Cuando voy hacia el pueblo
el polvo es tan solo polvo
el agua es tan solo agua
y el viento es tan solo viento.
Pero cuando danzo en piso de tierra
y levanto el polvo
entonces el polvo es la carne de mis antepasados;
y el agua cristalina que corre
es la sangre del mundo;
y el viento
es el espíritu de mi raza.
Martín (Chávez) Makawi, poeta rarámuri[1]

Mi abuelo paterno, Antonio Villalobos Moya, era librero, y en su casa de la Ciudad de México tenía un cuarto, que a mí me parecía enorme, lleno de libros. Como había acondicionado ese espacio como una gran biblioteca, me encantaba perderme entre los pasillos, colándome entre los anaqueles, dejando entrar por mi nariz el olor a papel y a humedad, y escogiendo un libro por aquí y por allá, que me llevaría a casa. Mi abuela materna, Violeta Serrano Ramos, era una gran lectora. Como vivía muy cerca de la casa de mis abuelos paternos, después de la visita inicial, íbamos a su casa, y como mi abuelo, tenía una gran afición a la lectura. Al ser viuda, le encantaba bromear con sus hijas, y un día les dijo muy seria: “Tengo un amante que me quita mucho tiempo”. Mis tías, así como mi mamá, gritaron al unísono escandalizadas: “¡Mamá!, ¡¿qué te pasa?!”. A lo que mi abuela les contestó picaronamente: “Son mis libros”., Y todas se echaron a reír. En esas visitas familiares, mi Papá, Marcos Villalobos Ortiz, y mi Mamá Viola, como le decíamos cariñosamente, pasaban un buen rato platicando de lo que estaban leyendo en ese momento, recomendándose algún buen autor. Acto seguido, mi Papá, fiel a sí mismo, se iba a un cuarto a echarse una muy buena siesta para estar descansado y manejar en el camino de regreso a Querétaro.

Crecí leyendo los típicos cuentos y leyendas de la literatura infantil, los títulos “obligados” de la adolescencia, así como los grandes clásicos de la literatura universal; todo ello gracias a mis abuelos, a mi papá y a mi mamá, y en buena parte, a mis maestras de literatura de la escuela secundaria. Mi cabecita se llenaba de fantasía y de historias que venían de muy lejos, soñando despierta con lugares y personajes desconocidos. Y un buen día, las escritoras aparecieron con el diario de Ana Frank, los poemas de Sor Juana Inés de la Cruz o las novelas de Isabel Allende. El tiempo siguió su curso y descubrí a las autoras mexicanas como Rosario Castellanos (Oficio de tinieblas), Laura Esquivel (Como agua para chocolate), Ángeles Mastretta (Arráncame la vida), Elena Garro (Los recuerdos del porvenir) o Elena Poniatowska (La noche de Tlatelolco), quienes, a través de sus letras, me adentraban en el México post-revolucionario y contemporáneo. Y ahora, en este momento en el que estoy a la mitad del cuarto piso de la vida, han llegado otras escritoras mexicanas, mis coetáneas: Guadalupe Nettel (El cuerpo en que nací), Alma Delia Murillo (La cabeza de mi padre), Tamara Trottner (Nadie nos vio partir) o Cristina Rivera Garza (El invencible verano de Liliana). Todas tienen en común el uso de una escritura ágil y una pluma bastante afilada, y el contar historias de un México que me es conocido, puesto que es el país en el que crecí, con historias actuales, en las que la frontera entre la realidad, la ficción y el autorretrato, están separadas por una línea muy fina. A esta lista, no exhaustiva, ahora viene a sumarse Camila Villegas con su primera novela, Lo demás es silencio, y es de este libro del que hoy les quiero compartir.

Si tomara un atajo burdo y, hasta cierto punto, morboso, podría decir que esta novela es la historia de un jesuita que decide dejar la vida religiosa porque se enamora y se establece en la Sierra Tarahumara. Sin embargo, la trama es mucho más amplia, y Camila Villegas, poco a poco, con sutileza, nos va adentrando en tres corazones que laten al unísono: el corazón de la Sierra Tarahumara, el corazón de 3 grandes amigos (un jesuita, un hermano marista y un sacerdote diocesano) y el corazón del pueblo rarámuri.

El Lobo Montejo, Pánfilo y Juancho han decidido insertarse en medio del pueblo rarámuri desde una misión como curas rurales, aprendiendo la lengua y las costumbres de la gente. Las certezas iniciales de ser misioneros que van a enseñar, aunadas con una cierta rigidez de lo que debe ser una sociedad determinada, con el pasar de los años, se van transformando, dando paso a un proceso de inculturación. El pueblo rarámuri, con sus hombres, sus mujeres, sus niños y niñas, así como sus viejos y sabios, van enseñándoles a estos misioneros la felicidad de vestirse como matachines y bailar al ritmo del pascol para celebrar la vida, la muerte, el cambio de las estaciones; la importancia de preparar la comida y beber cantidades industriales de tesgüino (el alcohol de producción local) juntos, como un solo cuerpo, para de esta manera resistir a la adversidad, silenciosa y pacíficamente, a pesar de todo y contra todo. “La amistad es bálsamo y borrachera. Lo que no cura, lo embriaga”[2], nos dicen los protagonistas.

La sierra Tarahumara, vasta y callada, va permitiendo que todos estos personajes se encuentren desde la vida que está llena de amor compartido, de fiesta, de visitas, de muertes infligidas, de carencias y necesidades, de despedida, y ahí, en medio de la inmensidad de sus montañas, se esconden los secretos de todas las personas que la atraviesan, perdiéndose entre sus caminos y veredas para que, finalmente, puedan encontrarse en los demás. De la misma manera, Camila Villegas señala, sin nombrar, el mal que está gangrenando a México de manera general, exterminando un país, reclutando jóvenes para que se conviertan en sicarios y desechándolos cual cosa que ya no sirve, amedrentando a los pueblos indígenas, sembrando terror y muerte.

Dice la propia Camila Villegas que ella vivió en Norogachi hace más de 20 años, precisamente como voluntaria en medio del pueblo Tarahumara. Escribir es un ejercicio que nos permite liberar y plasmar lo que es importante para nosotros, lo que a veces no nos atrevemos a decir de frente. Las palabras nos ayudan a poner distancia y a hacer una relectura de lo que hemos vivido para que, de esta manera, cada vez que volvamos al pasado, no lo recordemos con nostalgia, sino que volteemos a verlo con agradecimiento, porque ese pasado es el que nos ha hecho caminar hasta este momento presente y que nos encontremos hoy y aquí. Ella sabe manejar con destreza el lenguaje religioso, como ese bagaje que ha permeado nuestra cultura, nuestros dichos populares y una cierta visión del mundo, mezclándolo con el lenguaje coloquial y utilizando frases y palabras en rarámuri; un verdadero deleite para los ojos. Ella escribe como habla la gente, dándonos la impresión de que podemos escuchar el tono de voz de cada persona, como si estuvieran a nuestro lado hablándonos muy suavecito. A través de su narración detallada y su pluma ligera, Camila nos hace pasar de la risa al estremecimiento, al relatar las anécdotas de la vida cotidiana en los tres lugares en los cuales se mueven los personajes: la iglesia, el internado de los niños y niñas, y la clínica de salud. De esta manera, Villegas nos va adentrando en las tres partes que dividen al libro, inspirándose de tres elementos naturales: el fuego, que abraza y purifica, pero que también abrasa si se descontrola; la tierra, que nos enraíza y que nos permite tener bien puestos los pies en lo real; y finalmente, el agua, que limpia, refresca y deja que las cosas fluyan a su tiempo y a su modo, desbordes de sentimientos incluidos. Aunque el cuarto elemento, el aire, no aparece de manera explícita, podemos identificarlo como el Espíritu que mueve y anima a todos los personajes, que ha inspirado a la propia autora y que, de alguna manera, como brújula, nos va dando dirección para que no perdamos el rumbo a través de las páginas.

La historia que nos narra Camila Villegas, es la historia de muchos de nosotros que pasamos por experiencias de voluntariado, allá en nuestras juventudes no tan lejanas, cuando andábamos caminos con botas o con huaraches tejidos de cuero con una suela de llanta imbatible; cuando gracias a algún hermano marista que andaba de pasada o algún jesuita que nos daba formación nos invitaba a irnos a insertar en zona campesina, rural o indígena, a ver a nuestro país y a conocerlo a través de los ojos de la gente, de su trabajo y de  sus costumbres; a aprender y a abrirnos a ese México que nos puede ser tan desconocido; a no consumir “una experiencia más”, pero a vivir ese tiempo de voluntariado con hondura, dejándonos cuestionar cuando los hermanos indígenas, allá en Chiapas, nos preguntaban cada mañana “K’uxi elan avo’onton?”, o en la sierra norte de Puebla, “Tlenqui tohua moyolo?”, que significan lo mismo: ¿Cómo está su corazón? Y a partir de esa pregunta, descolocarnos y muchas veces invitarnos a reconocer el paso de Dios en nuestras vidas gracias a la presencia sencilla de los demás.

A través de todas las páginas, Lo demás es silencio nos recuerda lo que nos hace ser humanidad universal: compartir el alimento y nuestras historias al calor del fuego; hacernos el amor para seguir vivos y dar vida; enterrar a nuestros muertos y honrar la vida. Pero el pueblo rarámuri lo hace de manera más hermosa porque baila para que este mundo no se acabe, porque enseña a hablar con Onorúame y Eyerúame que es Dios Padre-Madre, dador de vida y esperanza.

Para los rarámuris, los sueños son parte primordial de su vida porque a través de ellos, podemos conocer a la gente. Por eso, cada mañana, ellos preguntan: Piri rimuri?, ¿qué soñaste?, y según el sueño, así será el día… Dime qué sueñas y te diré quién eres… y qué deseas… Por eso los “sueños se sueñan juntos, no cada quien el suyo”[3]… “En los sueños es dónde está la vida verdadera, la que uno quiere, la que uno anhela”[4], como lo escribe Camila Villegas.

Háganse un bien y anímense a leer esta novela en el silencio del final del día, tal vez sea una bella oportunidad de escudriñar los meandros del corazón, ese lugar donde se anidan nuestros amores y nuestros sueños más guajiros, y a preguntarse, cada mañana, qué se soñaron, y tal vez, como dice la Buena Nueva, puedan empezar a brotar ríos de agua viva.

[1] Poema publicado originalmente en rarámuri y traducido al español por Enrique Alberto Servín Herrera

[2] Lo demás es silencio, página 221, editorial Tusquets

[3] Idem, página 44.

[4] Ibidem, página página 121.

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Groc esperança
Anuari 2023

Després de la molt bona rebuda de l'any anterior, torna l'anuari de Cristianisme i Justícia.

Marcela Villalobos Cid
Mexicana de origen, québécoise de adopción y quasi francesa. Estudió la licenciatura en derecho en la Universidad Autónoma de Querétaro (México), una maestría en Desarrollo Comunitario en la Universidad de Concordia (Montreal, Canadá) y en Solidaridad y Acción Internacional en el Instituto Católico de París. Ha trabajado para la pastoral social de la diócesis de Montreal con atención a población en situación de riesgo y migrantes latinoamericanos; en Francia ha trabajado para el Secours Catholique Caritas France y el Servicio Jesuita a Refugiados Francia. Actualmente trabaja en el Servicio Nacional Misión y Migración de la Conferencia Episcopal Francesa como responsable del área de migraciones. Se define como abogada de pies descalzos, especialista en migraciones e interculturalidad. Tiende puentes y hace redes. Soy Nepantla: de aquí y de allá, lo uno y lo otro… y los dos al mismo tiempo. Me dicen “Marche”.
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