Hace unos días que tengo en la mesita de noche un libro, Vivir con nuestros muertos, de Delphine Horvilleur. Cuando lo vi entre los recomendados en la librería de debajo de mi casa, decidí comprarlo. También porque hace poco que perdí a una amiga. Una amiga y vecina del barrio. Después de dos años de enfermedad, murió este febrero. Ahora me resulta raro no cruzármela por la calle. No me creo que ya no esté aquí, entre otras cosas, porque no he podido despedirme de ella.
La relación que tenemos con la muerte es rara. Quizás siempre ha sido así. Pero más ahora que tenemos una sociedad con alta esperanza de vida. Hoy pasa, me atrevo a decir, que es un hecho habitual que lleguemos a los veinte años sin experimentar más muerte que la de algún abuelo.
Antes, cuando la ciencia estaba menos desarrollada, o en tiempos de guerra, los niños ya habían sufrido pérdidas importantes: de padres, de madres, de hermanos, de tíos… A tempranas edades se habían encontrado, de frente, con la muerte; ya habían visto su primer cadáver y crecían con otra consciencia: se sabían mortales.
Sobre esto mismo, hace unos días, un compañero de trabajo recordaba que cuando eran pequeños, su hermano y él, estaban acostumbrados a hablar con sus padres sobre la muerte con toda naturalidad. “No teníamos miedo, la vivíamos como un hecho más de nuestras vidas, como un paso inevitable”, describía este colega mientras memoraba noches de vigilia en el pueblo, para despedir a aquel amigo, a aquel familiar…
En cambio, ahora, intentamos que, si ha de morir alguien, lo haga fuera de casa. Como escribe la autora del libro, y me apresuro a subrayar la línea, “el ángel de la muerte está vetado en nuestra casa y le invitamos a presentarse en hospitales, en clínicas, en residencias de personas mayores o plantas de cuidados paliativos, preferiblemente fuera de horarios de visitas.” Y es que, ¿qué pinta la muerte en nuestras casas?
Explicaciones sobre que hay después de la muerte, haylas. Sin embargo, nadie sabe nada y, por tanto, cualquier hipótesis es válida. Para cada tradición religiosa hay un después diferente. Para los cristianos, musulmanes y judíos existe un paraíso donde se rencuentran las almas de los difuntos. Para los budistas y los hinduistas hay una reencarnación, un volver a nacer; después de morir, se pasa por diferentes vidas hasta llegar al Nirvana. Y también hay personas que no creen en un más allá.
He ido a desayunar con la hermana de esta amiga mía. Ella, igual que su hermana, cree que con la muerte se acaba todo. Aun así, la encuentro preguntándose: “¿Pero, dónde ha ido, Elena?” La duda es inevitable.
Le animo a que escoja la opción que más sienta: creer o no creer en un más allá. Nadie tiene la razón, ya que nadie sabe nada. Así pues, que elija la que le llene más, con la que se sienta más tranquila y le ayude a convivir con el nuevo panorama. Al fin y al cabo, quien ha de sobrevivir a la muerte de Elena somos nosotras.
La hipótesis “con la muerte se acaba todo” cada vez es más habitual. Tengo un sacerdote conocido, que oficia en Guissona, en parroquias de pueblos donde se trabaja la tierra, que afirma que en el campo esta es una teoría que se sostiene con fuerza. Arraigada.
“No deja de ser gracioso, que después de celebrar un funeral, donde he elaborado una homilía solemne que recuerda la promesa de un paraíso, que explica que la muerte no es el final, sino que es la continuación de la vida, el retorno hacia Dios; cuando salgo y saludo a los asistentes en la puerta de la Iglesia, me oiga decir: “Bueno, ya está, padre, qué pena todo esto, ¿no?, ¡que se tenga que acabar de esta manera y así!”
Para Elena, ciertamente, se acababa todo. Ya lo sabía esto de ella, que no era creyente. Por eso mismo, no ha querido ningún tipo de funeral, ni de despedida, ni de reunión o celebración. Lo dejó explicado a su hermana, que ahora dice: “Quería ser incinerada y punto.”
Por supuesto, la familia y los amigos hemos respetado su voluntad. Y ahora estamos buscando otras maneras de cerrar el ciclo. Despedir. Dejar ir. Empezar el duelo.
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