Pino TrejoAna Rosa se ha dedicado toda su vida a los cuidados. Dejó los estudios para atender a sus padres enfermos. Primero murió su padre y luego cuidó de su madre durante más de diez años. Durante ese tiempo se casó y tuvo dos hijos. Su marido siempre estaba fuera trabajando, así que todo lo doméstico y familiar recayó sobre ella.

Nunca la he oído quejarse, pero se nota que durante mucho tiempo ha llevado una carga pesada, que no tenía con quién compartirla porque, en el medio rural donde nació y vive, la familia se hace cargo de los suyos sin necesidad de pedir apoyo externo y las hijas son las que suelen asumir esta responsabilidad.

Cuando su madre fallece empieza a buscar trabajo y su única salida es “limpiar casas”. Así consigue tres y sólo en una llegan a contratarla: seis horas a la semana con pagas y vacaciones. Pero a los tres años renuncia al contrato porque, según le han dicho, para tener posibilidades de que la llamen de la bolsa de trabajo del Ayuntamiento, que con fondos europeos, suelen poner en marcha talleres y proyectos de seis meses de duración, no puede aparecer con ningún tipo de contratación.

Su idea es poder cotizar algo para su futura jubilación, porque aunque no ha dejado de trabajar, nada de lo hecho queda reflejado en ningún organismo oficial. Su vida laboral, aunque llena, a efectos de Seguridad Social no pasaría de dos líneas.

Esta situación de las trabajadoras domésticas resulta, por desgracia, muy conocida y extendida. Pero Ana Rosa tiene una ventaja, si podemos llamarla así: es española. Y digo ventaja, porque cuando finaliza su jornada laboral vuelve a su casa, con sus hijos, con sus familiares, con sus vecinos de toda la vida… en un entorno conocido y que la reconoce a ella como parte de él. Se mueve por espacios ya transitados, lugares donde se ha relacionado con otros, interactuando, socializándose y tejiendo redes de apoyo y compañía.

Pero esto no es así para el 42% de las contratadas para el cuidado de la casa, dependientes y enfermos que son, mayoritariamente, mujeres migradas de países de América Latina: un tercio vive con otros familiares[1], un 28% con sus parejas e hijos, un 23% con otros parientes y un 14% solas con sus hijos. A este desarraigo no sólo familiar, sino también cultural, vecinal,… es decir, de todo lo conocido y que nos hace sentirnos protegidas, se añade la preocupación por quienes dejas atrás y que en un 72% son parientes con dependencia. Y en el caso de las empleadas procedentes de países europeos o africanos, se añade el idioma, lo que les comporta un mayor aislamiento y dificultades de integración.

Hasta aquí, lo diferenciador entre nativas y migradas. En lo demás cien por cien de experiencia compartida, desde las motivaciones: mejorar las condiciones de vida y pagar los estudios de sus hijos e hijas; las condiciones laborales: falta de contrato escrito; los empleadores no pagan la Seguridad Social; trabajan más horas de las acordadas y no se las pagan; sus salarios no llegan al mínimo establecido por ley; se ven obligadas a realizar tareas que no le corresponden y, en algunos casos, poniendo su salud en peligro; los descansos en medio de la jornada laboral no suelen respetarse; y con respecto a las vacaciones, las tienes, pero «te las pagas tú». Hasta la percepción del no reconocimiento de sus derechos y de la discriminación a la que son sometidas: falta de respeto, ser tratadas como ignorantes, sufrir acoso moral, laboral y hasta sexual.

Todo lo dicho se refiere a las trabajadoras externas, porque si nos centráramos en las internas, la situación cambiaría considerablemente en muchos de los aspectos expuestos.

Quienes se dedican al cuidado, tarea imprescindible en cualquier cultura y grupo humano, no son reconocidas en su trabajo ni como personas ni como trabajadoras. Aún persiste la idea de que servir, limpiar, atender a familiares dependientes o enfermos, etc. son tareas de poco valor y sin más importancia; de ahí que sean vistas de la misma manera las personas que las realizan: se las infravalora y se las trata con desprecio.

La única respuesta ante el pisoteo de la dignidad es la de unirnos para reclamar respeto y justicia. Crear espacios sanadores y motivadores donde compartir, apoyarnos y reivindicar unas condiciones laborales dignas, sin distinción entre nativas y migradas, porque somos personas con igual dignidad, mujeres que quieren cambiar su suerte y ciudadanas que se siente responsables de los otros.

Cuando Ana Rosa finaliza su jornada laboral y recibe el salario por su trabajo siempre da las gracias, pero ¿no tendría que ser al revés? ¿No se le deberían agradecer a ella sus cuidados?

***

[1] Datos extraídos del informe Visibilizar lo invisible. Mujeres migradas y empleo de hogar, SMJ España, octubre de 2018.

Imagen extraída de: Pixabay

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Canaria, licenciada en Filología Inglesa, militante de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica). Durante 25 años ejerció como profesora de Inglés de Secundaria pero actualmente trabaja para la HOAC en tareas formativas.
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