“Si me matan de día sabrán que ha sido la guerrilla, pero si llegan de noche, serán los militares los que me maten”. Esta fatídica intuición de Ignacio Ellacuría da título a la última película del director vasco (nacido, de hecho, en El Salvador) que narra la masacre que tuvo lugar en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, el 16 de noviembre de 1989, es decir, el asesinato de los mártires de la UCA: Julia Elba Ramos y su hija, Celina Mariceth Ramos, así como los sacerdotes jesuitas Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes Mozo, Amando López Quintana, Juan Ramón Moreno Pardo y Joaquín López y López.
Ellacuría tenía razón en muchas cosas, también en quién sería el responsable de su muerte. Quienes llegaron de noche para perpetrar tamaño crimen a sangre fría fueron los hombres del batallón Atlácatl del ejército salvadoreño, creado y entrenado en la Escuela de las Américas del ejército estadounidense y bajo las órdenes en el momento de los asesinatos del coronel Guillermo Alfredo Benavides Moreno, el oficial de mayor graduación procesado en El Salvador por un delito contra los derechos humanos. Fue condenado a treinta años de prisión en 1992 y puesto en libertad el 1 de abril de 1993. Un ejemplo, el del coronel Benavides, del ocultamiento y la impunidad que han rodeado el caso de los mártires de la UCA durante más de tres décadas.
Con estos mimbres Uribe reconstruye uno de los episodios más paradigmáticos de la violenta historia reciente de El Salvador a través de los ojos de Lucía Barrera de Cerna, empleada de la limpieza de la UCA –interpretada por una sublime Juana Acosta– que, fortuitamente, se convirtió en la única testigo de la matanza que podía desmentir la “historia única”[1] del Gobierno salvadoreño que pretendía cargar con los crímenes al grupo guerrillero Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).
Así, Llegaron de noche viene a sumarse a ese cine social constructor de memoria colectiva y de denuncia de la violencia de Estado en el que se inscriben títulos tan icónicos como La historia oficial, de Luis Puenzo (1985), Rojo amanecer, de Jorge Fons (1989), Kamchatka, de Marcelo Piñeyro (2002) o Salvador, de Manuel Huerga (2006), y otros filmes más recientes, ampliamente galardonados, como El silencio de los otros, de Almudena Carracedo y Robert Bahar (2018), La asfixia, de Ana Bustamante (2018), Canción sin nombre, de Melina León (2019) o Nuestras madres, de César Díaz (2019), entre otros muchos.
Dice Lidia G. Acuña que la memoria es “una reconstrucción actualizada del pasado que actúa como un conjunto de estrategias que nos ayudan a definirnos ante el mundo”. Con ese objetivo que nos interpela y que nos reclama un posicionamiento ante la injusticia y la violencia, el cine que denuncia “la amnesia obligatoria”, que ya señalaba Galeano y que tantos Estados –dictatoriales y “democráticos”– han intentado imponer a lo largo de la Historia, se erige como una herramienta fundamental contra el silencio y la impunidad.
En este sentido, Uribe sabe aprovechar toda la potencialidad del lenguaje audiovisual y pone muchos de sus recursos, estéticos y narrativos, al servicio de la verdad sobre los mártires de la UCA. Esa verdad que quiere ser dicha y que pelea por salir y que el realizador y el cantante y compositor gaditano, Javier Ruibal, ponen en boca del jesuita Ignacio Martín-Baró, guitarra en mano, poco antes de su asesinato. Profética, sin duda, la letra de esa canción que acusa y que viene a reforzar la pregunta obvia y retórica que muy probablemente se hagan todos los espectadores y espectadoras que vean la película: ¿Qué interés tenía el gobierno de Estados Unidos en ocultar que el responsable del crimen era el propio Estado salvadoreño y su ejército?
Y es que dejando a un lado las críticas que algunos compañeros y compañeras han vertido sobre la falta de ritmo del film o su construcción temporal, me parece incontestable que es una película valiente y coherente que va más allá del propio acto de violencia y testimonia la agresividad y el maltrato institucional de las autoridades estadounidenses hacia Lucía y su familia, poniendo el dedo en el ojo, desde este caso concreto, en todas las violaciones de derechos humanos que Estados Unidos promovió y amparó a lo largo y ancho de América Latina en la segunda mitad del siglo XX.
Así lo describió en un artículo en El País, el 26 de febrero de 1981, el propio Ellacuría:
“(…) el apoyo militar norteamericano, se traduce, se ha traducido ya, en la matanza inmisericorde de no menos de 8.000 víctimas inocentes, que no han tenido nada que ver con enfrentamientos militares.
Esto hace que la actual ofensiva diplomática de Estados Unidos para justificar una mayor intervención en El Salvador, so pretexto de una intervención de países comunistas, sea, ante todo, una farsa”.
Mucho está durando ya esa farsa que tan pocas veces hemos visto desenmascarada en nuestras pantallas.
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[1] Le tomo prestado el concepto a la escritoria nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie.
[Imagen de Tornasol Media]