Una de las cosas que me gustan del nombre Cristianismo y Justicia es que tiene detrás una intuición que me parece muy valiosa y verdadera: el modo en que organizamos nuestras relaciones –políticas, económicas, sociales…– incide directamente en nuestra experiencia de Dios, y al revés.
Creo que a nadie se le escapa –sea creyente o no– que la gratuidad es fuente de revelación. Cuando hacemos experiencia de aquella se nos revela algo importante –incluso muy importante y decisivo– de cómo es la vida o de lo que está llamada a ser. Después, la persona religiosa puede dar un salto y hablar de Reino, de Dios, de cualquiera de esas categorías y realidades que emergen con la gratuidad. Por eso nos ayudan tanto los análisis que nos dicen cómo estamos organizando nuestras relaciones, desde dónde las entendemos, para ver en qué medida estamos dejando espacio o no a esa experiencia.
Si estamos de acuerdo en que la revelación y la experiencia de Dios son experiencias de gratuidad, parece lógico pensar que un sistema –permítaseme la abstracción– que subraya el interés como fundamento de las relaciones entre personas tenderá a velar y a menospreciar aquella, puede que incluso a reírse en su cara. Por eso no nos podemos resignar a que nuestras experiencias de gratuidad –laicas o religiosas– no tengan nada que decirle a un sistema que se ría de ellas: hasta cierto punto, aquellas dependen de este. Además, si la experiencia de gratuidad queda velada o se hace difícil, las consecuencias las vamos a pagar en el centro de nuestro ser. Pongamos un ejemplo.
Imaginemos que a alguien le intereso como potencial comprador de una tostadora y empieza a darme razones para que la compre. Por supuesto, no se trata de hablar mal de las tostadoras, que nos permiten, entre otras cosas, desayunar con más gusto; ni del comprar o vender, algo tan antiguo y, hasta cierto punto, venerable. Pero sí de ser consciente de que estoy siendo introducido en una relación de interés: el que me dice lo bueno e inteligente que soy si compro la tostadora tiene un interés en decírmelo, es lógico: soy querido como potencial comprador de una tostadora.
Es un ejemplo banal, obviamente, pero su lógica es, creo, decisiva, porque son las relaciones que establecemos las que nos van revelando, progresivamente, nuestra identidad, y es en medio de ellas donde la persona puede ir haciéndose creyente en algo o en Alguien (redondeando esa identidad hasta donde es sano hacerlo). Si soy querido como potencial comprador de una tostadora, soy querido por interés –además un interés muy pequeño, porque una tostadora nunca tendrá la dimensión suficiente para abarcarme por entero–, no por ser quien soy, y creo que a nadie se le escapa que las relaciones que construyen con más alegría y verdad nuestra identidad son aquellas en que somos queridos por ser quienes somos, gratuitamente. De ahí que sea tan dolorosa la experiencia de dejar de ser amado: no se trata solo de perder, por ejemplo, a una pareja, sino de dejar de saber, por un momento –quién sabe si durante mucho tiempo– quién soy, de quedar con miedo y sin esperanza. Qué bien lo contó Simone de Beauvoir en La mujer rota.
Retomemos el tema, y vayamos terminando. Para un sistema de relaciones que tienda a decirme quién soy en función del interés –y, digámoslo claramente, esto no se agota simplemente con la palabra capitalismo–, un día soy el potencial comprador de una tostadora; al siguiente, el vendedor de unas tostadas fantásticas; y otro, el funcionario del estado con acceso a nuevas tostadoras a cambio de una pequeña “ayuda”. Y tantas otras cosas. En medio de esta lógica reducida del interés no es fácil hacer una experiencia de gratuidad que nos deje contentos por el simple hecho de ser quienes somos. Es bueno que haya un espacio para vender y comprar tostadoras, pero es preocupante cuando toda la realidad se va empapando de esa lógica.
En la escena final de una La mujer rota, Monique mira con miedo y sin esperanza dos puertas cerradas, la del estudio del marido que la ha abandonado y la de su habitación de matrimonio. Después de haber sufrido tanto con su historia, nos preguntamos: ¿a quién le dejaremos decirnos quién somos? Y, volviendo a esta pequeña reflexión: ¿dejaremos que sea el interés quien nos lo diga, o esos milagrosos espacios de gratuidad?
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