Quien más quien menos, todo el mundo afronta sus vacaciones con aspiraciones de relajar el cuerpo y  ensanchar el espíritu, con la esperanza de tocar con los dedos el paraíso inalcanzable que la rutina fatigosa del trabajo cotidiano se empeñara en negarnos.

Tranquilidad, reposo, desconexión desfilan como mantras ante nuestra mente en las jornadas previas al ansiado inicio vacacional. Ya en un nivel más sofisticado, soñamos con ampliar conocimientos en viajes instructivos, descubrir mundos ignorados, aligerar el espíritu para volver más ligeros de equipaje, olvidarnos de todo lo que nos atosiga en el quehacer diario… mucha ilusión y buenos propósitos.

No pretendo aguarle la fiesta a nadie afeándole la distancia entre los propósitos y los resultados, ni mucho menos criticar la forma o el enfoque que queramos darle a nuestro merecido descanso. Cada cual se las apaña como quiere y puede. Para eso son las vacaciones al fin y al cabo… para soñar un poco.

Pero ahora que ya estamos de regreso, no quiero eludir un breve comentario sobre algunos excesos o autoengaños en los que con facilidad caemos y que lejos de relajarnos y tranquilizarnos hacen de nuestros días de descanso una rutina de otra naturaleza, pero en el fondo no muy diferente de aquella de la que queremos huir. Me referiré a tres aspiraciones de fondo propias del periodo vacacional: el reposo, el deseo de aligerar la carga acumulativa de todo lo que aprisiona nuestras vidas y la búsqueda de la desconexión y el olvido.

Que todos decimos perseguir el reposo es algo evidente. Que todos lo consigamos ya no lo es tanto. Dormir, leer, viajar, discutir, hacer amistades, ver hermosos paisajes… todo ello redunda en una mejora de nuestra tranquilidad de espíritu. Pero no nos solemos contentar con ello y en una huida hacia adelante damos con frecuencia el salto a las vacaciones hiperactivas, en las que las jornadas están tan repletas de ocupación como las del resto del año: tenis por la mañana, playa o montaña por la tarde, cena o espectáculo por la noche…en definitiva una agenda en toda regla. Ya lo decía Pascal: “Creemos  buscar sinceramente el descanso y no encontramos sino la agitación”. ¿Qué hacer entonces? El filósofo Comte-Sponville ofrece una receta sencilla y nada original: aburrirse un poco, meditar otro tanto, tomarse el tiempo de respirar, de no hacer nada… mirar la vida de frente, interrogarse sobre el camino recorrido, sobe el que resta por venir. Sin juicios ni propósitos…solo mirar. Claro que las recetas más sencillas son las más difíciles de seguir. Ya lo decía también Pascal: “Toda la desgracia e infelicidad de los hombres viene de una sola cosa, la de no saber permanecer en reposo en una habitación.” Llevamos  fácilmente la hiperactividad , pero no soportamos el horror al vacío.

El deseo de aligerar la carga que nos pesa es otro desiderátum de nuestras existencias más o menos agobiadas. Y un ejemplo muy vacacional de esa carga se libra en el terreno de lo que se ha dado en llamar “nuestras pertenencias”. Cualquiera que haya pisado en vacaciones  un aeropuerto, una estación de tren… No ha tenido más remedio que familiarizarse con una letanía agotadora en modo “aviso de megafonía”: “No dejen desatendidas sus pertenencias… No olviden sus pertenencias».

Todos tenemos pertenencias, pero en los viajes éstas parecen disparar nuestra adicción. No es extraño encontrarnos con gente que en los viajes  llevan una maleta llena… y otra vacía, para llenarla con las eventuales compras. Esa compulsión acumulativa en torno a necesidades más creadas que reales  suele producir el efecto contrario al que buscamos: en lugar de alegrar y aligerar la vida, la encadenan.

Creo que puede haber un componente perverso en atiborrarse de cosas y en general en todo lo relacionado con el sentido de posesión: su capacidad para acallar  interrogantes más esenciales. En realidad, no es un problema de las pertenencias en cuanto tal, sino de nuestra relación con ellas, de nuestro enfoque. Las pertenencias son neutras. Por sí mismas ni alivian, ni dañan. Es nuestra falta de lucidez la que las distorsiona y la que nos lleva a  aferrarnos a ellas como el molusco a la concha.

Y por último, la desconexión y el olvido, magnífico ejercicio terapéutico, del que a veces se suele alardear en vacaciones: “Logré olvidarme de todo… se me quedó la mente en blanco”. En el fondo no es como lo decimos. Ni nos olvidamos “de todo”, ni hemos aparcado la mente hasta la vuelta. Simplemente hemos cambiado de registro.

Lo digo porque el control de la mente, la desconexión, el olvido, son tareas difíciles y complejas, que requieren de un esfuerzo terapéutico sostenido. El paréntesis vacacional puede ayudar a descomprimirnos, pero no altera esencialmente nuestros hábitos más arraigados.

Es posible, amigo lector, que algo de la ilusión con que iniciamos las vacaciones se haya visto empañada de una cierta sensación de déjà vu a nuestro regreso. Pero no importa. Esa parcela de insatisfacción nos servirá de acicate para mejorar en la planificación de las próximas… ¡Feliz regreso!

[Imagen de David Mark en Pixabay]

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Doctor en Filosofía y Letras y Licenciado en Derecho. Ha sido profesor de Antropología Cultural en la universidad y, en su actividad política, parlamentario en el Congreso de los Diputados durante cinco legislaturas. Sus áreas de dedicación han sido especialmente la Unión Europea, los países mediterráneos, el Magreb y el Próximo Oriente. Ha participado como observador electoral en Rusia, países del Este y Territorios Palestinos. En la Junta de Andalucía fue Director General de Políticas Migratorias y Secretario General de Acción Exterior. Finalmente, Director del Instituto Cervantes en Praga.
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