Esta película pertenece al género de lo que se viene llamando “cine espiritual” y que fue un éxito en la taquilla de Suecia, su país de producción, en 2004. Desgraciadamente, esta película de Kay Pollak ha sido proyectada con diversos títulos en los diversos países de habla hispana: Como en el cielo, Así en la tierra como en el cielo, Tierra e ángeles, etc.
Son varias las perspectivas desde las que podemos analizar el trabajo de este director. Algunos lo han hecho desde el punto de vista del liderazgo: cómo un triunfante director de orquesta de primer nivel vuelve a su país natal y consigue el milagro de sacar lo mejor de cada uno de los miembros de un coro de una sencilla iglesia protestante. Refinando el carácter “bruto” de cada uno de ellos, haciéndoles conectar con el “tono propio” musical de cada uno de ellos consigue una bella armonía donde incluso el disminuido psíquico del pueblo (del que nadie espera nada) también tiene cabida. Y no solo ello, sino que será el que dé el tono inicial a falta del maestro, porque de eso se trata: que el grupo pueda crecer y armonizarse sin llegar ya a necesitar al maestro “mediador”.
El protagonista ha sabido ver dignidad ahí donde los demás ven a un “gordo”, o a una mujer “inmoral”, o a un “tonto”, etc.
Por ello, la película tiene una clara lectura teológica, cristológica y eclesiológica. El protagonista es un director de orquesta que llega a triunfar en la tierra de Mozart pero a costa de su salud, y está a punto de morir de un ataque al corazón. Decide entonces volver a su pueblo natal donde conseguirá realizar su sueño: hacer el mundo más bello por medio de la música. Paradójicamente no lo consiguió desde lo alto, con las grandes orquestas, y sin embargo se propone conseguirlo desde abajo, con un coro de voces mediocres. Pretende la comunión universal de voces de diversos tonos a través de una representación nunca vista hasta entonces.
El protagonista reproduce entonces la vida de Jesús. De hecho ya en la primera escena de la película le vemos golpeado siendo niño, manifestando ya el rechazo que su vida va a generar. Su madre se lo lleva del pueblo reviviendo así la experiencia de la huida a Egipto de la Sagrada Familia.
Su vuelta siendo mayor recordará a la experiencia fallida de Jesús en la sinagoga de su pueblo. El protagonista de la película irá siendo progresivamente rechazado por el pastor protestante del pueblo. El antiguo fariseísmo, moralista, hipócrita y condenatorio va a quedar representado por este clérigo. El perdón, la vida, la alegría y la valoración del interior del ser humano propios de Jesús van a quedar representados por el buen hacer del protagonista. Incluso cada nombre es escogido según un simbolismo: la chica perdida entre amorío y amorío recibe el nombre de Lena (=Magdalena) y la solista, Gabriel(a). Tampoco va a faltar un personaje que representará a Judas.
El director de la película considera que la Iglesia ha caído en los errores del fariseísmo. Ya desde el principio vemos al pastor con una escopeta y a un feligrés matar a un pobre animal. Su violencia queda así más enraizada en el Antiguo Testamento que en aquel Nuevo Testamento que el pastor debería defender. Si el cristianismo fue expulsado de la sinagoga, también lo será el coro. La casa del protagonista no es una casa cualquiera: es la antigua escuela. La Iglesia parece estar llamada a quedar substituida por la “escuela”, la indoctrinación por la “educación”, como si de Israel debiéramos pasar a Grecia. Incluso el mediador (y por supuesto la Iglesia mediadora) están llamados a no ser ya necesarios en el nuevo sueño.
La propuesta cristológica de la película apuesta claramente por una perspectiva gnostizante. Una acusación de la mujer del pastor a éste se convierte en central y revelador: “el pecado no existe y la muerte tampoco existe”. La Iglesia se ha inventado el pecado para poder tener la llave de la salvación, se exclama. ¡Extraordinaria acusación que la Iglesia debería acoger como interpelación!
Sin embargo, la Iglesia siempre quiso moverse entre el rechazo de dos extremos: el del fariseísmo moralizante centrado en el cumplimiento exterior de la ley, y el gnosticismo que acabó permitiendo toda moral puesto que la salvación radicaba en el conocimiento. El simbolismo de la escuela, la no existencia ni de la muerte ni del pecado y la descripción de todos los niños como ángeles nos sitúa a la película en esta cristología. Incluso el hecho (¿imposible?) de que el protagonista no sepa ir en bicicleta puede interpretarse como la de un ángel bajado del cielo al que alguien debe enseñarle el mundo. Lógicamente la escogida es Lena, quien le enseña éste y “otros mundos”, como puede verse al final.
No hay muerte porque la esencia de la persona es su tono, su música interior llamada a entrar en armonía con la música cósmica de la que todo hombre participa.
No hay duda que esta filosofía nos abre a la experiencia de la unidad y de la belleza universales, pero si no existe muerte, tampoco hay asesinos; y si no existe el pecado, tampoco verdugos. Me parece que si queremos tomarnos en serio el grito de la víctimas de nuestro mundo, no deberíamos integrar demasiado rápido su sufrimiento en una sabiduría divina universal que sabe porqué suceden las cosas. Si no hay muerte ni pecado, tal vez la Shoa no debería parecer ser tan terrible. Después de todo, solo les estarían robando a esas almas eternas algo accidental y caduco como es su cuerpo.
Si Jesús quiso asumir la muerte fue para tomarse en serio las muertes de los inocentes.
Imagen extraída de: Netflix Movies