Xavier Casanovas. [Entrevista al filósofo Manuel Reyes Mate, catedrático del CSIC y premio nacional de ensayo, con motivo de su participación en el curso “Atrapados por el tiempo” el 22 de noviembre de 2018 en el Centro de Estudios Cristianismo y Justicia, y de la publicación de su último libro “El tiempo: tribunal de la historia” (editorial Trotta)].
Tu pensamiento se inscribe en la estela de toda la filosofía del holocausto, la que se realiza después del horror de Auschwitz. Una filosofía que entra en dialéctica con la ilustración y que en su momento tuvo una gran relevancia, pero no parece que haya calado en nuestra forma de leer ahora nuestra sociedad. Las razones instrumentales, económicas, eficientistas, etc. son las que han ganado la batalla a la razón crítica y son las que están dirigiendo nuestro mundo. ¿Dónde nos encontramos ahora?
Yo creo que nosotros, las generaciones que estamos viviendo después del holocausto, o de Auschwitz, no podemos pensar de cualquier manera. No podemos leer a Aristóteles o a Kant de la misma manera. Ha ocurrido algo y eso obliga a pensar de una manera diferente. Lo que ha ocurrido ha sido la experiencia de la barbarie. La humanidad desarrollando las posibilidades de la modernidad ha acabado en Auschwitz, en un crimen contra la humanidad, en el asesinato de alguna manera del hombre que hemos querido ser. Esa carga que tiene nuestra generación respecto de otras, de tener que pensar de una manera diferente, es lo que yo llamo el deber de memoria.
El deber de memoria no consiste en acordarse de los judíos, de lo mal que lo pasaron, sino que es otra cosa. Nace a la salida de los campos de exterminio. Cuando los supervivientes son liberados ocurre que, sin ponerse previamente de acuerdo, coinciden todos prácticamente en una reflexión: la humanidad no puede permitirse la repetición de esa barbarie, no la sobreviviría. Y llega a la conclusión de que el antídoto, es la memoria. Es una reflexión curiosa porque esgrimir la memoria contra la barbarie parece una batalla de David contra Goliat. ¿Por qué lo plantearon así? Los supervivientes hicieron una experiencia: ocurrió lo que la humanidad no había sido capaz de imaginar siquiera y ¿qué pasa cuando ocurre lo que no somos capaces de pensar pero que sí somos capaces de hacer? Ocurre que debemos desconfiar de nuestras capacidades cognitivas y analíticas que no fueron capaces de ver lo que iba a ocurrir y ocurre que hay que dar más importancia a lo que hemos hecho que a lo que hemos pensado. Lo ocurrido se convierte en lo que da que pensar. Es el punto de partida del conocimiento. El acontecimiento como a priori del conocimiento, podríamos decir filosóficamente. Y eso es una novedad enorme porque la humanidad hasta ese momento se había movido, sobre todo la filosofía occidental, bajo el signo de “mente concipio”. Con la mente nos apropiábamos de la realidad y la transformábamos. Auschwitz es una cura de humildad para el conocimiento y obliga a pensar las cosas de otra manera.
Adorno articuló el deber de memoria diciendo que había que repensar todo, todo lo que construye la historia, es decir, la política, la ética, la religión, el derecho, la educación, etc. Había que pensarlo de nuevo partiendo de esa experiencia de la barbarie. El deber de memoria se concreta en un aforismo: “Dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”. Ese es el contenido del deber de memoria. Esa idea se elabora en los años 45-46 y queda en desuso, olvidada, contra todo pronóstico. Europa después de la guerra olvida que está la guerra fría que invita a los alemanes a mirar hacia adelante y no hacia atrás. Está la vergüenza por parte de los protagonistas, tanto de los nazis como de los judíos. Esto explica que después de la II Guerra Mundial apenas ocurriera nada, a diferencia de la I Guerra mundial, pues entre guerras se produjo una revolución del pensamiento, del arte, de la cultura, de la literatura, había consciencia de que algo se había roto, y lo que se había roto era el proyecto ilustrado. Pero después de la II Guerra no ocurre nada, apenas hay libros que reflejen eso: quizás el libro sobre el judaísmo de Sartre, pero muy pocas cosas. Después de la II Guerra Mundial se repiten las mismas escuelas filosóficas, los mismos patrones, no hay capacidad de duelo.
Vivimos hoy la tragedia de los refugiados en el Mediterráneo y en nuestras fronteras. Ahora no podemos apelar a un desconocimiento de lo que está pasando. Así como a que no sabíamos nada de lo que ocurría en los campos. Ahora no podemos decir eso. Como dice la filósofa Marina Garcés ,“ahora lo sabemos todo, pero no podemos nada”. El conocimiento no es suficiente para cambiar la realidad. ¿Cuál es la condición de posibilidad de que podamos realmente cambiar después de ver el sufrimiento de las víctimas?
Algo ocurre porque somos conscientes del peligro, lo vemos, pero no somos capaces de reaccionar. Y todos queremos evitar el peligro, pero algo nos ocurre para que vayamos mansamente hacia el precipicio, hacia la catástrofe. Yo creo que lo que ha pasado es que seguimos pensando igual. Es muy fácil detectar hoy la vigencia de las lógicas que llevaron a la catástrofe. Volviendo al tema del duelo de los alemanes vale la pena el libro de Alexander y Margarete Mitscherlich, dos psicoanalistas alemanes. Decían que Alemania no se ha enfrentado a su responsabilidad, se auto-convenció de que el hitlerismo era cosa de unos pocos, no quisieron reconocer que les representaba y, cuando después de la II Guerra se empezó a saber lo que había ocurrido, ellos no quisieron saber nada. Miraron para otro lado. Se identificaron con los aliados. Se volcaron en la producción. Se alejaron de su ídolo. Y el resultado fue que reprodujeron los mismos patrones de conducta: igual de antijudíos, igual de antisemitas, igual de anticomunistas, igual de incapaces para la participación política… Está claro que si no nos enfrentamos a esa responsabilidad repetimos la historia.
Entonces ¿qué nos ha pasado a los europeos? Nos hemos quedado a mitad de camino. Después de la II Guerra Mundial hay conciencia de que repensar la política teniendo en cuenta la barbarie, significaba crear un espacio transnacional, un espacio de libertad y de razón que trascendiera las fronteras, como decía Husserl. Ese era el modelo que correspondería al deber de memoria aplicado a la política. Esto no ha tenido lugar. Seguimos siendo igual de xenófobos que antes, ahora en lugar de aplicar el patrón excluyente al judío lo hacemos al musulmán, al pobre, al negro. Pero seguimos con la misma idea de que las identidades son excluyentes, que aquello a lo que pertenecemos tiene que defenderse de lo otro. ¿Cómo superar eso? Creo que hace falta un shock traumático de la humanidad para que nos demos cuenta de que eso lleva a la catástrofe. O pensamos ya la política, el espacio público, de una manera abierta, universal, sin exclusiones, o va a saltar por los aires todo intento de integración europea.
Una pregunta sobre nuestra forma de vivir el tiempo a raíz de tu último libro. Dices que no podemos olvidar el pasado, porque es la condición de posibilidad de no repetir errores ya cometidos, pero vivimos en una sociedad claramente presentista, y más bien con una mirada hacia el futuro contaminada por una ideología de progreso que nos hace creer que todo tiempo futuro será, de por sí, mejor. Ponemos toda nuestra confianza, no en nosotros, sino en aquello que producimos para que nos salve de este mundo que nosotros mismo hemos creado. ¿Qué es lo que genera este espíritu de nuestro tiempo en el que lo único que importa es el presente o, como mucho, esta mirada de escapatoria hacia el futuro?
Ya decía Hegel interpretando la política moderna, que está personificada en la figura del Estado, que solo interesa el presente; el pasado no, el futuro tampoco. El pasado no es solamente el tiempo pasado, lo pasado es lo oculto en la realidad. La memoria no solamente tiene que ver con una categoría temporal, es una categoría hermenéutica que descubre lo que hay debajo de la realidad. La historia se ha construido sobre víctimas, ya lo dice Hegel en su introducción a la filosofía de la historia. Hegel es como una especie de notario de la realidad, pone sobre la mesa todo lo que la humanidad ha pensado, ha hecho, y trata de encontrar una razón, un sentido a ese rompecabezas. Y queda desconcertado porque el homo sapiens ha sido un hombre profundamente violento, que no sabía dar un paso sin hacer daño. Y le desconcierta porque no parece que un sujeto racional como es el ser humano tenga que avanzar así. Y ese desconcierto le dura 5 minutos, dice: no pasa nada, todo esto tiene un sentido. Ese sentido es el progreso y ese es el precio del progreso. Tiene una expresión durísima: todas esas víctimas son florecillas pisoteadas en el borde del camino.
Es verdad que las víctimas han sido la mayor parte de la historia y que el progreso solo ha beneficiado a una mínima parte. Pero eso justifica el conjunto de la historia según Hegel. La memoria no solamente se ocupa del pasado, sino que trata de ver esta realidad profunda, lo que subyace al progreso, y en el fondo a nuestro bienestar, y es el precio es el sufrimiento. Por eso la única respuesta que existe ante esta situación de acelerar la marcha de la historia bajo la lógica del progreso, es entender algo que los antiguos no entendían y es que las víctimas se han hecho visibles. Antes se podía caminar por esa senda porque las víctimas eran invisibles, es decir, insignificantes, carecían de importancia, de significación. Lo habíamos aceptado así todos. Nuestra cultura está hecha de eso: valoramos lo universal sobre lo concreto, lo abstracto sobre lo práctico, etc. Todas eran figuras de exculpación, un blanqueo constante de la violencia. Y eso es lo que desde hace 30 años ya no es posible. La novedad de nuestro tiempo es que las víctimas se han hecho visibles, y lo han sido gracias a la cultura de la memoria. Esta memoria que de repente está iluminando muchos campos: el de la conquista de América, el de la esclavitud, la historia de los imperios ¡ya no los podemos leer de la misma forma! Esta visión arroja nueva luz también para el presente, porque seguimos haciendo la política que domina el mundo bajo una lógica que todavía no se ha hecho cargo de este descubrimiento cultural que es la significación de la memoria.
Hay una nueva víctima que hace 30 años era insignificante también y que no es un sujeto, que es nuestra casa común, el ecosistema, el hábitat que nos permite estar, vivir y ser. Y es también víctima del progreso, que lo ha convertido en un medio y no en un fin en sí mismo. ¿Habría que aplicar este mismo deber de memoria para poder ayudarnos a visibilizar a esta víctima que no es un sujeto pero que es la condición de posibilidad de toda vida?
El deber de memoria se enfrenta a muchas lógicas, pero fundamentalmente a la lógica del progreso. El progreso está alimentado con una ideología que postula que siempre hay tiempo disponible, que el tiempo es inagotable. Y como es inagotable, el tiempo lo puede todo, y sus ideólogos nos recuerdan continuamente que es imparable, porque es como natural y salvífico. El tiempo, aunque cree problemas, acabará superándolos. Esta es la gran diferencia entre el tiempo apocalíptico y el tiempo gnóstico. Para el tiempo apocalíptico el tiempo está fijado, emplazado, es finito. No es verdad que siempre hay tiempo disponible para el ser humano, pero tampoco para el mundo. Este es el gran error.
El tiempo del mundo es por tanto finito, y esto implica que no podemos vivir prolongando el presente sino anticipando el futuro. Para que haya futuro, el presente tiene que pensar en las generaciones futuras. Si solo piensa en sí mismo acaba destruyéndose. La historia de la Isla de Pascua es como una metáfora. Fue una isla paradisíaca hace 700 años. Llegaron allí los humanos y pensaron que todo aquello estaba a su disposición y empezaron a talar árboles, a desertizar el lugar, con ello escasearon los alimentos y se dice que al final consumieron todo lo que había, hasta el punto en que ya no había nada que comer, no había ni un árbol con el que hacer una canoa para poder salir de la isla. Esa metáfora es lo que nos está ocurriendo. Lo grave es pensar que solo estamos nosotros.
La dimensión religiosa del ser humano es algo que la sociedad moderna ha relegado al ámbito privado y ha desechado, aunque se observa un rebrote en nuestros tiempos posmodernos de una revalorización del hecho religioso. ¿Cómo podemos ayudarnos de las religiones, en este “deber de memoria” que propones?
Estamos inmersos en un contexto civilizatorio que pensamos que es el único y que impide pensar en complejos civilizatorios alternativos desde los que poder juzgar los límites del sistema en el que estamos. Todo lo que nos está ocurriendo tiene mucho que ver con el dominio en la historia occidental de un tipo de tiempo y por lo tanto de un modo de entender la historia que produce la catástrofe. Para entender la naturaleza de este tiempo que nos domina y la posibilidad de una alternativa, la teología es fundamental. Tiene esa perspectiva capaz de relativizar lo que nos ocurre.
Este tiempo solamente se entiende en clave de teología política. Y en esa clave podemos entender también su alternativa. El tiempo del progreso es el tiempo gnóstico, aparece en la humanidad en el siglo II como fracaso del tiempo apocalíptico. Hay que ir allí, a ver por qué fracasa el tiempo apocalíptico cuando empieza su alternativa como tiempo gnóstico, y desde estas claves, arriesgar a pensar una alternativa como tiempo apocalíptico. La recuperación del tiempo apocalíptico, o tiempo mesiánico, que diría Walter Benjamin, es el tiempo que puede dar réplica a esta deriva catastrófica en la que nos encontramos.
Uno lee libros de filosofía política, críticos con el progreso, que como están hechos en clave progresista son críticas al progreso que no salen su propio marco. Hay que trascender los límites de esta filosofía política, que está muy relacionada con la modernidad, para poder buscar alternativas. Pero la clave es teológica. Mientras la filosofía política, no digamos ya la ética, no se piense desde la teología política, va a continuar pensando que lo existente es insuperable, que es lo natural. Y hay muchos frentes desde los que se está abordando esta cuestión y por lo tanto son sintomáticos de que este es un camino que hay que tomarse en serio. Esto uno lo encuentra en Kafka, en toda la primera generación de Frankfurtianos, filósofos judíos. Hasta ese momento, en la Europa central, los judíos vivían pensando que vivir como hombre ilustrado era renunciar a sus propias raíces. Esto se producía a muchas escalas. Sabemos que Mahler, para dirigir la filarmónica de Viena, tuvo que bautizarse. Pero todos sabían, cómo decía Rozensweig, que el judío que quisiera ser algo tenía que optar en algún momento entre ser judío o ser moderno-ilustrado.
Y eso acaba con la primera guerra mundial cuando por invitación de Kafka en su “Carta al padre” esa generación se pregunta por la tradición a la que pertenece y que no se les ha entregado. Es a partir de ese momento cuando aparecen esas reflexiones de teología política sobre el tiempo. Benjamin habla de un tiempo pleno opuesto a un tiempo continuum, habla del tiempo mesiánico opuesto al tiempo del progreso. Actualmente en su libro “Altísima pobreza”, Agamben hace una recuperación del franciscanismo en esta misma clave del tiempo. Empieza a haber consciencia de que, sin el referente de la teología política, la filosofía política está condenada a no poder saltar sobre su sombra.
Un par de preguntas más vinculadas al contexto político actual. Respecto a la situación europea vemos un renacimiento de una cierta extrema derecha y de un populismo, identitarios, que se construyen sobre este olvido de lo que ha sido la historia de Europa. ¿Cuál es tu lectura de este momento actual en Europa?
La alternativa a esta Europa del progreso en la que vivimos es la Europa de la libertad y la razón. Ahí se han dado algunos pasos, pero al final, Europa se está construyendo como proyección, en lo común, de los mismos problemas que tienen los estados. Hemos creado una Europa de los mercados, pero en absoluto ha habido el mismo avance en derechos y condiciones materiales de vida. Eso ha producido una enorme frustración alimentada por una crisis, la de los últimos diez años, que se ha resuelto bajo el interés del nacionalismo alemán. Al final se trataba de que los bancos alemanes recuperaran su dinero. Alemania aquí ha olvidado sus responsabilidades históricas y eso ha producido un triunfo de las tesis del neoliberalismo y un aumento de las desigualdades, de la precariedad, y las condiciones de vida se han deteriorado notablemente. Y eso no hace a Europa atractiva. Eso desacredita el modelo europeo, pero debería desacreditar al modelo que estábamos haciendo, no al que debería ser.
Todo esto ha alimentado estos fenómenos de recoquille, de vuelta a lo particular, de protección de lo propio y de miedo a lo transfronterizo. Porque no nos damos cuenta de que la ruptura de las fronteras es justamente lo que nos puede salvar. La respuesta que estamos dando es buscar solamente la protección y la seguridad.
En España, este repliegue identitario nos pone encima de la mesa una tradición y una historia no reconciliada. Lo estamos viendo con todos los debates sobre las exhumaciones y su vinculación con lo religioso. ¿No hemos sabido trabajar tampoco aquí el tema de la memoria?
Aquí en España el tema de la memoria tiene una característica especial. España es un país particularmente alérgico a la memoria. Ya encontramos una potente inteligencia progresista muy crítica con la memoria. Se han dado algunos pasos: la ley de la memoria histórica. Pero a mí me preocupa una cosa. Este avance de la memoria que se está produciendo con dificultades puede acabar mal, porque ha entendido una cosa de la memoria y solo una. En España hemos reducido la memoria histórica a la justicia histórica. Y está bien porque la memoria es justicia y es peligrosa la teoría de la memoria que haga abstracción de las injusticias. Eso es verdad. Pero lo importante de la memoria y lo que yo echo de menos es el nunca más. ¿Y qué significa nunca más? No volver a repetir, significa interrumpir la lógica de la historia, diría Benjamin, significa un nuevo comienzo, diría Arendt. La memoria, paradójicamente, es novedad.
Cualquier discurso de la memoria tiene que tener como norte la reconciliación, y por lo tanto es más que justicia. Porque la justicia mira hacia atrás, hacia los abuelos, pero la reconciliación mira hacia los nietos. Cualquier proyecto sobre la memoria no puede utilizarse como arma arrojadiza, porque el que entiende a una víctima debería entenderlas a todas porque si no significa que no ha entendido a ninguna. Todo discurso sobre la memoria provoca agresividad, enfrentamiento…
Nosotros hicimos en el Valle de los Caídos una propuesta de reconciliación, queríamos transformarlo en un lugar de memorias compartidas. Que fuera un lugar en el que a través de una serie de actuaciones pudiesen ir allí no solamente descendientes de un bando sino de los dos. Y no fue posible. Por un lado, la derecha dijo: esto no se toca, y entre ellos la Iglesia, los benedictinos de allí; y la izquierda decía, esto no puede cambiar de significación.
Nosotros decíamos que esto había que resignificarlo. Yo les decía: daros una vuelta por Auschwitz, aquello no es un cementerio, ¡aquello fue una fábrica de muertos! Y se podría decir, allí no pisa un judío, pues vete, y no hay más que judíos. Se ha resignificado, la gente va allí a reflexionar sobre el sufrimiento. Si existe algún signo que hemos sabido resignificar, ese es el de la cruz.
Imagen extraída de: Canal de Youtube de Cristianisme i Justícia