Dudo que haya algún valenciano entre 40 y 50 años que no sepa lo que fue El Torero. Aunque era mucho más pequeña que Spook Factory –casi un after–, El Torero era una discoteca tan famosa o más que aquella. Yo solo estuve una primera y última vez. Con Johny e I. fuimos primero a tomar unas cervezas al bar Las Cuevas, a dos callejones de la Plaza de la Virgen. Aquella era su “liturgia” muchos viernes por la tarde: primero, cerveza y patatas bravas en Las Cuevas; más tarde, algo de cena; luego, no sé quién los llevaba al Saler –todavía no tenían coche–, donde se concentraban algunas de las discotecas de la Ruta del Bakalao. Uno de esos viernes, me apunté.
La imagen que conservo de El Torero es tan oscura que no sé cómo resiste en mi memoria. Recuerdo atravesar una pista de baile estrecha –como la mitad de ancha que una pista de tenis– con la barra destellando a un lado. Luego, la sala desembocaba en una terraza a cielo abierto. Allí supe por primera vez lo que era la música electrónica dura, atronadora, inarmónica. ¡Bum, bum, bum! Era como una caja de truenos en medio de la cual algunos chicos y chicas se contorsionaban, mientras sus tímpanos se iban disolviendo. ¡Bum, bum, bum! Bailar aquello hubiera colocado cualquier cuerpo en una situación complicada, de no ser porque esos cuerpos ya estaban “colocados” y hubieran obedecido cualquier orden que viniera de la cabina del DJ.
Hoy, después de algunos meses sin hacerlo, estoy hablando por teléfono con Johny y solo puedo sonreír. Ha estado en la JMJ acompañando a un grupo de jóvenes de su parroquia en Irlanda, adonde volvió después de acabar el instituto en Valencia. Cada vez que hablo con él, recuerdo que al otro lado de la línea hay un tipo que se fugó dos veces de un centro de desintoxicación y que se ha llevado varias palizas por no pagar sus deudas con algún camello. Puedo ver la alegría del superviviente en los ojos de Johny incluso por teléfono. Pero no sonrío por eso. Sonrío porque los dos hemos estado en la JMJ, y los dos nos acordamos de El Torero cuando vimos la actuación del padre Guilherme Peixoto, bautizado por los medios como «el cura DJ».
– Qué coincidencia, ¿no? -le pregunto algo emocionado-.
– ¿El qué? -Johny conserva su punto de dureza cuando la cosa se pone emotiva-.
– Que los dos nos hayamos acordado de El Torero.
– Bueno… cada género musical tiene su historia.
Es verdad: cada género tiene su historia. Cuando pienso en aquella no puedo evitar acordarme de toda la droga que bailaba alrededor. Y de todas esas personas divertidas, sociables, cariñosas… de todas esas personas a las que la droga mezclada con esa música les fundió el cerebro como si fuera queso en la cabaña de Heidi. A otros directamente les mandó bajo tierra o al crematorio. Puedo entender a quien cree que esa música no tiene redención, que hace algo con el cuerpo que no va bien.
– Bueno… en los campos de concentración se escuchaba a Wagner. A lo mejor hasta a Bach… Y nadie dice que la música clásica sea satánica -dice John algo dolido-. Siempre pienso que él se ha tenido que trabajar más la esperanza que yo.
– Entonces, ¿tú crees que era apropiado? -le pregunto un poco provocador-.
– Lo que yo creo es que, si en vez de al DJ, nos ponen a Bach, todavía estamos en el saco de dormir.
Mi risa empaña la pantalla del móvil. La verdad es que siempre he pensado que hay pocas cosas como la música electrónica para levantar el ánimo. Quizá no sea necesaria una tan dura y salvaje como aquella de El Torero, pero no me imagino a nadie bailando como un loco en su habitación La Pasión según san Mateo. Una cosa es levantar el ánimo, y otra levantar el alma hacia Dios. Sin embargo, a veces, para llegar a lo segundo, hace falta lo primero.
– Si hubiera sido en la consagración -argumenta Johny pacífico-, habría sido diferente. Pero para despertarse y ponerse en pie, mejor el Peixoto ese. ¿Quién hubiera dicho que íbamos a oír la voz del papa y nombrar a la Virgen de ese modo?
– Ya…
Ni el papa ni la Virgen estaban en El Torero.
No sé si lo que hace el cura DJ acabará teniendo éxito como género musical cristiano, pero sí me gustaría que todas esas personas que la droga nos arrebató y que se llevaron en el alma centenares de sesiones de música electrónica, un día se levantaran y nos dijeran que sí, que el Evangelio ha conseguido entrar ahí, y que, de vez en cuando, el cielo se convierte también en una discoteca. Al fin y al cabo, ¿no es la eternidad, en cierto modo, un “after hour”?
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Excelente comentario, profundo,divertido y con mucho que pensar.