orden cristiano occidental, en detrimento de las culturas indígenas»[1]. Aún hoy, muchas comunidades indígenas en Brasil enfrentan la violencia de un colonialismo persistente, ahora en forma de extractivismo, despojo territorial y marginación social.
Ejemplo de ello es la lucha del pueblo Yanomami, cuyos territorios han sido invadidos por la minería ilegal con graves consecuencias para su supervivencia. La contaminación de los ríos por mercurio, la propagación de enfermedades y la violencia contra las comunidades indígenas han sido denunciadas tanto por líderes indígenas como por la Iglesia, especialmente a través del Consejo Indigenista Misionero (CIMI), que desde los años 70 ha acompañado la lucha de los pueblos originarios por sus derechos.
En este sentido, el papa Francisco ha sido enfático en la necesidad de superar una visión eurocéntrica del cristianismo. En el Sínodo para la Amazonía (2019) afirmó que la Iglesia debe aprender de los pueblos indígenas y no solo llevarles el Evangelio, sino reconocer que ellos también lo han recibido en su historia de relación con la naturaleza y la comunidad. Este reconocimiento es clave para una teología indigenista que no sea paternalista ni meramente asistencialista.
Hacia una teología de la reciprocidad
La teología indigenista del siglo XXI debe construirse en diálogo con la cosmovisión de los pueblos originarios. Esto implica reconocer su espiritualidad no como un conjunto de creencias primitivas, sino como una fuente de sabiduría teológica. Como señala Juan José Tamayo, «las teologías indígenas no deben ser vistas como teologías marginales, sino como expresiones legítimas de la fe en el Dios de la Vida desde otros paradigmas culturales»[2].
El pueblo Guarani-Kaiowá, por ejemplo, posee una profunda espiritualidad basada en el teko porã, el «buen vivir», que implica vivir en armonía con la comunidad, la naturaleza y los espíritus. Este concepto resuena en la teología del Reino de Dios, donde la salvación no es solo un destino personal, sino la plenitud de la vida para toda la creación[3]. En la espiritualidad guaraní, la conexión con el yvy marãe’ỹ («tierra sin mal») es fundamental para comprender la búsqueda de un mundo reconciliado, lo que aporta una riqueza invaluable a la teología cristiana.
Cristología indígena: Jesús, el caminante de los pueblos
Un desafío central para la teología indigenista es la cristología. La imagen de Cristo ha sido, en muchos casos, presentada como la de un conquistador que viene a someter las culturas indígenas. Sin embargo, una cristología inculturada puede redescubrir a Jesús como un caminante de los pueblos, un Dios que se hace itinerante y que camina con los pueblos indígenas en su historia de resistencia y esperanza.
Entre los pueblos Tukano, del noroeste amazónico, existe la figura del pajé, un guía espiritual que media entre la comunidad y la dimensión sagrada. La imagen de Jesús puede encontrar una profunda conexión con este rol: un mediador, un sanador, un guía que camina con su pueblo. En lugar de ser visto como un conquistador, Cristo puede ser redescubierto como un hermano mayor que acompaña la lucha de los pueblos indígenas por su dignidad y su territorio.
En la espiritualidad del pueblo Karajá, la figura del aruanã, un ser que comunica los mensajes del mundo espiritual a la comunidad, puede ser una clave cristológica. Jesús, como el aruanã, es aquel que revela el rostro de Dios y camina junto al pueblo en su peregrinación hacia la plenitud de la vida. Esta conexión permite una reinterpretación cristiana que valore los símbolos y las mediaciones propias de las cosmovisiones indígenas.
Eclesiología y sinodalidad: una Iglesia con rostro indígena
Uno de los grandes desafíos de la teología indigenista es la transformación de la Iglesia en una verdadera comunidad intercultural. Esto implica romper con estructuras clericales que imponen modelos occidentales y abrirse a formas eclesiales donde los pueblos indígenas sean protagonistas.
El concepto de sinodalidad, impulsado por el papa Francisco, es clave en este proceso. La Iglesia sinodal no es una Iglesia que «concede» espacio a los indígenas, sino una Iglesia donde ellos son sujetos activos, con sus ministerios, liturgias y formas de organización comunitaria. Como afirmó el Documento Final del Sínodo Amazónico (2019), «es urgente superar una pastoral de visitas y avanzar hacia una pastoral de presencia, que respete y valore la identidad de los pueblos indígenas» (n. 107).
Ejemplo de ello es la experiencia de los líderes indígenas catequistas en las comunidades del pueblo Tikuna, que han asumido un papel central en la evangelización y en la vida comunitaria. Estos líderes no solo transmiten la fe cristiana, sino que lo hacen desde su propia espiritualidad, integrando los ritos, los cantos y la sabiduría ancestral en la liturgia. La Iglesia del siglo XXI debe reconocer estas expresiones como manifestaciones legítimas del Evangelio y no como meras adaptaciones culturales.
Conclusión: hacia una teología del reconocimiento y la justicia
La teología indigenista del siglo XXI debe ser, ante todo, una teología del reconocimiento. No basta con «dar voz» a los pueblos indígenas; es necesario reconocer que siempre han tenido voz, pero que han sido sistemáticamente silenciados. La Iglesia debe caminar con ellos, no como una institución que impone su verdad, sino como una comunidad que aprende y se enriquece con su sabiduría.
Como nos recuerda Enrique Dussel, la liberación no es solo un acto de justicia, sino también de conversión. Los pueblos indígenas no necesitan que les llevemos la salvación; es la Iglesia la que necesita redescubrir en ellos la plenitud del Evangelio[4]. En este camino, la teología indigenista no es un mero ejercicio académico, sino una respuesta profética a los clamores de los pueblos originarios.
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[1] COMBLIN, J. La profecía en la Iglesia, Madrid: PPC, 2013. p. 125.
[2] TAMAYO, J.J., Teologías del Sur: El giro descolonizador, Madrid: Trotta, 2024. p. 68.
[3] GUTIÉRREZ, G., Beber de su propio pozo, Salamanca: Sígueme, 1995. pp. 36-42.
Esa es una verdadera integración! Que maravilla poder entender que los pueblos originarios ya tenían y tienen su creencia en un Ser Superior, Dios Padre para nosotros, su Hijo Jesús y que en sus creencias o vivencias religiosas están presentes.