Este es el título de una película rusa dirigida en 2014 por Andréi Zviáguintsev y que hemos proyectado recientemente dentro del ciclo de cine Ignasi Salvat que cada año organiza Cristianisme i Justícia. Ambientada en una pequeña ciudad costera del norte de Rusia (Pribrezhny), la historia gira alrededor de un personaje central, Kolya, un modesto mecánico que vive en una bonita casa junto al mar, una casa que está sin embargo amenazada por un extraño proceso de expropiación por parte del ayuntamiento de la ciudad. La casa es para Kolya, como para la mayoría de personas, mucho más que cuatro paredes y un techo. La casa es el hogar de su pequeña y frágil familia: un hijo adolescente rebelde, huérfano de madre, y una joven segunda esposa. La casa es también la identidad, las raíces, una historia que se remonta a unas cuantas generaciones atrás y que va ligada a la colonización de un territorio bellísimo pero terriblemente inhóspito, frío y desértico, sometido constantemente a los embates del mar y del viento.
Kolya se enfrenta a Leviatán contra el intento de expropiación arbitraria de su casa por parte de una administración local dominada por alguien que representa todos los males del abuso de poder: la corrupción, la nula separación de poderes, la degradación moral, la violencia, el gansterismo…
Como un nuevo Job, Kolya va siendo despojado de todo. Se ha atrevido a enfrentarse a Leviatán, no por ningún heroísmo de carácter ideológico o moral, simplemente por dignidad humana. Es un ciudadano, tiene unos derechos y los reclama ante una justicia secuestrada. La película es larga, densa, difícil, dura… con muchas y diversas lecturas. Kolya no es ningún santo. Su machismo, la adicción al alcohol (el vodka es el segundo gran protagonista de la película), su incapacidad para proteger a su compañera del odio y la incomprensión del hijo… Pero sin ser ningún santo, se va convirtiendo en víctima, y no es extraño que uno acabe identificándose con él para llegar a sentir en propia piel aquel desnudamiento que lo llevará, como Job, a perderlo todo.
De todas las lecturas solamente me gustaría comentar brevemente una, porque remite a situaciones que no nos son lejanas y a preguntas que tarde o temprano nos hemos de acabar haciendo. Estamos, ciertamente, en la Rusia de Putin. Es la Rusia donde el Leviatán de Hobbes (el contrato social que ha llevado a construir un estado) se ha excedido hasta el punto de convertirse en un monstruo que no tolera ninguna discrepancia, que persigue al disidente y lo aniquila si sigue incomodando (Litvinenko, Politikovskaia, Nemtsov… entre muchos otros); que usa y abusa indiscriminadamente del poder y se presenta al lado de un poder religioso que es solamente el brazo instrumental de sus excesos. Pero la película nos lleva inevitablemente más allá de Rusia a preguntarnos qué pasa cuando Leviatán se desata y deja de ser contrato social que protege unos derechos, para convertirse en una especie de monstruo marino, como el monstruo bíblico, que asusta y amenaza arbitrariamente todo tipo de libertad individual. Cuando vi la película por primera vez me vinieron a la cabeza algunas de las situaciones vividas en nuestro país las últimas décadas. Centenares de cargos públicos, la mayoría de ellos curiosamente autodenominados como liberales, que convirtieron su poder absoluto en un Leviatán corrupto que perseguía disidentes, que amenazaba víctimas, que perseguía periodistas y que construía así su realidad paralela de impunidad, casándose al final con el poder religioso para legitimar todos sus abusos. Ahora que se acercan elecciones, es necesario ver y volver a ver una y otra vez Leviatán, para darse cuenta de hasta qué punto es peligroso el monstruo cuando se desata, y acaba concentrando en él todo poder, y sobre todo el poder de jueces y policía.
Al final, disculpad el spoiler, la casa de Kolya es derribada. La casa con todo lo que representa de espacio privado, de lugar de derechos y libertad, de resistencia íntima (como diría el filósofo Josep Mª Esquirol). Kolya desafió al estado y lo pagó muy caro, pero su dignidad como la de Job, debería ser al menos reconocida. La resistencia íntima y privada o, pública y organizada, es la única manera posible de plantar cara al monstruo cuando se desata. Nos jugamos tantas cosas solamente resistiendo…
Imagen extraída de: BBC