Rosa RamosSegún la tradición de las comunidades de Mateo y Lucas, Jesús nació en Belén. Ya conocemos las similitudes, las fuentes comunes a ambos evangelistas, así como las variantes en los relatos que llamamos “evangelios de la infancia de Jesús”. Mateo fundamenta en las Escrituras, en textos de los profetas, el nacimiento en Belén, así como de una posterior  huida a Egipto de la familia. Lucas da otras razones “histórico-políticas” -la necesidad de empadronamiento por un edicto del emperador- para justificar la estancia de María y José en Belén en los días del nacimiento y señala que no había posada para ellos por lo que María dio a luz en un portal, ¿cueva?, ¿abrevadero de animales?, la imaginación complementa.

Hoy es prácticamente admitido por todos los biblistas que Jesús nació en Nazaret, aldea de Galilea, donde vivían sus padres, y allí vivió hasta que emprendió primero el seguimiento de Juan y luego formó una comunidad itinerante con sus propios discípulos e inició su prédica del Reino de Dios cercano, presente. Por eso Jesús era reconocido por todos como el “nazareno”.

Podríamos decir que los cristianos del siglo XXI mantenemos en paralelo el conocimiento actual y la tradición, y -según las ocasiones y públicos- apelamos a uno u otro.

Sin embargo la larga tradición, afirmada año a año litúrgicamente, nos hace celebrar el nacimiento de Jesús en Belén, así como armar “belenes” o “pesebres”, desde tiempos de San Francisco de Asís. Belén está en nuestro acervo religioso y popular.

También hemos sabido darle un sentido espiritual más hondo, cada “lugar” de la Palestina de Jesús tiene una carga simbólica especial para los cristianos.

Y esta carga simbólica de Belén, del desplazamiento forzado de tantas familias y de no tener sitio digno, del alumbramiento en un portal, extramuros, la experimentamos fuertemente en estos días en mi país, Uruguay, y en toda la región que incluye a Brasil, Paraguay y Argentina. Este año no hemos tenido una Navidad veraniega y seca, como es de esperarse en esta parte del planeta en diciembre.

Para muchos, muchísimos, no hubo una Nochebuena de asados y brindis en los jardines, patios, fondos, o barbacoas, con muchas risas, música y hasta baile. Ha sido una noche como la que Lucas relata que vivieron María y José, casi a la intemperie, en lugares “prestados”, sin la seguridad y la dignidad del propio hogar.

Hemos experimentado la angustia de miles evacuados de sus hogares, porque sus casas se han inundado. Los días anteriores las lluvias fueron tan intensas que los ríos se desbordaron y anegaron extensas zonas costeras; la cifra de evacuados aumentaba a medida que nos acercábamos a la Navidad, y producía un sentimiento muy doloroso sentir o intuir los llantos de los niños, la desesperación de las madres, el agobio y la impotencia de los ancianos y enfermos…

Se acercaba la Nochebuena y teníamos más datos, nuevas cifras, más imágenes (ahora que todo es televisado) de casas destruidas, de la gente cargando a hombros lo que podía (muebles, utensilios de cocina…), pues todo lo que quedara a merced de las aguas turbulentas (otros muebles, ropas, juguetes, fotos de familia…) resultaría perdido. Como siempre las primeras víctimas son los más pobres que viven en viviendas precarias, pero esta vez los ríos crecieron tanto, que hasta seguras y hermosas quedaron bajo agua.

Cuando escribo estas líneas, 28 de diciembre, los últimos datos dicen que en Uruguay los desplazados de sus hogares son más de 17.000 y en toda la región superan 150.000 personas. Las cifras son terribles, pero son sólo un índice, la realidad es siempre más dura en los casos particulares, en los rostros concretos, en las historias y subjetividades de las Marías y los Josés, de los Jesuses y Jesusas pequeños. Y por supuesto, todos sabemos que nuestro mundo hoy tiene millones de desplazados… no sólo los de aquí y por las aguas, sino por guerras, hambre…

También debo decir que al menos en mi país los refugiados han tenido más suerte que la familia de Nazaret, pues la solidaridad ha sido y es grande: donaciones, visitas, acogida, trabajo voluntario… Desde profesionales a vecinos que aportan lo que pueden y se acercan a compartir un tiempo con los damnificados, desde adultos de los Comité de Emergencia y del Ministerio de Desarrollo Social, a jóvenes que van a esos alojamientos comunes para jugar con los niños, cantar y animar a otros jóvenes. En suma para sostener la esperanza de todos.

Hubo un gran movimiento solidario para procurar lo imposible, que aún allí en galpones, gimnasios, carpas… esta Navidad fuese digna, que hubiese comida de fiesta, regalos, risas, fe en Dios y/o en la humanidad. De algún modo esta cercanía solidaria fue como la de los pastores que movidos por el anuncio de los ángeles, se acercaron a Belén para encontrar un niño envuelto en pañales. Como dice la canción de Silvio Rodríguez: “sólo el amor convierte en milagro el barro”. ¡Y vaya si había -y hay- barro en toda esa zona cercana a los ríos salidos de madre!

Volviendo al 23 y al 24 de diciembre y al intento de rezar tanto dolor, vino en mi ayuda otro texto, el himno que recoge Pablo en la carta a los Filipenses, capítulo 2.  Nunca antes, creo, había “vivenciado” la kenosis como ahora contemplando esta realidad de tanta humanidad sufriente. Kenosis, abajamiento, anonadamiento, no es (o no es solamente) una categoría teológica a entender racionalmente, es algo a comprender y asumir cordialmente, tal vez con esa inteligencia sintiente, o con el sentimiento que busca inteligir.

Los cristianos afirmamos que Dios se hizo hombre, que puso su tienda entre nosotros, asumiendo la pequeñez, la “esclavitud” –dice Pablo-, que se hizo historia, humano… Y sabemos que Jesús no se hizo uno de nosotros en Jerusalén ni en Roma, sino que se encarnó y humanizó en un niño pobre de Nazaret, en una familia pobre, en una tierra sometida a un imperio, y a otras opresiones también. Jesús, junto a su familia no sufrirían inundaciones en Galilea, pero sí otras muchas vicisitudes y angustias… y tanto se encarnó que fue víctima hasta la muerte en cruz.

La Kenosis la podemos exaltar en un hermoso himno, y qué bueno que Pablo nos lo haya legado, pero se trata de algo muy serio y muy difícil de asumir, que implica dolor y lucha, fortaleza y amor, sobre todo dolor que mueva a misericordia, hasta convertir en milagro el barro.

La Navidad en el Sur este año, y en tantos “sures” del planeta, es una oportunidad para re-visitar nuestra fe en el Dios aconteciendo kenóticamente, ayer y hoy. Y sumarnos a la tarea de humanizar la humanidad. La Navidad es siempre una nueva oportunidad.

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Imagen extraída de: La Verdad

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Rosa Ramos
Uruguaya, laica, docente y escritora. Formada en Filosofía y Teología. Autora de los libros ¿Espiritualidad uruguaya? Una mirada desde la teología posconciliar (2013), Espiritualidad nazarena, una mirada laical (2015); Historias mínimas. Rendijas al misterio humano (Rebeca Linke, 2019; Grupo Loyola, 2020). Miembro de Amerindia, del consejo directivo de Cáritas Uruguay y del Equipo de Formación y Espiritualidad a nivel latinoamericano.
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