Cristianisme i Justícia / Justícia i Pau. El próximo lunes 3 de noviembre tendrá lugar la segunda sesión del ciclo de conferencias Lunes de los Derechos Humanos (Dilluns dels Drets Humans) en la que se abordará el siguiente tema: «Redes sociales, libertad de expresión y derecho al olvido. Límites y riesgos ». En esta ocasión contaremos con la presencia de Marc Carrillo, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra, Josep Jover, abogado especializado en propiedad intelectual, derechos de autor y TIC e Ismael Peña-López, profesor de los Estudios de Derecho y de Ciencia Política de la UOC e investigador en el Internet Interdisciplinary Institute.
Los últimos diez años hemos vivido una gran eclosión de las redes sociales. Han supuesto una gran democratización de la información y han contribuido a la participación social y política. Pero, al mismo tiempo, también proliferan diversas formas de mal uso. Con motivo de esta charla, hemos podido entrevistar a Ismael Peña-López y esto es lo que nos ha contado…
– Ciertamente, las redes han contribuido a generar un mayor interés y participación social en algunos asuntos específicos y han promovido manifestaciones que han ultrapasado el mundo virtual. ¿Han servido las redes para repolitizar una sociedad que permanecía dormida?
Empezamos a tener datos que nos hacen ser optimistas sobre el impacto positivo de las redes sociales en el interés por la política así como en la participación.
Por un lado, hemos podido ver como una mayor exposición a información de tipo político en la red nos hace votantes más críticos, lo que se traduce en un sentido de voto diferente o bien no votando a ningún partido -pero no por pereza, sino un voto en blanco o una abstención conscientes-. Esto es especialmente relevante en la izquierda, y lo es menos en el votante de derechas.
Por otra parte, hemos visto también que Internet nos hace más proclives a acabar «consumiendo» información política. En la calle podemos acabar esquivando las conversaciones políticas, ya sea hablando de otro tema, cambiando de canal o abriendo el periódico por la página de los deportes. En Internet, hay datos que indican que la información -o, mejor dicho, la conversación- política es tan intensa que acaba aterrizando en nuestros espacios personales, ya sea en el correo o en las redes sociales. Y, aún más importante, acabamos participando, aunque sea con un simple «me gusta» o reenviando a los amigos. Es un gran paso adelante, por pequeño o frívolo que pueda parecer a simple vista.
Esto no quiere decir que todo sean rosas y que esté todo hecho. Pero, como decía al principio, tenemos razones para ser un poco más optimistas respecto al presente y, sobre todo, respecto al futuro.
– Gracias a las redes es posible romper el cerco informativo que algunos medios presentan. ¿Se diría que con Internet ya no necesitamos intermediarios para comunicarnos? ¿Es realmente un medio de comunicación horizontal o podemos hablar de opiniones dirigidas?
La gran ventaja de Internet no es que esté libre de pecado: todo el mundo -y esto incluye gobiernos, partidos y medios de comunicación- tiene acceso al mismo y, por tanto, es un entorno tan politizado y sesgado como cualquier otro.
La gran ventaja de Internet es que se han democratizado los medios de producción del mensaje político. Todo el mundo tiene un periódico, una emisora de radio o un plató de televisión en el bolsillo, con un móvil de pocos euros y una conexión aún más barata (o lo tiene en una biblioteca, para ir al límite).
Esto quiere decir que lo que ahora presenciamos es una lucha de los intermediadores por subsistir y de los intermediados por emanciparse.
Personalmente creo que los intermediadores son todavía necesarios, pero deberán abandonar muchas tareas que, tarde o temprano, se convertirán en irrelevantes… o directamente insoportables, como la connivencia con los poderes que va en contra de su supuesta misión de servicio público y compromiso de informar al ciudadano.
¿Qué permanecerá? Creo que, al menos, dos grandes cuestiones. La primera, dar validez a la ingente información que hay en circulación: qué es cierto y qué no, apuntar a las fuentes, legitimarlas. La segunda -y probablemente más importante- es abrir el objetivo y dar contexto. Todos somos capaces de ver qué pasa en un lugar (por ejemplo, en Gamonal, en can Vies) pero pocos somos capaces de entender qué está pasando y, sobre todo, porqué. Es aquí donde los medios seguramente tienen un papel difícil de reemplazar. En el fondo, la esencia del periodismo: ayudar a comprender.
– Vivimos en una época de información encapsulada, de discursos condensados en 140 caracteres, en vídeos de 3 minutos… ¿Crees que estamos perdiendo el contexto y la verdadera comprensión sobre los temas que nos afectan en favor de la espectacularización y la banalidad?
Sí y no.
Por un lado, sí creo que cada vez nos damos menos tiempo para el contexto, que es justo lo que decía hace un momento. Aportar contexto es caro -en recursos y, especialmente, en tiempo- y a menudo lo dejamos de lado. O peor aún, creemos que no existe o que no lo necesitamos.
Por otro lado, sin embargo, no creo que haya más o menos espectacularización o banalidad que antes. Lo que sucede es que el alcance de la frivolidad ha escalado varios órdenes de magnitud. La última tontería que nos pasa por la cabeza ahora llega a todo el mundo en cuestión de segundos, mientras que antes sólo la sufrían nuestros compañeros de cartas en el bar. Pero la tontería es la misma. Y, probablemente, incluso somos más listos que antes. El gran volumen de tonterías al que ahora accedemos no debería tapar la inmensa cantidad de genio y talento que, gracias a Internet, ha podido salir del armario.
– Más que de información, ¿podríamos estar hablando de subinformación y desinformación?
Personalmente me gusta mucho utilizar un término que le oí por primera vez a Alfons Cornella hace muchos años: «infoxicación». Y me gusta más que «sobrecarga de información» (del Alvin Toffler) u otros similares, porque la intoxicación por información puede matar, mientras que la sobrecarga o la desinformación sólo nos debilita.
Así, igual como ocurre con las setas (que las hay comestibles y las hay tóxicas), lo que tenemos que aprender es a conocerlas. Esto es diferente de la sobrecarga, que pide que haya menos información, o la subinformación, que parece pedir que debería haber más. Lo que hace falta no es tratar de detener el volumen de información (imposible) ni intentar luchar contra la mala información (dificilísimo) sino dotarnos, personal e institucionalmente, de herramientas que nos permitan gestionar este nuevo caudal, que será un entorno en el que tendremos que vivir el resto de nuestras vidas. Dejaremos atrás -para siempre- aquello de «la información es poder» y pasaremos a «el conocimiento es poder». Y la gestión del conocimiento pasará, necesariamente, por una administración competente de la información. Y esto es una tarea que tenemos que hacer de puertas adentro, endógena, y dejar de preocuparnos por si hay demasiada o demasiado poca información, un factor exógeno sobre el que ya hemos perdido la batalla.
– Otro gran problema es el de la privacidad y la pérdida de anonimato… Los usuarios y usuarias exponemos una gran cantidad de información personal en las redes. ¿Qué repercusiones crees que tiene, a nivel antropológico, la exposición pública constante de nuestra vida y relaciones en las redes sociales? ¿De qué manera transforma nuestra cultura?
El problema del anonimato, la exposición a lo público, la privacidad, etc. es que, por primera vez en la historia, tenemos dos esferas que se solapan: la privada y la pública. Antes de Internet, si se cantaba en la ducha, aquello era esfera privada. Y si uno se pegaba con alguien en la plaza del pueblo, aquello era esfera pública. Y sabíamos gestionar perfectamente (con la excepción de casos patológicos) las diferencias entre ambas esferas, los registros a utilizar, las consecuencias de los actos.
Ahora, creemos que hablamos con nuestros amigos por Twitter y todo el mundo acaba sabiendo que somos unos desaprensivos insensibles al sufrimiento de los demás, o lo que pensamos sobre el color de su piel, o que nos gusta hacernos fotos provocadoras.
De nuevo, a largo plazo, la única solución sostenible es mejor educación, mejores competencias informacionales (qué puedo colgar, dónde, cómo, qué pasará después, etc.). Este es un aprendizaje que pedirá tiempo, esfuerzos y, seguro, más de un disgusto.
La principal transformación, sin embargo, y en mi opinión, no es tanto si la exposición pública nos hará diferentes o no (que también) sino que con este nuevo entorno que hibrida espacio público con espacio privado, tendremos que rediseñar nuestra escala de valores y comó entendemos nuestros derechos fundamentales. Es decir, ¿qué pasa delante, la libertad de expresión o la intimidad?, ¿la intimidad o el derecho a estar informado?, ¿la libertad de expresión o los derechos de propiedad intelectual?, ¿la libertad de decidir o el libro de estilo de mi institución?, ¿mi voz particular o la disciplina de partido?
Son tantos y tantos los frentes abiertos que tenemos trabajo para años.
Y algunos serán muy difíciles de resolver -si es que tienen una única solución-.
– ¿Qué podemos hacer como ciudadanos para exigir que los proveedores de servicios ofrezcan un mayor nivel de protección de los datos personales que tratan y un cumplimiento eficaz de los principios y derechos de la protección de los datos de acuerdo con una adecuada política de privacidad?
La mejor solución es huir de servicios ajenos y proveerse uno mismo de las propias soluciones tecnológicas. No rehúyo el tema con esta respuesta: mientras estemos de alquiler, tendremos que aceptar el contrato de prestación de servicios que nos propongan. El gran problema hoy en día sobre la gestión de datos no es lo que hacen los proveedores de servicios sin nuestro consentimiento, sino el consentimiento que les damos para hacer lo que quieran con nuestros datos.
Por otra parte, pensar que los gobiernos dejarán de intentar acceder a los datos hospedados por estos proveedores de servicios no es sólo ilusorio, sino contraproducente: si tenemos servicios de inteligencia, su obligación es hacer esto -otra cosa es el debate de si necesitamos o no servicios de inteligencia o si deben ir por libre a espaldas de los jueces y a sueldo de los gobiernos-.
Por lo tanto, mientras damos carta blanca a los proveedores sobre nuestros datos porque a nosotros nos conviene decir que sí a las condiciones de los servicios, y mientras hayamos renunciado a fiscalizar a nuestros gobiernos y a vigilarlos de cerca, hablar de exigir a los proveedores es hacer un brindis al sol, en el mejor de los casos, o ser un perfecto cínico, en el peor.
Hecha esta apreciación, probablemente la mejor vía es reapropiarse de los datos. Hospedarlos en «casa» y dar acceso con cuentagotas a las aplicaciones que así nos lo requieran. Hay líneas de desarrollo que van por este camino. Puede que esto nos parezca, hoy en día, «friki» o excesivo, que no todos sabemos informática, o derecho, o ambas cosas. Pero lo cierto es que un buena parte de la población tiene carné de conducir y vehículo propio porque considera conveniente no depender de un taxi o un autobús. Y seguramente, a muy corto plazo, será mucho más importante saber conducir los propios datos que un motor de explosión con ruedas.
Imagen extraída de: Clasesdeperiodismo.com
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