El 22 de marzo de 2013 en la sede de Cristianisme i Justícia pudimos ver Profesor Lazhar (2011) del director canadiense Philippe Falardeau, una película basada en obra teatral Bashir Lazhar de Évelyne de la Chenelière y protagonizada por Mohamed Fellag, Sophie Nélisse, Émilien Néron y Marie-Ève Beauregard, entre otros excelentes intérpretes.
Este film, nominado a mejor película de habla no inglesa en los premios Óscar de 2011, relata la historia de Bashir Lazhar, un hombre de origen argelino que empieza a trabajar como profesor sustituto en una escuela de Montreal tras la repentina muerte de una de las maestras del centro.
A raíz de este encuentro, la película abarca una serie de temáticas ásperas que no suelen abordarse unidas en el cine, pero que invitan a la reflexión sobre nuestro sistema educativo y sus conflictos y sobre nuestros propios procesos de crecimiento personal: ¿cómo se afronta la integración cultural en la escuela?, ¿se trabaja a través de la educación el duelo y la pérdida o convivimos con ese misterio hasta nuestra edad adulta?, ¿existen materiales didácticos y programas pedagógicos adecuados que trabajen esta temática en la infancia?, ¿cómo viven el duelo migratorio las personas migrantes y refugiadas?, ¿qué busca nuestro sistema educativo?, ¿se pueden disociar enseñanza y educación?, ¿se nos educa para gestionar adecuadamente nuestras emociones?, ¿qué carencias tienen los actuales currículos académicos?, ¿intentamos apartar el componente humano de las aulas o verdaderamente se prepara a los niños y niñas para la vida?, ¿la escuela nos enseña a acatar o a pensar y decidir?…
Y es que más allá de las limitaciones de programas y calificaciones, la complejidad de la muerte y los sentimientos que la acompañan, es precisamente lo que une al protagonista de esta historia con su grupo de alumnos preadolescentes en una búsqueda hacia la sanación, el conocimiento mutuo y la superación del dolor, la tristeza, la rabia, la incomprensión, la soledad, la confusión…
Vida y escuela: conectadas por un objetivo común
Víctor Montero, en su artículo “Antropagogía y educación no formal” nos alienta a perseguir el objetivo fundamental de la educación: propiciar la felicidad del ser humano. Por desgracia, a menudo ese objetivo se difumina en una maraña de exámenes, de resultados medibles, de conocimientos formales… y las emociones se sitúan en un segundo plano.
En la perspectiva de la educación tradicional, la escolarización es una etapa de la vida en la que los acontecimientos de la experiencia vital del alumno/a (lo que está fuera del centro educativo) son distractores que deben entrar en hibernación o latencia mientras se está en la escuela. Al excluirlos y pretender suplantarlos por los hechos académicos se crea una ruptura entre la realidad vital (donde está el sentido) y la escuela, desvinculando así teoría y práctica, y condicionando la apropiación del conocimiento que solo puede darse si se logra vincular la vida extraescolar con la vida dentro de las instituciones educativas, reforzando las relaciones dentro de la misma comunidad educativa.
Otro factor extremadamente importante que no se ha tenido en cuenta hasta el momento es la formación del profesorado como uno de los agentes protagonistas y determinantes del sistema educativo con el objetivo de comprender el contexto y sus efectos en la vida colectiva y personal.
El duelo en la infancia
Escribía Santa Teresa de Ávila que “la vida terrena es continuo duelo”. Yo no diría tanto, pero a pesar de no estar de acuerdo con la Santa, sí debemos asumir que la muerte y el duelo forman parte inherente del proceso vital y que, por ello, la temática de la pérdida debe ser abordada en el contexto escolar por muy incómoda y difícil que resulte.
Tal como explica Calixto Herrera Rodríguez, maestro de Educación Primaria y Licenciado en Psicopedagogía por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, “existe la sensación de que en la escuela, lugar por excelencia rebosante de vitalidad, en la que vibran y bullen las vidas infantiles y juveniles, la enfermedad, el dolor, el sufrimiento, la muerte…, parecen no existir, ni siquiera como tema de reflexión. Sin embargo, nada impide que niños, niñas y adolescentes contemplen y consuman -en grandes dosis y a diario- imágenes de sufrimiento, violencia y muerte en programas de televisión, videojuegos, Internet, prensa escrita, etc.”.
El silencio, la falta de acompañamiento y el “lo que no se ve, se ignora” como vía de escape son los peores enemigos del proceso de duelo y de la canalización de los sentimientos de forma adecuada. La comunicación y la claridad, por el contrario, acercan a los niños/as a la realidad y les ayudan a expresar el dolor y asimilar la pérdida de forma sana y tranquila.
En tierra extraña
La cultura construye nuestra personalidad. Todo el ambiente que nos envuelve (la sociedad, la familia, la lengua, etc.) nos construye como individuos. La emigración y/o el exilio conllevan irremediablemente una lejanía respecto a ese contexto del que se parte y ciertos aspectos de la cultura se pierden o se deben dejar en un segundo plano. Esa pérdida provoca un duelo migratorio cuyas características son muy similares a las del duelo por la muerte de un ser querido. El duelo migratorio está plagado de incertidumbre y confusión respecto a los códigos del país de acogida, de cambios personales, de vulnerabilidad, de rabia, de malestar, de añoranza por la lejanía del país y la cultura de origen y de un gran cúmulo de cosas que se extrañan como la familia, los amigos, la ciudad, los sabores, el clima, la identidad…
Pero procesado adecuadamente, al igual que el duelo personal, finalmente se llega a la aceptación de la pérdida y a la reconciliación con lo que se deja atrás y con uno mismo/a.
El encierro de las emociones
En mi opinión, lo peor de la película es la falta de empatía que genera el protagonista en el espectador/a a pesar de la tragedia sufrida. En cierto modo esto es debido al mutismo y a la represión del dolor que mantiene el protagonista sobre sus emociones.
A pesar de ello, podríamos decir que es un personaje verosímil y creíble, sobre todo si tenemos en cuenta la falta de educación emocional recibida por la gran mayoría de los varones, la cuál es explicada a la perfección por la Asociación de Hombres por la Igualdad de Género (AHIGE):
“La gran pérdida que hemos tenido los hombres a causa de los mandamientos del patriarcado, ha sido el mundo de las emociones. Se nos cría desde muy pequeños para que seamos fuertes, valientes, vigorosos, audaces, etc. Esto es incompatible con la posibilidad de sentir determinadas emociones, que intrínsicamente, llevan aparejadas la inseguridad, el miedo, la frustración. (…) Así pues, el hombre aprende desde muy pequeño a tapar sus emociones. De tal modo y tan bien lo hace que, cuando llega a adulto, el problema es que la mayoría de los hombres ya ni siquiera son capaces de identificar lo que sienten y, por supuesto, mucho menos de expresarlo y mantener una relación madura con sus propias emociones y con las de los/as demás”.
Dicho esto, parece lógico pensar que la actitud de Bashir Lazhar y su hermetismo no tienen nada que ver con la frialdad ni con la impasibilidad ante la muerte, sino que es fruto de un proceso de aprendizaje que enseña a los hombres a no expresar de forma abierta sus emociones, sino a callarlas, anularlas o negarlas, por considerar que ciertas manifestaciones emocionales son propias de mujeres (llorar, tener miedo, sentirse inseguro, etc.) y chocan con el modelo de masculinidad imperante.
Por lo tanto, Profesor Lazhar es una historia sobre múltiples duelos: el duelo por la pérdida de un ser querido, el duelo migratorio, duelos personales, duelos comunitarios… Todo ello sumado al dolor que comporta la represión de las emociones. Y es que, como dice Maruja Torres, “ser fuerte no consiste en superar el dolor sino en aprender a convivir con él” y de eso precisamente nos habla este film, de supervivencia más allá del sufrimiento.