Darío Mollá Llácer. Según el diccionario, disidencia es la acción de disentir y disentir es no ajustarse al sentir o parecer de alguien, o sea, no estar necesariamente de acuerdo con todo lo que piensan, dicen o hacen personas e instituciones con las que, en general, nos sentimos vinculados o cercanos. Disentir no es ir a la contra, ni desobedecer, ni hacer labor de zapa… sino más bien un juicio crítico o un sentimiento de desencanto o una resistencia de carácter interior a la omnijustificación o al triunfalismo.
Confieso que actualmente y con una cierta frecuencia me siento en disidencia con respecto a personas e instituciones a las que quiero y con las que estoy comprometido. Igual es sólo problema de vejez… como los achaques físicos. Y confieso que en la misma medida me sorprende mucho y me desconcierta que personas anteriormente muy críticas piensen, de repente, que todo está bien, que todo es acertado, que cada palabra es valiosa… En la sociedad civil y en la Iglesia.
Las instituciones, todas, soportan mal la disidencia. La historia nos enseña que ese soportar mal la disidencia les ha llevado incluso a la crueldad con los disidentes. Quizá con la evolución de la humanidad, con la ilustración y la democracia, se han moderado las formas, pero la disidencia sigue molestando y, en el fondo, personas e instituciones siguen aspirando siempre a ganar por goleada o a resolver sus congresos “a la búlgara”.
No es fácil, nada fácil, sentirse en disidencia. Porque la disidencia es como una molesta piedra en el zapato de tu aprecio y cariño por personas e instituciones. No quisieras sentirla, pero ahí está. Y te obliga, además, a un doble discernimiento. Un primer discernimiento de depuración de esa disidencia, de examen de la misma: de ver hasta qué punto está contaminada de intereses particulares, soberbia, envidia o cualquier sentimiento o motivación no limpios u honestos. Un segundo discernimiento para ver qué haces con tu disidencia: si sólo te la tragas y la procesas interiormente o si, además, la manifiestas y ante quién y de qué manera. Ni el primero ni el segundo son discernimientos fáciles.
Sin embargo, y con todo, me parece que acoger esa disidencia (con su necesario discernimiento) sigue siendo un ejercicio de libertad interior, a la que no quisiera renunciar, a pesar de los costes que pueda tener, que los tiene. También creo que personas e instituciones que no teman acoger, y discernir también ellos, las disidencias que suscitan sus palabras, sus hechos, sus decisiones, serán mejores y más capaces de servicio, de no vivir centradas en sí mismas y en su propia gloria.
Imagen de csbonawitz en Pixabay