Coco

Un vibrante cuento familiar de Disney-Pixar, lleno de diversión y fantasía. Un joven aspirante a músico llamado Miguel (Antony González) se embarca en un viaje extraordinario a la mágica tierra de sus ancestros. Allí, el encantador embaucador Héctor (Gael García Bernal) se convierte en su inesperado amigo y le ayuda a descubrir los misterios detrás de las historias y tradiciones de su familia.

Director: Lee Unkrich

Fecha: 2017

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México está de moda en algunas partes del mundo y la cara de este éxito suele ser la muerte. Y no me refiero hoy a la ola de desafortunada violencia y crimen con la cual se vende a México en los medios de comunicación (tendríamos que dedicar otro post exclusivamente para hablar de ello), si no a la arraigada y vistosa tradición del día de muertos que se ha instalado como embajadora del folclor mexicano y que se festeja cada mes de noviembre.

La tendencia la ha reforzado el gigante Disney al incluir la tradición mexicana del día de muertos en una de sus más recientes y ambiciosas producciones de la mano con Pixar: Coco. La película estrenada a nivel internacional en 2017 y dirigida por Lee Unkrich, se volvió unas semanas después de su estreno en la cinta más vista en la historia cinematográfica de este país. A los mexicanos nos causó tremendo revuelo que Disney al fin nos dedicara una producción de tal magnitud y que proyectara nuestro país y nuestras tradiciones a nivel internacional. Pero estábamos recelosos de cómo nos dibujaría Pixar, de cómo nos describiría Disney de cara al mundo, y después de ver Coco pudimos respirar con tranquilidad.

Coco es la historia de Miguel, un niño que sueña con ser cantante y que, atrabancado en este sueño va dejando ver la historia de su familia y su devoción por la festividad del día de muertos. Nostalgia, alegría, tristeza, añoranza… Muchos sentimientos en una sola cita, definitivamente no decepciona y el mensaje que deja a su paso es realmente conmovedor.

Para los mexicanos la muerte es… es tan necesaria en nuestras vidas. Pero evidentemente no me refiero a lo relacionado con la ley de vida, porque al final la vida y la muerte son universales, todas las culturas rinden parte importante de sus tradiciones al ciclo de la vida. En el caso del mexicano es algo que tiene que ver con el aferrarse a una frívola pero también añorada alegría por la muerte. En realidad, creo que nuestra devoción a la muerte viene de la necesidad de sentir cerca a los seres queridos que se han marchado, a esa tentación de no dejarlos ir y de reafirmarnos, cada 2 de noviembre, que ellos vendrán a una cita con los vivos.

En casa siempre hemos festejado el día de muertos. Mi abuela materna es de Michoacán, un Estado mexicano donde se vive muy intensamente esta festividad. Ella nos inculcó una fuerte emoción por la fecha, porque es una mujer que ama mucho (y a su modo) a todos sus muertos, se aferra a ellos y no los deja ir. Mi abuela perdió una hija hace ya unos 30 años, y desde entonces ha vestido de negro, porque su luto es infinito.

Como podéis imaginaros, los preparativos para la fecha no eran pocos, ni sencillos. Mi abuela dedicaba al menos una semana a preparar el altar de muertos: un arco con flores amarillas de cempazúchitl, fotografías de los difuntos, velas, copal e incienso para atraer su olfato, cal y pétalos de flores indicando un camino desde el altar hasta la puerta de la casa y, por supuesto, todas aquellas cosas que le gustaban al difunto en vida, como los tamales salados y dulces, chocolate, mole con arroz, café, el pan de muerto (un tradicional bizcocho que se come en estas fechas), dulces de todas las variedades y agua, siempre agua.

Lo que se preparaba en la casa de la abuela era sencillamente un festín digno de una gran celebración donde los principales invitados eran los muertos. Nadie podía tocar los platos y ni siquiera lamerse los bigotes si no había pasado la fecha de la visita, el 2 de noviembre.

Nada, absolutamente nada podía faltar, porque ellos debían encontrar el camino, probar todas aquellas delicias y quedarse toda la noche con nosotros, que íbamos a sentir su presencia y que al día siguiente buscaríamos la más mínima señal de que ellos habían estado aquí.

Comentar con mi abuela la visita de los muertos era muy especial, ella afirmaba que habían tomado del chocolate y del café, porque los niveles de las tazas habían bajado en 2 días. Tal vez ella también era consciente de que el líquido evapora y que eso era obra de la física, pero el deseo de que ellos hubiesen venido y probado es más fuerte que cualquier ciencia.

La edad ha mermado las fuerzas de la abuela Soledad para la producción magnánima del día de muertos, porque sencillamente ya no es la de antes. Los estragos en su memoria han diluido el recuerdo de sus muertos y casi terminan con el concepto de sus vivos, pero en la familia se mantiene viva la tradición y cada 2 de noviembre, con muchas o pocas flores, invitamos a nuestros muertos a pasar una noche en casa, porque les extrañamos, porque no podemos esperar más para sentirles cerca.

Al final, todo esto no es más que un ritual donde hemos hecho las paces con la muerte. Hemos aceptado que nos duele, que nos lastima y que nos marca, pero hemos decidido que sean marcas de colores, de música, de sabores y olores vibrantes e intensos. Le hemos dicho a la muerte que la aceptamos en nuestras vidas, pero si viene acompañada de ellos, a los que se llevó la muy “cabrona“… Ya hasta la dejamos que se siente en nuestra mesa y que ande tan ancha por nuestra casa.

Así somos los mexicanos, tan contradictorios, tan impredecibles. Sí, como la muerte misma.

Imagen extraída de: RTVE

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