Josep F. Mària. El 7 de septiembre tuvo lugar en Roma una “Jornada de Reflexión” sobre la industria minera. La Jornada estuvo organizada por el Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, y preparada cuidadosamente por su presidente, el cardenal Peter Turkson, junto a un grupo de colaboradores. Los participantes eran principalmente miembros de consejos de administración y altos ejecutivos de algunas de las más importantes compañías a nivel mundial, pero también miembros de ONGs como Cáritas, Misereor u Oxfam.
Fui invitado por el cardenal Turkson a preparar y participar en la Jornada. El clima de confianza era elevado, y en consecuencia las discusiones giraron en torno a cuestiones profundas y fundamentales relacionadas con la sostenibilidad ambiental y el bienestar de los trabajadores y comunidades que viven alrededor de las minas.
En un determinado momento de la discusión en uno de los grupos, el debate se centró en el hecho que, para empezar una explotación minera, además del contrato legal (que obliga a la empresa y al Estado), es importante obtener el consentimiento informado de las comunidades: de lo contrario, la resistencia de las comunidades locales puede crecer, hasta dificultar e incluso impedir la actividad minera. Aquí uno de los directivos de una de una de las mayores compañías mineras afirmó: “Creo que ningún actor puede otorgarse el derecho absoluto sobre la propiedad de la tierra”. Mi reacción casi inmediata a esta aseveración fue responderle: “Usted es un maldito comunista”. Hubo un momento de confusión y un breve silencio en la sala; pero todo el mundo entendió la ironía, y el diálogo prosiguió.
En realidad, la ironía era que la expresión “Maldito comunista” me parece absolutamente falsa. Primero, porque el argumento del directivo no era comunista, sino que simplemente pretendía poner en cuestión el derecho absoluto a la propiedad de la tierra: para la empresa, pero también para el Estado y para la comunidad. En segundo lugar, porque es una profunda convicción cristiana que ninguna persona humana puede maldecir a nadie: solamente Dios es el juez (amoroso y paternal) de los actos de las personas. Y tercero, porque mi expresión nos retrotraía a los tiempos de la Guerra Fría, cuando el debate sobre el derecho a la propiedad enfrentaba a capitalistas (derecho absoluto para el propietario privado) y los comunistas (derecho absoluto para el Estado).
Ya no estamos en los tiempos de la Guerra Fría. En la actualidad la práctica de la actividad minera pide la participación de empresas, gobiernos y comunidades en la deliberación y acuerdo sobre las condiciones fundamentales de esta actividad económica. Sobre esto la Doctrina Social de la Iglesia promueve la idea del destino universal de los bienes: es decir, en la línea de la opinión del directivo, la idea de que la riqueza de la tierra es para todos y no puede ser apropiada por nadie en particular. “Todos” significa: comunidades, empresas, gobiernos, consumidores de bienes derivados de la extracción de minerales… y también las futuras generaciones, que solamente vivirán dignamente si somos capaces de respetar hoy el medio ambiente.
Una de las cuestiones fundamentales que necesita el acuerdo de empresas, gobiernos y comunidades es precisamente el contrato minero. Durante la Jornada de Reflexión se citaron dos ejemplos sobre participación o falta de participación de las comunidades locales en los contratos. El primer ejemplo es la República Democrática del Congo. El actual Código Minero congolés fue aprobado en 2002, cuando diferentes grupos que deseaban poner fin a seis años de guerra sangrante estaban deliberando en Sudáfrica sobre las condiciones fundamentales para un Gobierno de Transición en la RD del Congo. Esta falta de consulta a la población y a las comunidades dio lugar a un Código y a un conjunto de contratos mineros de acuerdo con dicho Código, que provocó la resistencia de muchas comunidades locales a la actividad minera de las empresas. El segundo ejemplo citado fue Uruguay. Cuando una empresa minera (cuyo fundador y directivo estaba en la Jornada de Reflexión) empezó a negociar con el gobierno del Uruguay con el objetivo de iniciar la explotación de mineral de hierro en una determinada región, el presidente José Mújica inició un debate parlamentario sobre la legislación minera. Este debate llevo a un referéndum (la voz de las personas/comunidades), y se acabó aprobando una ley. Ahora, transcurridos dos años, el marco legal para la actividad minera en Uruguay está a punto, y probablemente esta actividad encontrará mucha menos resistencia que en el caso de la RD del Congo.
“Maldito comunista” es, por tanto, una profunda ironía. Es un anacronismo. Dejémonos pues de debates que pertenecen al pasado y concentremos nuestras energías en las necesidades y derechos actuales de las comunidades alrededor de las minas; de los países y gobiernos donde estas minas se encuentran; y de las empresas y del resto de sus partes interesadas. Solamente un profundo diálogo y entendimiento de la posición del otro puede llevarnos a acuerdos aceptables.
Imagen extraída de: TuVerde
Pequeño error (sólo por puntualizar, no hace a lo central del artículo), Mujica no promovió referéndum alguno para discutir el tema de la megaminería a cielo abierto. Es más, los promotores del eventual referéndum (que de hecho, nunca llegó a concretarse) fueron organizaciones de la sociedad civil, en ciertos casos apoyadas también (cabe agregar) por la diócesis de Tacuarembó. El mes pasado se aprobó la Ley de Megaminería mientras en los últimos años los medios y el sistema político han derivado el debate en la opinión pública a la despenalización del aborto, la regulación de producción y comercialización de marihuana, la baja de la edad mínima de imputabilidad penal (como supuesta solución a la inseguridad) y (en menor medida), matrimonio entre personas homosexuales, ley de regulación de los medios y (a fuerza de choques con los movimientos sindicales) los problemas en los que se sumerge la mayor parte de nuestro sistema de educación pública. Y hablo de «nuestro» porque soy uruguayo…
Me pregunto que «acuerdo aceptable» puede lograrse cuando ni empresas ni gobiernos respetan que las comunidades indígenas y rurales rechazan mayoritariamente la explotación minera en sí misma.