Expresiones como la del «tutti frutti espiritual», «religión a la carta» o «ensalada espiritual» son recurrentemente usadas para criticar una práctica cada vez más característica de las espiritualidades contemporáneas: tomar elementos de distintas tradiciones espirituales, casi siempre desde un criterio propio del individuo o del grupo. Esta práctica es igualmente defendida como atacada encarnizadamente por sus críticos y apologetas. Ambas facciones tienen buenos argumentos que vale la pena considerar con seriedad.
Entre sus críticos se escuchan juicios como la falta de compromiso que encierra la actitud de estar en todo y en nada. También se subraya que, al no profundizar en una tradición en específico, en realidad no profundizas en ninguna, quedándote en la mera superficialidad. Cabe mencionar también el neocolonialismo que implica la noción de que se pueden tomar elementos propios de culturas y religiones ajenas. Profundizaré más adelante en este aspecto.
Sus apologetas, en cambio, apelan a la liberación de las históricas opresiones de las instituciones, que limitan a las personas en su libertad y creatividad, les impiden seguir sus intuiciones. Defienden la idea de que cada persona es radicalmente diferente y que, por lo tanto, tendría que buscar su propio camino, sea ya siguiendo una tradición en específico o tomando lo que le sirve de distintas. Asumen la globalización y el hecho de que, para bien o para mal, las religiones ya no son más nichos cerrados y exclusivos, sino que están al alcance de varias personas y que no habría por qué no enriquecerse de la sabiduría de las tradiciones.
Pues bien. El tema encierra una serie de problemáticas que me sería imposible agotar en estas páginas. Lo que me gustaría hacer, es ofrecer una perspectiva que no se posicione ni como detractora ni como apologeta del tutti frutti espiritual, sino que trate de aproximarse con la intención de entenderlo y valorarlo dentro del marco de la ascética contemporánea.
Me parece que un primer asunto primordial es abordar la estrecha relación entre religión y cultura. Las culturas son horizontes de sentido, paradigmas de intelección, mythos en los cuales somos, nos movemos y existimos. Una cultura había sido siempre el presupuesto de todo supuesto, el telón de fondo de la obra, la inaprehensible e incuestionable melodía que detrás de nuestra vida nos marcaba el tono a seguir. Toda cultura está constituida por una cosmovivencia (modo en que se vive o experimenta el mundo) y un ethos (cómo hay que comportarse). En otras palabras, la cultura brinda el qué del mundo (cosmovivencia) y, como el mundo es así, entonces brinda también cómo hay que comportarse en él (ethos). Las distintas tradiciones espirituales y religiosas habían fungido como transmisoras de la experiencia fundacional de cada cultura, aquella que ordenaba y daba sentido a la experiencia de las personas que la habitaban. Religión y cultura, por lo tanto, no eran dos ámbitos separados de la sociedad, sino una y la misma cosa.
Esto cambió con el advenimiento de la modernidad, la cultura que se cree no-cultural y que en el fondo es la anticultura, la devoradora de las culturas. Lo moderno no se asume a sí mismo como una cultura entre otras, sino que funda la distinción entre civilizado y no-civilizado, considerando que lo moderno es lo transcultural, lo racional, lo que no tiene determinantes, mientras que todo lo demás es cultural, rasgos a purificarse con la luz de la razón. Así, una cultura específica, igual de relativa que cualquier otra, la moderna, al concebirse a sí misma como transcultural, opera destruyendo a las otras culturas bajo la supuesta bandera de ayudarles a avanzar. De este modo, la religión se sustantivó, se trocó en un ámbito particular de la cultura, convirtiéndose en una ideología que se puede tomar o abandonar. La meta de la evangelización o el desarrollo, en el fondo, es pedir que se abandone una cultura (que está equivocada) para abrazar otra, la moderna, aunque ésta no se venda a sí misma como algo cultural, sino como lo que trasciende lo meramente cultural. De pronto, la cultura y la religión dejaron de ser aquello en lo que éramos, nos movíamos y existíamos y de lo cual ni siquiera podíamos dar cuenta, a convertirse en una suerte de prenda que se puede quitar y poner, que se puede elegir ser o no ser de esta o de aquella religión.
Este proceso histórico, expuesto de manera tan simplificada que parece ofensa, fue instaurando en las y los modernos una terrible sensación de orfandad. A pesar de ser cultura y contar con sus propios mythos (como el del progreso, la libertad, la igualdad, etc.), al no considerarse como tal, la modernidad fue perdiendo poco a poco la capacidad de brindar un sentido de vida a las personas formateadas como modernas. La Diosa Razón fracasó por su irracionalidad, y así como a nivel energético y económico las sociedades modernas se mantienen gracias al extractivismo y el despojo para con los pueblos colonizados, hoy se ve el fenómeno de la occidentalización de tradiciones no-occidentales a través del consumo espiritual.
La problemática no puede reducirse a un asunto individual. Estamos frente a un fenómeno de índole sociocultural. Es la era en la que nos tocó nacer. En ese sentido, juzgar el tema como la falta de responsabilidad de algunas personas o la cerrazón de otras, me parece que pierde de vista el auténtico horizonte al que tendríamos que estar mirando: la condición existencial y espiritual que habitamos debido a las circunstancias históricas que nos han socializado. Pongamos atención al caso de la juventud. Si las juventudes en las sociedades modernas brincan de aquí para allá en sus búsquedas espirituales, no se debe tanto a sus irresponsabilidades, crisis de identidad o falta de compromiso, como al hecho del sin sentido moderno, o, mejor dicho, los puntos anteriores no son una causa sino una consecuencia de dimensiones más profundas.
La mera posibilidad de habitar distintas tradiciones espirituales o de retomar algunos de sus elementos, es algo hasta cierto punto inédito. Ciertamente el diálogo interreligioso y la mutua fecundación entre las tradiciones ha sucedido desde siempre, pero desde dinámicas y características muy distintas. Hay que dejar de lado la idea de que las espiritualidades son cotos cerrados, pues en realidad siempre han sido flujos porosos que se influencian unos a otros. Pero la manera en que esto sucede en las sociedades contemporáneas, atravesadas por la lógica de la escasez y el consumo, a través de la creación del individuo moderno, no tiene parangón en la historia. Estamos frente a fenómenos que todavía nos hace falta comprender, por lo que habría que ser menos prestos y rápidos a la condena, por más que sintamos que se comprometan nuestras nociones de identidad espiritual sólida.
Con todo, tampoco es verdad que exista una apertura radical a la diversidad. El hecho de tomar elementos de distintas tradiciones no se debe necesariamente a una ausencia de tradición, sino justamente a la pertenencia a una en particular. Este es el punto que me parece más importante subrayar: las nuevas manifestaciones espirituales que se fueron dando desde la década de los 60 del siglo pasado y que aparentemente se entienden a sí mismas como abiertas y transculturales, son en realidad profundamente monoculturales y cerradas en sus criterios. Ya mencionaba en un artículo pasado, junto con Reneé de la Torre y Alejandro Frigerio, que los movimientos espirituales contemporáneos sí operan desde sus propias lógicas, ya que en realidad no es tan cierto que solo toman cosas de distintas tradiciones, sino que los toman a partir de criterios muy específicos como son el imperio del gusto, del cual hablé en mi artículo anterior. En ese sentido, es falso que las espiritualidades contemporáneas no partan de una cultura en particular. Al igual que sus antecesoras, estas nuevas religiones son fruto de una cultura específica, la moderna, o postmoderna, o tardomoderna, o automoderna… como se prefiera. Son, por lo tanto, tan culturalmente determinadas como cualquier otra religión.
En varias ocasiones me ha tocado acompañar a personas que se consideran ajenas a alguna religión o tradición espiritual particular, y que no entienden por qué, cuando se acercan a una tradición, se les invita a comprometerse en el camino. Lo que no tienen consciente es que ellas mismas ya pertenecen, les guste o no, a una tradición muy específica, la moderna, la cual les sociabiliza y les instaura en la posibilidad de elegir la tradición que se quiera o distintos elementos de varias. Esto es un rasgo cultural, no acultural, puesto que solo nuestra cultura opera bajo dicha lógica y solo en nuestra cultura se ha dado este problema.
Mi sensación es que la pregunta que importa no es por los individuos, sino por la cultura que hace que estos tengan que brincar de aquí para allá buscando migajas de sentido para su vida, ya que su sociedad ha fracasado en ofrecerles procesos fundantes más allá del círculo de consumo, trabajo, éxito y huida de la miseria. Las propias instituciones religiosas no han sido más exitosas en dicha tarea, olvidando la mistagogía y centrándose más bien en la moral, en dogmas o en identidades que, guste o no, ya no tienen lugar para la mentalidad contemporánea. Siguiendo este orden de ideas, tal vez sería más pertinente buscar no los argumentos para condenar o defender el tutti frutti espiritual, sino los modos concretos de acompañar estas dinámicas espirituales asumiendo su existencia como algo propio de nuestra condición actual.
Estando las cosas como están, me parece iluso imaginar que fenómenos como el tutti frutti espiritual desaparecerán. Al contrario, se harán cada vez más comunes. En ese sentido, ¿cómo podemos acompañar estos procesos? Sin pretender ofrecer una respuesta definitiva, me parece que un buen lugar para iniciar esta conversación es el discernimiento que ayude a encontrar el desde donde se dinamiza la búsqueda espiritual en cuestión. Si esta proviene de un proceso de autoconocimiento auténtico y de llamado interno de cultivar la espiritualidad, estoy convencido que un buen acompañamiento puede aportar para que esta persona viva una vida espiritual seria, independientemente si es dentro de una religión o no. Si en cambio, el dinamismo que impulsa la búsqueda es el imperio del gusto o algún otro desorden, indistintamente de si se está o no dentro de una religión, la persona correrá el riesgo de perderse en el camino.
Otro aspecto importante radica en asumir la propia tradición. Como ya mencioné, la gran trampa de la cultura moderna es creerse una no-cultura, ocultando aún más sus mythos y presupuestos. Los sujetos contemporáneos se sienten en orfandad, muchas veces guardando recelos contra instituciones religiosas que les lastimaron, o que ni llegaron a conocer pero que critican igualmente porque criticarlas es la moda. Lo que he visto es que, si no se trabaja la relación con la propia cultura, las heridas se acumularán y se convertirán en un lastre. Como muchos maestros y maestras espirituales recomiendan, un buen primer paso en la búsqueda espiritual es reconciliarse con la propia tradición, independientemente de si se decide abrazar por completo esa tradición o se opta por otra. Jamás dejaremos de ser parte de la cultura que nos constituyó, por lo que negarla es una ilusión. Por este motivo, un paso fundamental en la ascética contemporánea tendría que consistir en conocer y hacer las paces con la propia tradición, repito, con independencia de si se asume por completo o no en términos de camino espiritual a seguir.
Lo que quiero subrayar es que, dentro del marco de una ascética contemporánea, hoy toca preguntarse por las prácticas, el discernimiento y la mistagogía propia que pueda aportar al acompañamiento de las nuevas realidades espirituales. Estas conllevan sus riesgos, al igual que las tradicionales. De hecho, puede ser que coincidan en el fondo, ya que, por ejemplo, el imperio del gusto opera tanto en las iglesias como fuera de ellas. No podemos negar la existencia de estas formas de búsqueda espiritual. Condenarlas o defenderlas sin más sería no tomarlas suficientemente en serio. Habría que intentar comprender su lógica, su genealogía, su contexto, y entonces sí, discutirlas en sus consecuencias, peligros y posibilidades.
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