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¿A quién echar la culpa?

Hace unos días me sentía muy mal. Una serie de contrariedades me tenían abrumado y lleno de miedo respecto al futuro. Temía que posiblemente tuviera que hacer unos cambios en mi vida que no quería hacer. Hasta deseaba morir, porque me veía en un callejón sin salida. Mi primera reacción, como todo el mundo, fue echar la culpa. Necesitaba culpar a alguien o a algo por la pena emocional que experimentaba. Y había muchos culpables, incluyendo a todos aquellos que me habían ofendido o quienes yo veía como perseguidores. Me culpé incluso a mí mismo por haberme metido en situaciones desagradables y vulnerables. En medio de todo esto, decidí ir a una capilla para hablar con Jesús.

Me fijé en el crucifijo y, de repente, me di cuenta de que representaba un día muy malo en la vida de Jesús. Fue el día en que se entregó a los que le perseguían y a los que lo querían matar. Viendo su cuerpo clavado y colgando de la cruz, yo le pregunté: «¿A quién le echaste la culpa tú?» Su respuesta me asombró. “A nadie,” me dijo. “Hasta con mi respiro final pedí al Padre que les disculpara a los que me atormentaban porque eran inocentes.” De hecho, Jesús tomó la responsabilidad de su propia muerte. La tradición que viene de San Pablo era que la culpa de la muerte de Jesús la tenían nuestros pecados, o sea, mis pecados, y que él tuvo que expiarlos para ganarnos la salvación. Sin embargo, Jesús mismo no aludió a eso nunca. En toda su enseñanza, en las parábolas, en la manera en que trataba a la gente que encontraba, en sus sanaciones, su motivación era siempre la misericordia. Cuando el Hijo Pródigo trató de pedir perdón a su padre, el padre no le hacía caso porque ya lo había perdonado y su amor para su hijo sanó las heridas. Jesús no pidió nada a la mujer adúltera, sino que no hiciera jamás el mismo pecado. No la juzgó; no le pidió arrepentimiento. Su aceptación hacia ella fue total. Del mismo modo, Jesús no nos echa la culpa de su muerte. Nos acepta como somos y nos envuelve en el manto de su misericordia.

Pero mi lección no terminó allí. Si yo voy a seguir a Jesucristo, ¿no tengo yo que dejar también de culpar a los demás por las cosas malas que me pasan? Si Dios me comparte tanta misericordia gratis, ¿no debo compartirla yo con los que me ofenden o dañan? Por supuesto que sí. Debo dejar de cargar la responsabilidad en los hombros de alguien o de mí mismo, junto con la ira, la frustración y la pena que resulta de echar la culpa. Muchas veces los males son inevitables y tienen que ver solamente con un acontecimiento o una circunstancia en nuestra vida. Yo sí me puedo tomar la responsabilidad de aceptar y resolver el problema sin hundirme en la tortura de la culpabilidad. No vale de nada poner esa culpa en alguien que ni sabe que nos ha hecho algún daño. Eso es lo que reconoció Jesús mirando desde la Cruz: “No saben lo que están haciendo”.

Sin embargo, me parece que vivimos en una cultura de culpas. Los políticos, desde Putin hasta Trump, desde Europa hasta América Central, quieren echar la culpa por sus fallos a otros. Sería una votación robada, sabotaje, el cambio climático, un “enemigo”, Satanás. Nunca van a decir simplemente “fallé”. Punto y aparte. Buscar razones no es culpar. La razón por el desempleo puede ser un mal tiempo económíco y no la culpa de un empleador que también sufre. La razón por el dolor en mi pierna puede ser fruto de una caída y no culpa del médico que me trató. Cometo errores. Todo el mundo comete errores. A veces afectan a otros y a veces solamente a nosotros mismos. Todos los míos tienen implicaciones para mi relación con Dios. Hay una gran diferencia entre tratar de escapar y huir de mi responsabilidad y las consecuencias, echando la culpa a otra persona, y reconocer mi error, mi pecado, y aceptar la misericordia de Dios (o de otra persona) que me cubre sin ni siquiera la necesidad de pedirla. Puedo ser como la adúltera, salvada de la muerte y la condenación.

Dejar de echar la culpa es muy liberador. De repente, yo estoy libre, salvado del verdugo de mí mismo, bañándome en la misericordia y el amor. Tengo yo la clave, las llaves de mi propia liberación. Si miro a los demás sin echarles la culpa por algo en mi vida, los libero a ellos también, aunque no lo sepan. Me abro a sentir y compartir el amor, la gracia y la posibilidad de convivencia. Conocemos gente que nunca perdona, nunca disculpa, y vive amargada, sola y temerosa. Nunca se permiten experimentar la alegría de la liberación, de la Resurrección. ¿Es difícil sufrir sin echar la culpa? Pregunta a Jesús.

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El verdadero poder de la palabra

La vida, es decir, la zoé[1] del género humano, de las personas está dotada de otras dimensiones, las cuales la constituyen precisamente como eso, como humana, diferenciándose así de la zoé del resto del mundo animal y dando lugar a la bios[2], vida cualificada. Las dimensiones que enriquecen la zoé y la convierten en bios se pueden definir como: 1) la mismidad (conciencia de ser uno mismo y único como individuo); 2) la corporalidad (cuerpo y carne o cuerpo objetivo y cuerpo vivido); 3) la mundanidad (expresión del hombre en diferentes culturas); 4) lingüisticidad (el lenguaje creador del espíritu objetivo); 5) temporalidad (el tiempo en el que estamos frente al tiempo que es vivido); 6) socialidad (el otro como condición de mi experiencia, no hay “yo” sin el otro); y 7) la historicidad (como resultado de la socialidad y la temporalidad). Estas siete dimensiones dan fundamento a la necesidad de trascendencia que toda persona manifiesta en uno u otro momento de su vida.

Aunque es difícil fijar el momento histórico en que estas dimensiones emergen en la persona, si parece admitirse consensuadamente que la lingüisticidad, es decir, la capacidad de expresarse mediante un lenguaje articulado y complejo nace como vehículo para expresar esa búsqueda constante de trascendencia. Para ser consciente de esta dimensión que rebasa la voluntad de la persona utilizamos el término espiritual, por lo que se puede decir que el lenguaje surgió por una necesidad espiritual. Desde una mirada constructiva de esta emergencia del lenguaje, entendemos que una manera de hablar positiva nos acerca al espíritu, mientras que una manera de hablar negativa nos aleja de la función original del lenguaje, nos sitúa más cerca de la corporeidad.

La manera de hablar negativa, lo que habitualmente se llama hablar mal del otro o difamar, es una medida concreta y bastante precisa de la mirada hacia lo físico o de la mirada alejada hacia lo espiritual del que habla porque el espíritu se manifiesta en lo positivo, ya sea de la automirada, ya sea de la mirada sobre los otros, ya sea del sentido de lo que decimos.

Como cuerpos físicos nos encontramos en un mundo lleno de limitaciones y competimos por aquello que creemos que se ha de conseguir, es decir, bienes, reconocimientos y honores, todos ellos limitados. En este tipo de competencia la estrategia del miedo a los límites viene dada por rebajarnos, atacándonos los unos a los otros: si elimino a alguien que está frente a mí o compitiendo conmigo, me acerco al primer lugar o, según la situación, me tranquiliza porque ya no seré el único perdedor. En esta competencia que lleva a la difamación, dejamos en el olvido que cada ser humano, cada persona, tiene una misión única, un encargo que sólo él puede realizar: el despliegue de los dones de su espíritu. Estos dones son personales y sólo desde el yo pueden ser vividos para permitirnos ser. Cuanto más se permanece en la parte corpórea más afloran los límites y el miedo a no tener nuestro espacio; aparecen también las envidias y el querer hacer lo que el otro hace, tener lo que el otro tiene. Pero esperar que el otro falle no nos proporciona ninguna ganancia porque si no se trata de nuestra misión, de los dones que se nos han regalado, por mucho que tomemos su espacio seremos incapaces de llevarla a cabo, de ser, de encontrarnos a nosotros mismos.

En la cultura hebrea el falso testimonio o la difamación se denomina “lashón ará”, es decir,  “lengua malvada[3]” y se considera uno de las faltas más graves porque mata a la persona difamada, destruye la comunidad y destruye el espíritu de quién habla y de quién lo escucha. Se considera una expresión desde la corporeidad menos elevada, que trata de ganar espacio haciendo que el otro falle, dando al otro por perdedor.

Cuando se publican noticias contra personas de las cuales se escriben los nombres completos y se las deja totalmente expuestas estamos cometiendo “lashón ará”. No se trata de abanderar uno u otro bando o de callar para ocultar actos censurables, sino que se trata de ponerse al servicio de la justicia. Existe una tendencia a manipular las emociones de las personas por la cual se juzga y condena en décimas de minuto a aquel que parece más fuerte o que se encuentra en una posición privilegiada: una persona que vive desde sus dones siempre nos deslumbra con su forma de hacer, con su manera de hablar, con su manera de mirar. Y eso es, precisamente, lo que desea tener aquél que comete “lashón ará” porque él no es capaz de identificar cómo conseguirlo por sí mismo, sino que se cree en el derecho de conseguirlo ocupando el lugar del otro.

La difamación o el hablar mal del otro ha existido siempre. La particularidad de la postmodernidad del siglo XXI es la realidad de la postverdad. La R.A.E[4]. define la postverdad como «distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales» por lo que se deduce que, básicamente, carece de datos probatorios de su posible autenticidad.

Es absolutamente cierto que la concepción del respeto a la persona y a la opinión que pueda expresar ha cambiado mucho en los últimos años. Y es de derecho que haya sido así en lo que respecta a la persona, que ha de ser considerada siempre, sin excepción, tierra sagrada. Ahora bien, no todas las opiniones son merecedoras del mismo respeto, no todas se han de permitir. La opinión banal, basada en suposiciones o repeticiones sin fundamento, la opinión que difama, no puede tener la misma validez que otras o que la persona que las emite. No todo es relativo, no en todo se puede vivir en el relativismo. Las opiniones han de ser dadas desde la consciencia del efecto que nuestras palabras causan en nosotros mismos, en los otros, en la sociedad. Es cierto que no podemos modular las opiniones desde la verdad porque no llegamos a conocer cuál es la verdad absoluta; pero si somos capaces de conocer el efecto de nuestras palabras y moderarse o evitarlas, no para hacer la vista gorda y tapar actos censurables sino para alinearse con la justicia y con el bien social, elevando la mirada y buscando el bien común que nace de ella.

El poder de la palabra es inmenso porque nos permite b(i)endecir o maldecir, construir o destruir, dar vida o matar. En esta sociedad de la postverdad no se trata de bendecir siempre o de maldecir siempre; estaríamos más cerca de implementar algo semejante a la disciplina positiva, promoviendo relaciones de respeto mutuo en todos los ámbitos, ya sea el trabajo, la familia, las amistades, en toda nuestra vida y siempre desde la firmeza y el amor, con la voluntad de mejorar no de ocultar, estando al lado del que sufre sea como (presunto) agresor o sea como (presunta) víctima.

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[1] ζωή

[2] βίος

[3] לשון הרע

[4] R.A.E. Real Academia Española

[Imagen de azerbaijan_stockers en Freepik]

Soñar lo imposible

El aeropuerto de Cali hormiguea con el amanecer. Para llegar desde Buga hemos atravesado kilómetros de carretera suficientemente cuidada y dos pagos de peaje. La caña de azúcar se extiende por el inmenso llano a uno y otro lado de la vía hasta prácticamente chocar con las cordilleras que a oriente y occidente contienen el Valle del Cauca. El olor a biocombustible nos invade a ratos provenientes de los ingenios estratégicamente distribuidos. «Por aquí era lo de la pesca milagrosa», dice Miguel, el taxista, pero corrige: «Y sigue siendo». Ayer, mientras subíamos hacia un manantial, cerca de Restrepo, también nos hablaron de la pesca. «La guerrilla o los paramilitares te paraban y te decían:  ‘Mira, ve, ¿quién es usted?’; y si encontraban un pez pagador: ‘Dele, súbase a la camioneta, vamos para la vereda, y a esperar rescate’». Todavía están. Son diferentes grupos, narcoguerrillas que quedaron como herencia criminal de los duros años vividos. Así que la gente mira con creciente pesimismo el esfuerzo del gobierno Petro por la “paz total”.

Tras el almuerzo del penúltimo día del encuentro, la chiva, una guagua colorista que me recuerda los viajes por Las Mimbreras, al norte de La Palma, mi isla natal, camino de Garafía, serpea subiendo hacia un manantial que gestiona una comunidad campesina. Con más sentido de fiesta, chachareamos la ruta hablando de lo divino y lo humano. A medida que ascendemos, el paisaje que contemplamos muestra las heridas rojizas de una erosión creciente que degrada los suelos en contraste con los lugares donde los árboles, como soldaditos en una parada militar, nos hablan de empresas madereras que dan siete años al eucalipto y quince al pino antes de talarlos para la fábrica de papel.

Elcira, lideresa comunitaria, en torno a los cincuenta, piel clara, ojos miel alargados, muy vivos, pequeños, nos explica la importancia simbólica del gesto planteado por la Oficina de Comunicación Jesuitas de Colombia: sembrar árboles autóctonos en la quebrada donde está el manantial. “El Estado no está”, dice. Así quedó todo después de las guerrillas. Si no es por la organización comunitaria, no tendrían el agua. El Instituto Mayor Campesino, obra de los jesuitas presente en la región, hace seis décadas que promueve soluciones técnicas y busca financiamiento internacional. «Fue Alboan la que consiguió el dinero», nos dice Pedro, ingeniero agrónomo del IMCA, mientras nos muestra la planta de depuración de aguas construida con tecnología propia, el trabajo de las mingas campesinas y la financiación de la ONG. «Los costes no son muchos, pero están fuera del alcance de la comunidad», cuenta Pedro, quien nos confiesa que la gestión de aguas comunitarias es su pasión. Estamos a unos mil setecientos metros, en la cordillera occidental del Valle del Cauca, a poco más de una hora de Buenaventura, el puerto del Pacífico que María José, del JRS, describe con crudeza: «Es una ciudad entregada a las bandas y el crimen organizado». María José siente pasión por la labor del JRS (la marca que hoy nos sirve para determinar al servicio jesuita a refugiados, fundado por Pedro Arrupe SJ en la segunda mitad del siglo XX, cuando la crisis asiática de refugiados que huían de Vietnam). María José muestra su preocupación por los agentes de la institución presentes en lugares donde no se es capaz de garantizar la seguridad. 

En la ruta de vuelta, mientras bajamos ya en la noche hacia Buga, mi compañero de traqueteo, Fabián, me explica: «Eran paramilitares. Los pusieron en marcha los propietarios de la zona. Luego, cuando se fue la guerrilla, quedaron como los amos de la ruta del narco y ahora se dedican a la trata de personas, migrantes atrapados entre la pobreza y una normativa que los arroja a las manos de los coyotes». Se refiere al Clan del Golfo. Fabián es un diácono que trabaja en el Centro Ignaciano de Reflexión y Espiritualidad. Él y su esposa colaboran con el empeño jesuita de difundir una espiritualidad que ayude a afrontar los quiebres de la vida y la sociedad con entereza y corazón, discreción y amor inteligente, eficaz, transformador.

Durante tres días de temperatura tropical, entre arboledas, palmeras y bananeros, y en unas instalaciones apropiadas, Male y su equipo, la oficina de comunicación de la Compañía de Jesús en Colombia, nos hacen gozar de un encuentro añorado. Por primera vez tras la pandemia, los equipos responsables de comunicación de las diferentes instituciones vinculadas a la Compañía de Jesús en Colombia se reúnen para compartir sobre los desafíos de la propia misión. «La radio requiere trabajo y lo de la financiación siempre es una búsqueda sin término», dice Erasmo, director de Ecos de Pasto, la emisora jesuita de Nariño, fronteriza con Ecuador, al que hasta esta ocasión conocía únicamente a través de los medios telemáticos. “Pero no se tiene una radio para hacer negocio, ni es sostenible porque tenga números equilibrados. Es cosa de misión”, subraya. En Colombia, además de Ecos, otras dos emisoras, vinculadas a la Universidad Javeriana, están en la red de instituciones jesuitas. La responsable de comunicación de la Universidad Javeriana Bogotá, Diana, tercia en la conversación reconociendo la importancia que da a una alianza con Radio Caracol. «Hacemos la pre-producción. Caracol se encarga de la edición y la emisión. Conseguimos así colocar en la agenda temas que las radios comerciales no suelen afrontar y, además, con una profundidad y profesionalidad que los hace atractivos».

«La credibilidad», subraya Diana, que en su día trabajó en un equipo de la campaña política de no sabemos qué candidato. “Eso se consigue en la radio; y por eso muchos candidatos huyen, porque quedan desnudos”. Nos explica que en su tiempo de comunicadora política descubrió que los equipos se orientaban a desinformar sobre el adversario. “Bulos, rumores, mentiras”, nos describe como si fuera el menú de un desayuno mientras dialogamos sobre una misión, la de fe y justicia, reconciliación y diálogo, que solo puede prosperar en la verdad. «Fue como llegar a un mundo de cartón piedra, pero ahora más voluble, porque es digital. La apariencia es el criterio», subraya.

Diana, de comunicaciones del CINEP/Programa de Paz, se muestra firme partidaria de la presencia comunicativa: «Si no estás en las redes, no existes». CINEP, dirigido actualmente por Martha L. Márquez Restrepo, es una institución con medio siglo de trayectoria que nació como un compromiso con la paz de los jesuitas de Colombia. Diana subraya la necesaria profundidad de nuestra comunicación: “El CINEP nació como un Centro de Investigación y Acción Social, y sin la investigación, nuestras propuestas comunicativas se vacían. Pero los medios simplifican y nuestra labor trata de darle una respuesta compleja a una realidad que es, todavía, más compleja«. Disfruto junto a Diana durante el recorrido en la chiva que traquetea y descoloca las cervicales. Vamos llegando al recinto del Instituto Mayor Campesino. Nos espera la cena y luego una cerveza en torno al fuego..

«Se nos llama a soñar e inspirar lo imposible», explica Laura, secretaria ejecutiva de Planificación Apostólica de los Jesuitas de Colombia. Ahora, en el aeropuerto tengo delante la imagen de la ingeniera agrónoma que trabaja en la potabilización de las aguas de la comunidad de Aguacate y Potrillo, cerca de Restrepo. Me cuenta que dejó Cali convencida de que hace falta otro modo de vida. Se encarga del vivero de plantas que llevamos a la quebrada del nacimiento. Estamos allí y con nuestras manos hemos sembrado. Darán sombra al cauce, atraerán humedad y darán cobijo a las especies autóctonas. «Se trata de vivir de otro modo. Por eso me vine. Por eso estoy aquí». Me llaman a embarcar. Doy gracias por tanto bien recibido. Delante del fuego, la noche anterior, Male, la responsable de Comunicación Jesuitas de Colombia, me agradece la presencia y enfatiza: «Soñar lo imposible, esa es nuestra labor comunicativa».

[Imagen del encuentro cedida por el autor]

Proud

Permitidme que os comparta un viaje interior que comenzó en enero del 2020. Comenzamos a preparar Proud, un concierto inspirado en el itinerario personal de una persona gay sugerido por Ian Temple, tras escuchar como terapeuta, cientos de historias de hombres gays, en el que propone que el coming out, la salida del armario (o del closet)[1], es una propuesta universal, un acto de heroísmo para todos aquellos que se debaten entre el miedo y la autenticidad.

En su propio recorrido personal, Ian tuvo que salir del armario varias veces: como persona homosexual, pero también como persona seropositiva, exadicto, o persona con Parkinson. Él mismo explicaba en un video en la introducción del concierto cómo tras perder a su compañero por VIH se enroló en fiestas de drogas y sexo (chemsex) que le llevaron a la adicción, o cómo, recientemente, fue diagnosticado con Parkinson y decidió someterse a una operación cerebral. Cada salida del armario estaba marcada por el mismo miedo al estigma. 

El concierto, además de con poderosas canciones (Fix you, Creep, Chandelier, True Colors, Chosen family), contaba con testimonios de varios miembros del coro contando sus experiencias sobre exclusión en religión, adicciones, familia, VIH o Parkinson. Inicialmente programado para el verano del 2020, finalmente fue puesto en escena en Londres durante este Orgullo 2023 contando con Parkinson-UK como organización aliada. Compartir historias personales y escenario con los casi 200 miembros del coro ha sido una experiencia poderosa.

Para mí, este viaje personal ha supuesto mi salida del armario como superviviente de abusos sexuales dentro de la Iglesia. Me preguntaba porque tantos años más tarde, en sueños, se me aparecía un capítulo oscuro que ocurrió en la sacristía de mi pueblo cuando tenía 9 o 10 años. Una razón es “de manual”: la mente tiende a olvidar o a meter en congelador capítulos traumáticos para sacarlo cuando el cuerpo está preparado para hacer frente a ello. Imagino también que el tener constantemente noticias en los medios ayudaría a despertar este capítulo del pasado, pero también pensaba que para mí la comunidad es importante y esta era la primera vez que yo estaba perteneciendo y siendo apoyado por una comunidad gay. Un espacio donde podemos ser auténticos, cuidarnos y celebrar lo que somos.

Salir del armario puede ser un motivo de ayuda para otros. Durante los testimonios sobre adicciones que se proyectaron durante el concierto, Ralf cuenta que escuchar el testimonio de Nick contando cómo el trauma no resuelto le llevó a la adicción, le motivó a él a pedir ayuda. Silencio es muerte, salir del armario es abrirse a la vida.

Salir del armario es un acto de amor, es un viaje bonito de la oscuridad a la luz y una propuesta para todo el mundo; en mi propia entrevista[2] yo decía que también para la Iglesia. La propia Iglesia también tiene una necesidad permanente de ser más auténtica, de deshacerse de la presión de la derecha mediática y del barro cultural que ha acumulado durante siglos y ser mayor reflejo del amor y belleza de Jesús que acoge y cuida a todos.

Para una persona LGTBIQ, salir del armario es vivir y celebrar lo que somos y como Dios nos ha creado. No podemos intentar vivir de otra manera a como Dios nos ha soñado. Ser auténtico es ser coherente y transparente a como Dios nos soñó, reflejando su luz y su belleza.  

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[1] Revelar la propia identidad sexual o de género fuera de lo heteronormativo. El término inglés coming out se utiliza también para otras revelaciones que puedan ser motivo de discriminación o censura por parte de una parte de la sociedad.

[2] Enlace a las entrevistas: https://www.lgmc.org.uk/member-stories-proud/

[Imagen de rawpixel.com en Freepik]

Claves para entender el instrumentum aboris del sínodo de los obispos

El 21 de junio se hacía público el instrumentum laboris para la primera sesión de octubre de 2023 del sínodo de los obispos sobre la sinodalidad.

Dicho sínodo ha generado mucha expectación tanto por la forma de proceder de Francisco invitando a una participación masiva en el mismo, como por el tema trabajado: una iglesia sinodal. En los momentos en que nos encontramos somos muchos los que vemos la necesidad de resituar y reorganizar la Iglesia. Sin duda la sinodalidad es una gran oportunidad. No sabemos a qué puerto nos llevará, pero como mínimo es evidente que hemos comenzado a navegar.

El documento presentado, «Por una Iglesia sinodal: comunión, participación, misión», vuelve a ser un documento valiente, sugerente y muy aprovechable para ser trabajado y revisado en comunidad. Más allá del trabajo que se realice en Roma en el mes de octubre, puede resultar enriquecedor soñar juntos y despiertos en la Iglesia que queremos y que podemos ir construyendo. Regresando al símil del navío que va hacia un puerto, hemos de ponernos a remar si queremos llegar a algún lado y no quedarnos a merced del designio de las olas.

Para comprender dicho documento, en el que son más importantes las preguntas que las afirmaciones, presentamos a continuación algunas claves para su lectura.[1]

La primera parte, titulada «Por una Iglesia sinodal. Una experiencia integral», nos recuerda en qué consiste una Iglesia sinodal y cómo esto afecta a sus instituciones, estructuras y procedimientos. Destaca en todo momento la humildad (n. 23) con que se presenta, así como el deseo de escuchar y ser abierta, acogedora y abrazar a todos (n. 26). Para que se dé así es necesaria una dinámica de discernimiento que propicie una conversión al Espíritu (cf 32-42).

La segunda parte aborda los tres temas prioritarios para la Iglesia sinodal. El primero de ellos es la comunión que nos invita desde la experiencia vivida de la fe a desarrollar vínculos y superar trincheras y muros (cf. N. 50). El segundo es la misión. Este aspecto nace del hecho de reconocer y valorar la aportación que cada bautizado puede ofrecer (n. 54). Y el tercer tema está vinculado a la participación, responsabilidad y autoridad. Nos habla de la importancia de recordar que en la Iglesia la autoridad viene marcada por el servicio (n.57), recuerda la importancia de la formación es una eclesiología sinodal (n. 58), así como la necesidad de una formación integral, inicial y permanente para todos los miembros del Pueblo de Dios (n.59) y finalidad con la necesidad de renovar el lenguaje utilizado por la Iglesia (n. 60).

La tercera parte, consiste en una serie de fichas de trabajo muy interesantes. Se trata de recoger los tres temas de la segunda parte y generar preguntas para cada uno de ellos de manera que puedan ayudar en la reflexión y en la concreción. Este último punto es fundamental. Por eso, podemos sorprendernos ante algunas de las preguntas recogidas de todo el trabajo previo realizado desde el inicio del proceso del sínodo. Estas fichas de trabajo comienzan con una contextualización para seguir con una pregunta para el discernimiento. A continuación encontramos una batería de sugerencias para la oración y la reflexión preparatoria. Es aquí donde están las preguntas más concretas y valientes, afrontando infinidad de temas con total honestidad, sin cerrar puertas y ofreciendo espacios para generar nuevos protagonismos. Destaca sobremanera el deseo de inclusión de todo el Pueblo de Dios, donde todo es todo. Afronta con valentía el protagonismo de marginados, la integración y participación de colectivos como puede ser el LGTBQ+ (vuelven a aparecer estas siglas en un documento eclesial), se cuestiona el papel de la mujer, el clericalismo, la participación, el diálogo con otras religiones… Todo ello desde numerosas preguntas que bien merecen ser trabajadas, pensadas y rezadas por todos los cristianos.

Sin duda se trata de una invitación a extender las velas para dejar que el soplo del Espíritu nos ayude a encontrar la dirección para llegar a buen puerto, a una tierra nueva (cf Ap 21 1). Pero para ello, debemos remar todos y orientar bien el timón. Estamos en camino, estamos en proceso. Se trata de una oportunidad que no podemos dejar pasar, ya que no sabremos cuándo volveremos a tener unas olas favorables para afrontar el viaje.

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[1] Sobre el tema de las preguntas remitimos al texto publicado en Vida Nueva por Cristina Inogés: https://www.vidanuevadigital.com/2023/06/20/sinodo-de-la-sinodalidad-estas-son-las-15-grandes-preguntas-a-las-que-tendran-que-responder-las-madres-y-padres-sinodales/

[Imagen de frimufilms en Freepik]

Acompañar a personas en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) en Barcelona

Pongamos contexto para quien desconozca lo que son los CIE: están pensados ​​para la privación de libertad, de forma excepcional, a personas que deben ser expulsadas en aplicación de las disposiciones de la actual ley de extranjería. Sin embargo, no se tratan de cárceles; las personas internas, todas extranjeras, no están ahí por haber cometido ningún delito, sino por una simple falta administrativa: no tener papeles. Desde el año 2012, la Fundación Migra Studium visita y acompaña a personas internadas en el CIE de Zona Franca en Barcelona cuando ellas lo piden.

Acompañamiento, presencia, diálogo, reconocimiento, espera, encuentro, silencio, escucha. Una sala pequeña, luminosa eso sí, y en medio una mesa y sillas fijas en el suelo. El primer encuentro con un interno es siempre novedad: ¿cómo te llamas?, ¿de dónde vienes?, ¿cuántos años tienes?… y, luego, la conversación te lleva a lugares insospechados, como cualquier otro acompañamiento. En ocasiones, la necesidad de hablar que tiene la persona que estás delante es como un torrente que desborda la propia capacidad de contención, en otras ocasiones se imponen los silencios a menudo densos, llenos de sentimientos, de sueños, de esperanza.

Quizás la palabra que más he oído en las conversaciones con personas internadas en el CIE de Zona Franca es libertad: expresada como deseo, pero a la vez afirmada como pérdida, como algo prestado injustamente. Releer ese anhelo de libertad desde la fe es una tarea que me planteo al salir del CIE después de cada visita. El CIE hace aún más vulnerable a quien ya lo es, personas que nunca han tenido papeles para vivir entre nosotros o que, por razones administrativas, los han perdido. Algunas vivían en la calle antes de entrar en el CIE, otras han ingresado en el CIE nada más pisar territorio europeo después de haber atravesado el mar en una patera y quizás también el desierto, sencillamente en busca de una vida mejor. Y su deseo es ser libres, poder construir su sueño, que a menudo se concreta en poder trabajar aquí o, en otros casos, seguir su ruta hacia otros países donde, tal vez, tienen alguna persona querida que los podrá ayudar. Esta libertad robada es fruto de una injusticia, que niega de raíz la propuesta de igualdad para la que somos llamados todos y todas al Reino de Dios. Más allá de esta desigualdad institucional, fruto de una ley de extranjería ciertamente injusta que les inhabilita como ciudadanos iguales a los nacidos y nacidas aquí, esta injusticia imposibilita la fraternidad a la que nos llama Jesús: ¿cómo puedo dejar que mi hermano quede encerrado en el CIE después de haber estado conversando con él durante un rato?, ¿cómo puedo dejarlo abandonado en su cruz? Invisibilizar la realidad de los CIE, como tantas otras realidades de pobreza que queremos esconder, es una estrategia que la cultura dominante impone y que, a veces, nos imponemos nosotros mismos para que aquél a quien deberíamos reconocer como hermano deje de existir.

El mensaje de Jesús propone un estilo para acercarse a las personas internadas en el CIE, porque también ellas se cuentan entre las últimas, que son las preferidas de Dios. Personas a las que el internamiento deja indefensas, las separa de su entorno, a menudo débil, que quizás habían construido durante su precaria estancia en nuestro país y que les afecta física y mentalmente. El hecho de visitarlas tiene como consecuencia, también, la posibilidad de poder dar visibilidad a esta realidad opaca, de mostrarla a quien la quiera escuchar, de ser testigos de esta realidad injusta y poder transmitirla, por ejemplo, en el vigilia de oración que se lleva a cabo anualmente a las puertas del centro.

Ante una realidad hostil -podríamos decir institucionalmente hostil-, la semilla de esperanza que supone el hecho de visitar a las personas internadas en los CIE se convierte en un clamor más que se manifiesta en favor de los olvidados. Ciertamente, el acompañamiento de estas personas no se concreta, a menudo, en resultados tangibles a la práctica. La presencia de voluntariado que visita en el interior de las rejas del CIE no tiene consecuencias en cuanto a las posibilidades para que un interno sea puesto en libertad o devuelto. Sí que es cierto que, en algunas ocasiones, posibilitar la denuncia de algunas de las condiciones a las que están sometidas las personas internadas o de posibles excesos por parte de los cuerpos policiales ha permitido la mejora de las condiciones de internamiento. Pero las razones que nos mueven al equipo de voluntariado que hacemos las visitas al centro van más allá de estos resultados y, posiblemente, resulta difícil evaluarlo tangiblemente. El agradecimiento compartido con el que viven las personas internadas por ser visitadas se expresa continuamente durante la entrevista. Ofrecer un espacio para la palabra y el silencio, el llanto y la sonrisa. Ofrecer un espacio para poder expresar lo que viven en el CIE, la dureza de la realidad que viven, las dificultades de relación con los compañeros de habitación o de patio, algún momento de gozo compartido, el largo camino recorrido hasta llegar a Barcelona, la añoranza de las familias, de amigos y amigas dejados atrás quizás de forma trágica, los deseos y sueños de una vida mejor que casi es imposible, pero que viven con esperanza, su fe que alimenta la propia vida. Por todo ello, el tiempo de acompañamiento a menudo acaba con un sencillo diálogo que dice: ¿quieres que venga la próxima semana? ¡Por supuesto!

En las visitas, de algún modo, queremos transmitir que, a pesar de que la sociedad les está tratando de forma fuertemente hostil, hay personas, aquí y ahora, que entendemos que la hospitalidad y la acogida también es posible, tal y como hicieron aquellos discípulos camino de Emaús: escuchando, preguntando, ofreciendo compartir el camino, sencillamente caminando al lado, acompañando. Por eso, es tan necesario disponernos para percibir todo lo que sucederá y dejarnos tocar, afinando el oído no sólo para oír, sino para escuchar activamente un relato testimonial y enfocando la mirada a un rostro concreto con un nombre y una vida viva y que habla.

Los CIE son una de tantas cruces que hay en el mundo. Una cruz que conviene no negar, que quisiéramos que no existiera; ojalá podamos dejar de visitar y acompañar a las personas internadas en los CIE porque los han cerrado, porque no existen, porque el valor de la hospitalidad se ha impuesto al de la hostilidad. Sin embargo, las políticas que se promueven en todas partes van en una línea diametralmente opuesta y para hacerles frente nos hace falta aprender de aquellos que, a pesar de todo lo que habían vivido, seguían reunidos por Pentecostés. Como aquellos discípulos, es necesario seguir aprendiendo a vivir comunitariamente el voluntariado de acompañamiento y, así, ir forjando una resistencia compartida y posibilitando ir saliendo en misión para convertirse en constructores de esperanza e instrumentos para romper con la realidad que se vive hoy en los CIE.

A menudo, en los encuentros del equipo de voluntariado que visitamos el CIE, repetimos dos palabras que describen bien la realidad que se vive en ella: impotencia e injusticia. Ciertamente, ante la arbitrariedad y el desamparo con el que se encuentran las personas internadas, podríamos ser, fácilmente, tomados por la desesperanza. Pero quisiera terminar estas líneas con unas palabras de esperanza, que van más allá de un deseo. Una esperanza que surge de la toma de conciencia de la vulneración de derechos que suponen los CIE, que nos conduce a la denuncia y nos ayuda a seguir caminando hacia el horizonte de su cierre. Una esperanza, consciente y realista, que intentamos transmitir a las personas internadas en cada visita, tratando de ayudarlas a entender el porqué de su situación en el CIE y, si es posible, orientarlas hacia recursos que las puedan ayudar a recobrar su dignidad tantas veces maltratada. Y, especialmente, una esperanza profundamente evangélica que nos infunden ellas mismas siempre que las vamos a visitar y que, pese a la dureza de su situación, nos lleva a seguir luchando por sus vidas, por su libertad, para acabar con las situaciones injustas que viven. Esta esperanza la vemos de muchas formas, como por ejemplo en las palabras de agradecimiento, en el apretón de manos o el abrazo al despedirnos y que nos dice: sí, ¡ha merecido la pena que me hayas venido a visitar, gracias!

[Artículo original publicado en Evangeli i Vida/Imagen de la Fundación Migra Studium]

El tutti frutti espiritual

Expresiones como la del «tutti frutti espiritual», «religión a la carta» o «ensalada espiritual» son recurrentemente usadas para criticar una práctica cada vez más característica de las espiritualidades contemporáneas: tomar elementos de distintas tradiciones espirituales, casi siempre desde un criterio propio del individuo o del grupo. Esta práctica es igualmente defendida como atacada encarnizadamente por sus críticos y apologetas. Ambas facciones tienen buenos argumentos que vale la pena considerar con seriedad.

Entre sus críticos se escuchan juicios como la falta de compromiso que encierra la actitud de estar en todo y en nada. También se subraya que, al no profundizar en una tradición en específico, en realidad no profundizas en ninguna, quedándote en la mera superficialidad. Cabe mencionar también el neocolonialismo que implica la noción de que se pueden tomar elementos propios de culturas y religiones ajenas. Profundizaré más adelante en este aspecto.

Sus apologetas, en cambio, apelan a la liberación de las históricas opresiones de las instituciones, que limitan a las personas en su libertad y creatividad, les impiden seguir sus intuiciones. Defienden la idea de que cada persona es radicalmente diferente y que, por lo tanto, tendría que buscar su propio camino, sea ya siguiendo una tradición en específico o tomando lo que le sirve de distintas. Asumen la globalización y el hecho de que, para bien o para mal, las religiones ya no son más nichos cerrados y exclusivos, sino que están al alcance de varias personas y que no habría por qué no enriquecerse de la sabiduría de las tradiciones.

Pues bien. El tema encierra una serie de problemáticas que me sería imposible agotar en estas páginas. Lo que me gustaría hacer, es ofrecer una perspectiva que no se posicione ni como detractora ni como apologeta del tutti frutti espiritual, sino que trate de aproximarse con la intención de entenderlo y valorarlo dentro del marco de la ascética contemporánea.

Me parece que un primer asunto primordial es abordar la estrecha relación entre religión y cultura. Las culturas son horizontes de sentido, paradigmas de intelección, mythos en los cuales somos, nos movemos y existimos. Una cultura había sido siempre el presupuesto de todo supuesto, el telón de fondo de la obra, la inaprehensible e incuestionable melodía que detrás de nuestra vida nos marcaba el tono a seguir. Toda cultura está constituida por una cosmovivencia (modo en que se vive o experimenta el mundo) y un ethos (cómo hay que comportarse). En otras palabras, la cultura brinda el qué del mundo (cosmovivencia) y, como el mundo es así, entonces brinda también cómo hay que comportarse en él (ethos). Las distintas tradiciones espirituales y religiosas habían fungido como transmisoras de la experiencia fundacional de cada cultura, aquella que ordenaba y daba sentido a la experiencia de las personas que la habitaban. Religión y cultura, por lo tanto, no eran dos ámbitos separados de la sociedad, sino una y la misma cosa.

Esto cambió con el advenimiento de la modernidad, la cultura que se cree no-cultural y que en el fondo es la anticultura, la devoradora de las culturas. Lo moderno no se asume a sí mismo como una cultura entre otras, sino que funda la distinción entre civilizado y no-civilizado, considerando que lo moderno es lo transcultural, lo racional, lo que no tiene determinantes, mientras que todo lo demás es cultural, rasgos a purificarse con la luz de la razón. Así, una cultura específica, igual de relativa que cualquier otra, la moderna, al concebirse a sí misma como transcultural, opera destruyendo a las otras culturas bajo la supuesta bandera de ayudarles a avanzar. De este modo, la religión se sustantivó, se trocó en un ámbito particular de la cultura, convirtiéndose en una ideología que se puede tomar o abandonar. La meta de la evangelización o el desarrollo, en el fondo, es pedir que se abandone una cultura (que está equivocada) para abrazar otra, la moderna, aunque ésta no se venda a sí misma como algo cultural, sino como lo que trasciende lo meramente cultural. De pronto, la cultura y la religión dejaron de ser aquello en lo que éramos, nos movíamos y existíamos y de lo cual ni siquiera podíamos dar cuenta, a convertirse en una suerte de prenda que se puede quitar y poner, que se puede elegir ser o no ser de esta o de aquella religión.

Este proceso histórico, expuesto de manera tan simplificada que parece ofensa, fue instaurando en las y los modernos una terrible sensación de orfandad. A pesar de ser cultura y contar con sus propios mythos (como el del progreso, la libertad, la igualdad, etc.), al no considerarse como tal, la modernidad fue perdiendo poco a poco la capacidad de brindar un sentido de vida a las personas formateadas como modernas. La Diosa Razón fracasó por su irracionalidad, y así como a nivel energético y económico las sociedades modernas se mantienen gracias al extractivismo y el despojo para con los pueblos colonizados, hoy se ve el fenómeno de la occidentalización de tradiciones no-occidentales a través del consumo espiritual.

La problemática no puede reducirse a un asunto individual. Estamos frente a un fenómeno de índole sociocultural. Es la era en la que nos tocó nacer. En ese sentido, juzgar el tema como la falta de responsabilidad de algunas personas o la cerrazón de otras, me parece que pierde de vista el auténtico horizonte al que tendríamos que estar mirando: la condición existencial y espiritual que habitamos debido a las circunstancias históricas que nos han socializado. Pongamos atención al caso de la juventud. Si las juventudes en las sociedades modernas brincan de aquí para allá en sus búsquedas espirituales, no se debe tanto a sus irresponsabilidades, crisis de identidad o falta de compromiso, como al hecho del sin sentido moderno, o, mejor dicho, los puntos anteriores no son una causa sino una consecuencia de dimensiones más profundas.

La mera posibilidad de habitar distintas tradiciones espirituales o de retomar algunos de sus elementos, es algo hasta cierto punto inédito. Ciertamente el diálogo interreligioso y la mutua fecundación entre las tradiciones ha sucedido desde siempre, pero desde dinámicas y características muy distintas. Hay que dejar de lado la idea de que las espiritualidades son cotos cerrados, pues en realidad siempre han sido flujos porosos que se influencian unos a otros. Pero la manera en que esto sucede en las sociedades contemporáneas, atravesadas por la lógica de la escasez y el consumo, a través de la creación del individuo moderno, no tiene parangón en la historia. Estamos frente a fenómenos que todavía nos hace falta comprender, por lo que habría que ser menos prestos y rápidos a la condena, por más que sintamos que se comprometan nuestras nociones de identidad espiritual sólida.

Con todo, tampoco es verdad que exista una apertura radical a la diversidad. El hecho de tomar elementos de distintas tradiciones no se debe necesariamente a una ausencia de tradición, sino justamente a la pertenencia a una en particular. Este es el punto que me parece más importante subrayar: las nuevas manifestaciones espirituales que se fueron dando desde la década de los 60 del siglo pasado y que aparentemente se entienden a sí mismas como abiertas y transculturales, son en realidad profundamente monoculturales y cerradas en sus criterios. Ya mencionaba en un artículo pasado, junto con Reneé de la Torre y Alejandro Frigerio, que los movimientos espirituales contemporáneos sí operan desde sus propias lógicas, ya que en realidad no es tan cierto que solo toman cosas de distintas tradiciones, sino que los toman a partir de criterios muy específicos como son el imperio del gusto, del cual hablé en mi artículo anterior. En ese sentido, es falso que las espiritualidades contemporáneas no partan de una cultura en particular. Al igual que sus antecesoras, estas nuevas religiones son fruto de una cultura específica, la moderna, o postmoderna, o tardomoderna, o automoderna… como se prefiera. Son, por lo tanto, tan culturalmente determinadas como cualquier otra religión.

En varias ocasiones me ha tocado acompañar a personas que se consideran ajenas a alguna religión o tradición espiritual particular, y que no entienden por qué, cuando se acercan a una tradición, se les invita a comprometerse en el camino. Lo que no tienen consciente es que ellas mismas ya pertenecen, les guste o no, a una tradición muy específica, la moderna, la cual les sociabiliza y les instaura en la posibilidad de elegir la tradición que se quiera o distintos elementos de varias. Esto es un rasgo cultural, no acultural, puesto que solo nuestra cultura opera bajo dicha lógica y solo en nuestra cultura se ha dado este problema.

Mi sensación es que la pregunta que importa no es por los individuos, sino por la cultura que hace que estos tengan que brincar de aquí para allá buscando migajas de sentido para su vida, ya que su sociedad ha fracasado en ofrecerles procesos fundantes más allá del círculo de consumo, trabajo, éxito y huida de la miseria. Las propias instituciones religiosas no han sido más exitosas en dicha tarea, olvidando la mistagogía y centrándose más bien en la moral, en dogmas o en identidades que, guste o no, ya no tienen lugar para la mentalidad contemporánea. Siguiendo este orden de ideas, tal vez sería más pertinente buscar no los argumentos para condenar o defender el tutti frutti espiritual, sino los modos concretos de acompañar estas dinámicas espirituales asumiendo su existencia como algo propio de nuestra condición actual.

Estando las cosas como están, me parece iluso imaginar que fenómenos como el tutti frutti espiritual desaparecerán. Al contrario, se harán cada vez más comunes. En ese sentido, ¿cómo podemos acompañar estos procesos? Sin pretender ofrecer una respuesta definitiva, me parece que un buen lugar para iniciar esta conversación es el discernimiento que ayude a encontrar el desde donde se dinamiza la búsqueda espiritual en cuestión. Si esta proviene de un proceso de autoconocimiento auténtico y de llamado interno de cultivar la espiritualidad, estoy convencido que un buen acompañamiento puede aportar para que esta persona viva una vida espiritual seria, independientemente si es dentro de una religión o no. Si en cambio, el dinamismo que impulsa la búsqueda es el imperio del gusto o algún otro desorden, indistintamente de si se está o no dentro de una religión, la persona correrá el riesgo de perderse en el camino.

Otro aspecto importante radica en asumir la propia tradición. Como ya mencioné, la gran trampa de la cultura moderna es creerse una no-cultura, ocultando aún más sus mythos y presupuestos. Los sujetos contemporáneos se sienten en orfandad, muchas veces guardando recelos contra instituciones religiosas que les lastimaron, o que ni llegaron a conocer pero que critican igualmente porque criticarlas es la moda. Lo que he visto es que, si no se trabaja la relación con la propia cultura, las heridas se acumularán y se convertirán en un lastre. Como muchos maestros y maestras espirituales recomiendan, un buen primer paso en la búsqueda espiritual es reconciliarse con la propia tradición, independientemente de si se decide abrazar por completo esa tradición o se opta por otra. Jamás dejaremos de ser parte de la cultura que nos constituyó, por lo que negarla es una ilusión. Por este motivo, un paso fundamental en la ascética contemporánea tendría que consistir en conocer y hacer las paces con la propia tradición, repito, con independencia de si se asume por completo o no en términos de camino espiritual a seguir.

Lo que quiero subrayar es que, dentro del marco de una ascética contemporánea, hoy toca preguntarse por las prácticas, el discernimiento y la mistagogía propia que pueda aportar al acompañamiento de las nuevas realidades espirituales. Estas conllevan sus riesgos, al igual que las tradicionales. De hecho, puede ser que coincidan en el fondo, ya que, por ejemplo, el imperio del gusto opera tanto en las iglesias como fuera de ellas. No podemos negar la existencia de estas formas de búsqueda espiritual. Condenarlas o defenderlas sin más sería no tomarlas suficientemente en serio. Habría que intentar comprender su lógica, su genealogía, su contexto, y entonces sí, discutirlas en sus consecuencias, peligros y posibilidades.

[Imagen de Freepik]

Berlusconi, una homilía incomprensible

Pensando en la propuesta de vida cristiana, que es la evangélica, lo que, ante todo y sobre todo, como ciudadano y creyente, objeto al modelo que nos legó Silvio Berlusconi no es tanto su “modus vivendi” (su modo de vivir) como su “modus cogitandi”, es decir, su modo de concebir la vida. En otras palabras, lo que puso como fundamento de su vida pública, determinando todo lo demás. Y que ha tenido una gran influencia en toda la sociedad, y en muchas generaciones, en los últimos treinta años.

La gravedad de lo que transmitió radica en esto, en mi humilde opinión: el modelo de vida que promovió, difundió y reclamó es antievangélico y, empleando precisamente el lenguaje del Evangelio, diabólico. Y no creo exagerar, basta pensar en dos pasajes del Evangelio de Lucas: las tentaciones de Jesús (Lc 4,1-12) y el menos conocido y utilizado en la predicación, el de las cuatro maldiciones o malaventuranzas (Lc 6,24-26).

Las respuestas de Jesús al diablo definen su pensamiento sobre la vida como antitético al del diablo.

No solo de pan vive el hombre afirma la primacía de lo espiritual sobre lo material, algo que en la vida de Jesús y del cristiano significa, en particular, cuidar y respetar las relaciones consigo mismo y con los demás: lo espiritual es la dimensión que nos une a Dios y a los demás con los que experimentamos igual dignidad. Encubrir la vulgaridad con ingenio no elimina la blasfemia de la falta de respeto por las mujeres.

Al Señor, tu Dios, adorarás: sólo a Él adorarás es la respuesta a la tentación de derrocar la jerarquía de valores. La riqueza -especialmente cuando está envuelta en opciones opacas y reiteradas, por su cercanía con las zonas grises, de las que las crónicas han informado ampliamente, más allá de las hipótesis judiciales que no son relevantes aquí- no debe ser la prueba de una vida exitosa. El éxito en las empresas humanas y económicas no es el criterio para proponerse como una figura ejemplar. El ejemplo del cristiano es sólo el amor de Dios y de un Dios crucificado, por lo tanto, fracasado a los ojos del ser humano. Presentarse como ejemplo es lo contrario, es egolatría sin contemplaciones, adoración a uno mismo y no a Dios.

Finalmente, no tentarás al Señor tu Dios recoge la obligación de no explotar a Dios para fines propios. Los valores cristianos no deben defenderse con promesas que nunca se cumplen, sino transmitirse con un testimonio coherente de vida. Para un cristiano, no es posible separar la moral privada de la pública, no es posible la coexistencia de vicios privados y virtudes públicas.

Las cuatro “maldiciones” o malaventuranzas de Lc 6:24-26 exigen que el cristiano cuide su propia forma de vida, además de su pensamiento. La riqueza, el exceso, la felicidad superficial y la adulación son “maldiciones” que ponen a los cristianos en el riesgo de vivir la vida centrada en sí mismos y no en el esfuerzo perenne de dedicarse a los demás, como propone Jesús en los versículos que siguen a continuación. El deseo de vivir y de vivir plenamente significa para un cristiano estar totalmente al servicio de los hermanos, hasta el punto de renunciar a uno mismo. (Ésta es la razón por la que me ha parecido incomprensible, entre otros puntos -me gustaría indicarlo- la homilía de monseñor Delpini). Y he aquí la razón por la que comparto plenamente las reservas dirigidas a Conchita Sannino, en este periódico (La Reppublica, 17 junio 2023), por el padre Alex Zanotelli. Creo que, en lo referente a este asunto, queda claro el paganismo persuasivo y diabólico de Berlusconi. Dejemos, por supuesto, el juicio a Dios. Pero no dudemos en anunciarnos el Evangelio a nosotros mismos y a los demás: es nuestro deber desear paz y clemencia para cada uno de nosotros que muere, pero es igualmente justo tratar de superar el berlusconismo que puede haber en nosotros.

[Artículo original publicado en La Reppublica/Imagen extraída de Wikimedia Commons]

Un modo de vida que poco contribuye a la calidad de vida de las personas

El concepto «modo de vida» hace referencia a la forma de organizar la producción y el consumo. Asentándose sobre una determinada base energética y material, así como sobre unos determinados principios de organización y reparto de los trabajos, determina aspectos tan fundamentales como el modelo de alimentación, movilidad o residencia.

El modo de vida de nuestra sociedad es el característico de la civilización industrial capitalista, que ha redefinido profundamente las relaciones sociales y el régimen de intercambios que establecemos con los ecosistemas. Al conformar la vida social, definiendo las relaciones sociales y los intercambios con la naturaleza, todas las personas participan de él con independencia de su distinta condición. Las diferencias estallan, sin embargo, en una multiplicidad de estilos de vida marcados por las desigualdades de renta, de género, de etnia y por las preferencias culturales e identitarias de personas y grupos sociales, pero esos estilos descansan en una misma estructura de modo de vida. A esa estructura, y no a las diferencias sociales que surgen en su seno, es a lo que hemos dedicado especial atención en el I Informe Ecosocial sobre la Calidad de Vida en España – FUHEM que acabamos de publicar con el propósito de mostrar su carácter insostenible y el alto precio que obliga a pagar en términos de calidad de vida.

Un modo de vida insostenible

Este modo de vida que se desprende de la civilización industrial se expande por todo el planeta a lo largo del siglo XX, particularmente en el trascurso de su segunda mitad, cuando se intensifican y extienden las relaciones capitalistas de la mano de la globalización, acelerando los ritmos de extracción de recursos y de emisión de residuos, dotando a las sociedades humanas de una elevada complejidad y destructividad. Estas circunstancias nos han conducido, ya en el siglo XXI, a un escenario inédito de extralimitación ecológica y desigualdades sociales. Un escenario en el que converge la escasez de recursos estratégicos con la pérdida irreversible de biodiversidad y la desestabilización abrupta del clima, proyectando sobre la humanidad una amenaza existencial. La sociedad española contribuye a esa insostenibilidad global desde su posición más o menos central en el capitalismo mundial.

En el informe hemos centrado la atención en el consumo mercantil, por ser el eje sobre el que gira nuestra vida en unas sociedades que no en vano denominamos de consumo, atendiendo especialmente a tres ámbitos: la alimentación, la movilidad y la vivienda. Solo estos tres componentes absorben la mayor parte del gasto de los hogares (representan la mitad del presupuesto de una familia media española, elevándose hasta el 67% en el caso del 20% de las familias con menos ingresos) y son responsables del mayor número de los impactos sociales y ecológicos que ese modo de vida ocasiona (el 85% de los impactos ecológicos, según el indicador de la «huella de consumo»).

Es así porque exige una enorme cantidad de tiempo a nuestra sociedad (normalmente en forma de trabajo asalariado: 660 millones de horas semanales de empleo asalariado dedicado a sostener este modo de vida) y unas cantidades ingentes de energía y materiales (cerca de mil millones de toneladas, una parte considerable de ellas importadas del exterior, trasladando el impacto ambiental al resto del mundo).

Unas tendencias preocupantes

Asociado a este modo de vida se desprenden múltiples tendencias que hemos agrupado en torno a tres grandes bloques: los desequilibrios territoriales, la insostenibilidad ecológica y las amenazas a la cohesión social por la persistencia de la pobreza, la precariedad y la desigualdad.

La realidad de España está marcada por una fuerte polarización territorial que da lugar a un fuerte desequilibrio poblacional, económico y laboral. El 90% de la población de nuestro país se concentra en el 30% del territorio (fundamentalmente en las grandes ciudades y la franja costera mediterránea); en el otro extremo, de los 8.131 municipios existentes en España, 5.002 municipios tienen una población menor a los mil habitantes, y casi la mitad (el 48,4%) tiene actualmente una densidad de población inferior a los 12,5 hab/km², que es el umbral fijado por la UE para identificar territorios en riesgo de despoblación. Esta circunstancia da lugar a una geografía socioeconómica a dos velocidades con importantes repercusiones en oportunidades laborales y en la prestación de servicios básicos de calidad. Esta dinámica no solo tiene consecuencias sociales y económicas, también graves implicaciones ecológicas. Se observa un dualismo que consolida dos tipos de regiones: unas especializadas en la extracción de recursos y el vertido de residuos, y otras que han centrado su labor en la acumulación y el consumo. Esto provoca, a su vez, una concentración de conflictos ecosociales en las zonas vaciadas a medida que se llenan con megaproyectos extractivistas, energéticos y de monocultivo agrario y forestal con fuerte impacto ambiental (minería asociada a la transición energética, huertos solares y parques eólicos, agricultura intensiva y ganadería industrial ligada a las macrogranjas, etc.).

Otra tendencia tiene que ver con la afectación de los ecosistemas. Veamos algunos síntomas de esta insostenibilidad ambiental: en primer lugar, y como consecuencia de los cambios en los usos del suelo, asistimos a una intensa artificialización del territorio, a costa principalmente de espacios agrarios periurbanos y en abierta competencia con otras especies, cuya situación es cada vez más precaria (dentro del Catálogo Español de Especies Amenazadas: había 600 especies en el año 2000 frente a más de 960 en el año 2020); en segundo lugar, y debido a la hipermovilidad motorizada y a la actividad industrial, existen demasiados entornos urbanos con un grave problema en la calidad del aire, con relevantes consecuencias sobre la salud; en tercer lugar, la presión del modo de vida está alterando la cantidad y calidad de agua disponible (el regadío no ha dejado de aumentar en las dos últimas décadas en un contexto de mayor frecuencia e intensidad de sequías asociadas al cambio climático y, por otro lado, debido a la industrialización e intensificación de la ganadería, la carga de nitratos del agua ha aumentado en un 51% en los últimos años); por último, tampoco el suelo está exento de sobreexplotación y contaminación (el 37% de la superficie del país se encuentra en riesgo de desertificación y existen miles de puntos con suelos contaminados).

Las amenazas a la cohesión social se desprenden de la combinación de la pobreza con la precariedad y la desigualdad (trece millones de personas viven en riesgo de pobreza o exclusión social y seguimos teniendo a una buena parte de la población precarizada, de manera que siendo trabajadora sigue siendo pobre). Reflejan divergencias profundas en la suerte y condiciones de vida de la gente y alimentan un grave malestar y una intensa desconfianza hacia las elites y las instituciones, acentuando el descontento social y la crispación política.

La evaluación del modo de vida en España

En este informe hemos evaluado el modo de vida en España teniendo en cuenta las implicaciones de sus principales componentes y dinámicas. La siguiente infografía ilustra el recorrido que hemos seguido en esa valoración.

El modo de vida analizado a través de sus rasgos y tendencias provoca un deterioro social y ecológico que, además de erosionar las bases sociales y naturales sobre las que descansa, ocasiona graves consecuencias sobre la salud física, emocional y mental de las personas. Vivimos arrastrados por dinámicas sociales que no nos hacen más libres y saludables. El modo de vida imperante nos proporciona unas vivencias de las que no están en absoluto ausentes el aislamiento y la soledad, el cansancio crónico, el estrés, la ansiedad o la depresión, fuertemente vinculados al individualismo competitivo, a la privatización de la vida o a la permanente comparación social.

Es indudable que, aunque el capitalismo haya logrado un éxito incomparable en términos de opulencia material, incapacita en la misma medida para hacer un uso civilizado de ella. De ahí que debamos cuestionar el modo de vida que hemos construido y preguntarnos: ¿qué cabe entender por una vida buena en el contexto de crisis ecosocial en el que estamos?

[Imagen de jcomp en Freepik]