Durante siglos -e, incluso hoy en día-, todo lo relacionado con el trabajo reproductivo (asalariado o no asalariado) y con el cuidado se ha vinculado con el ámbito doméstico y privado y se ha asociado de forma perversa a la «identidad femenina» (como si ésta se pudiera definir como un todo monolítico sin matices ni diferencias) y los roles de género asignados a las mujeres, conllevando que este tipo de trabajo se convirtiera, como explica Silvia Federici, en un «factor crucial en la definición de la explotación de las mujeres en el capitalismo».

El cuidado, el trabajo doméstico, la crianza y todo lo que el capitalismo y, posteriormente, el neoliberalismo, etiquetaron como «no productivo» se ha despreciado e invisibilizado creando un falso espejismo de mundos binarios separados, bien apuntalados por la cultura patriarcal y el modelo económico hegemónico: por un lado, el mundo de la esfera pública, de la autonomía, la independencia, el individualismo, el yo…, el mundo de lo trascendente, de lo «importante»; por otro, el mundo privado, la domesticidad, la dependencia, las emociones, las relaciones humanas…, el nosotros.

De un lado, tal como describía la arqueóloga Almudena Hernando en su artículo «Género y sexo. Mujeres, identidad y modernidad», la «individualidad dependiente» que han desarrollado los hombres a lo largo de la historia, que «establece siempre una relación de poder, se basa en la complementariedad de funciones e implica una disociación interna y una negación: se niega aquello que se necesita (el vínculo emocional con el mundo), por lo que no se reconoce en términos de igualdad a quien en ello se especializa y se es incapaz de desarrollar las capacidades psíquicas que permitan generarlo autónomamente«. Una identidad más narcisista, tal vez, pero que permite aventurarse, cambiar, decidir, descubrir… En la otra orilla, la «identidad relacional» que se asocia a las actividades domésticas, a los hijos, a la «relación emocional, íntima y relajante con el espacio conocido», a la vinculación con el grupo, a la definición en función de los otros (madre de, mujer de, hija de, amiga de…).

En un proceso cada vez más acelerado y urgente a raíz de la incorporación de las mujeres al mercado laboral desde la segunda mitad del siglo XX, desde la teoría feminista se ha visibilizado cómo esta separación ficticia de espacios conlleva enormes pérdidas y reafirma desigualdades de género que han mutado, pero no se han abolido. Así, las mujeres, a pesar de haberse incorporado al mal llamado «mundo productivo», continúan ligadas al trabajo reproductivo y de cuidados, con dobles y triples jornadas, como lo pone de manifiesto el Informe sobre desarrollo humano 2015:

«En todo el mundo las mujeres realizan la mayor parte del trabajo de cuidados no remunerado, que abarca principalmente las labores domésticas (como preparar las comidas, recoger leña, ir a buscar agua y realizar tareas de limpieza) y el cuidado de otras personas (como atender a los niños, los enfermos y los ancianos) dentro del hogar y en la comunidad. (…) en los países en desarrollo las mujeres se responsabilizan normalmente de más del 75% del tiempo que en sus hogares se dedica al cuidado no remunerado».

Por todo ello, la defensa de la justicia global como paradigma y horizonte de justicia integral, transversal y transnacional, requiere la implementación de una ética del cuidado global que nos permita establecer vínculos con el mundo que habitamos mediante la armonía entre razón y emoción. Una armonía o equilibrio -si se prefiere- entre la individualidad que nos permite afirmarnos como sujetos y la interpendencia hacia el grupo sostenida por la conciencia del bien común, por el afecto como valor imprescindible para la supervivencia y por la redistribución igualitaria del trabajo que esta dependencia mutua conlleva. Así exponía esta necesidad la psicóloga y filósofa norteamericana Carol Gilligan en «La resistencia a la injusticia: una ética feminista del cuidado»:

«La ética del cuidado apremia ahora incluso más que hace treinta años, cuando escribí por primera vez sobre este tema. Vivimos en un mundo cada vez más consciente de la realidad de la interdependencia y del precio que acarrea el aislamiento. Sabemos que la autonomía es ilusoria —las vidas de la gente están interrelacionadas. Como dijo Martin Luther King, «Estamos atrapados en una red ineludible de reciprocidad, ligados en el tejido único del destino. Cuando algo afecta a una persona de forma directa, afecta indirectamente a todas»».

Es necesario, pues, de forma imperante, poner en el centro de la dinámica social el cuidado como zócalo fundamental de nuestras vidas, hacernos cargo de la responsabilidad colectiva que este conlleva, ponerlo en valor y despatriarcalizarlo. Solo desde ahí, podremos empezar a construir sociedades verdaderamente justas y sostenibles.

[Artículo publicado originalmente en catalán en la Revista Valors/Imagen extraída de Pixabay]

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Sonia Herrera Sánchez
Investigadora, docente y crítica audiovisual. Doctora en Comunicación Audiovisual y Publicidad. Responsable del Área Social y editora del blog de Cristianisme i Justícia. Está especializada en educomunicación, periodismo de paz y estudios feministas y es miembro de varias organizaciones y asociaciones defensoras de Derechos Humanos vinculadas al feminismo, los medios de comunicación y la cultura de paz. En (de)construcción permanente. Madre.
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