Estaba en deuda con el autor de Mais quel visage a ta joie? (París, 2019) desde que leí  su Invitación a no rehuir cierta tristeza. En la contraportada de este se leía: “es una meditación sobre la tristeza, este sentimiento que nos conecta con nuestro reino interior por el camino de las lágrimas. Es esta tristeza, podemos encontrar una extraña paz que nos enseña a vivir en equilibrio entre presencia y ausencia. Y, si sabemos escucharla, descubriremos una alegría. Una alegría inexplicable. Esta obra no es un trabajo de un erudito, sino de un pasante. Abriéndonos el jardín secreto de sus pasiones literarias y sus penas personales, el autor nos invita a reconsiderar los caminos del bosque de nuestras propias vidas”.

En el paréntesis de una pandemia que nos desnudó de suficiencias y con el trasfondo de destrozos de guerras que creíamos del pasado, me he detenido en páginas como éstas que delinean rasgos del rostro de la alegría y lo dibujan con la sinceridad y la finura de un poeta que escribe trenzando su vida con la lectura de otros que hablan también de los extraños modos en que puede asomar en nuestras vidas. 

Emmanuel Godo (1965), profesor de Literatura en algunos liceos, en la Universidad católica de Lille y en el curso preparatorio de la Sorbonne de París, ha seguido conjugando su enseñanza con la experiencia personal. En su haber se cuentan ensayos dedicado a Barrès, Victor Hugo, Jean Paul Sartre, Gérard de Nerval, Alfred de Musset, Paul Claudel, Léon Bloy, y poemas que han entrado a formar parte colecciones de prestigio. 

Como ocurría con el anterior, en este pequeño volumen sobre la alegría, son citados unos cuantos nombres y textos, y muy expresamente un admirado Claudel, al que ha dedicado otro tiempo y otras páginas. Todo ello con el empeño de descubirir a los alumnos jóvenes “la gran literatura”, la que abre una brecha en lo banal y deja aparecer lo imprevisto, lo desconocido.

El segundo en una trilogía 

Mais quel visage a ta joie? no es una tratado de psicología ni se propone ser un libro de autoauyuda. De confesión protestante, Godo está familiarizado con la Biblia -ha heredado de su madre una edición- y abre estas páginas con una promesa: “Sacaréis con alegría  el agua de las fuentes de la salud” (Isaías 12, 3). Y veremos que las cierra invocando que se abran de par en par las de la mayor dicha: “las puertas del triunfo” (Sal 27, 7). En el entretanto, los capítulos, que son en parte retazos de autobiografía, componen la gama de colores con que la alegría puede aparecer desde la infancia a lo largo de los años de una vida. 

En un breve anteprólogo confiesa su intento: “Hubiera querido no escribir sobre la alegría sino escribir con la alegría. Exclusivamente. Pero soy un hombre que cojea como hombre. En este libro bastantes páginas hablan de la alegría. Algunas han sido escritas en la alegría. Al dictado de la alegría. Estas son, sin duda, las mejores (…). Leer un libro es ir a la búsqueda de algunas páginas de vida que contiene. El autor, como el lector, las busca”.

Una de las recensiones atendibles califica de incomparable este pequeño libro porque no trata tanto de narrar cuanto de invitarnos a pasar la prueba de la verdad ante una pregunta a la vez simple y decisiva: “¿Amo? ¿Amo lo suficiente?” Pregunta que Godo retiene tanto más apremiante cuanto que “nuestra mayor angustia es morir sin haber puesto el amor pleno en el centro de nuestra vida. Amor simple y verdadero. El amor que nos hace vivir”. 

De ahí que, como veremos, evocar a los familiares muertos y a personas singulares y simples que ha encontrado en el camino, sea evocar visitas del amor, y reconocer también en la propia historia desfallecimientos que han aquilatado la alegría. Leyéndolo vienen a la mente los versos de Leopoldo Panero que hubiera podido citar: Lo mejor de mi vida es el dolor./ Tú sabes cómo soy./ Tú levantas esta carne que es mía./ Tú, esta luz que sonrosa las alas de las aves./Tú, esta noble tristeza que llaman alegría”.

Un conjunto de poemas publicado más recientemente cierra, con un “gracias” sostenido, el  alternarse de tristezas y alegrías en el arco de la vida. 

De lo que comienza

Desde el prólogo el autor reconoce lo indecible de la alegría, que es a la vez evidente e imposible de aferrar, que se resiste a la pretensión de un decir exacto. Pero que salta y va delante en la aventura de nuestros días. Pues -confiesa- aunque hay muchas razones para replegarse sobre las amarguras, está también la alegría. Todo un inventario de desgracias, de heridas, de golpes encajados, de ternura no ofrecida, de amor no invertido, además de la cólera que roe, de la injusticia, del “teatro de sombras” del mundo y de los cínicos o los que trafican con ella, no pueden anularla. Pese al silencio que espanta, a las uniones que se rompen o los pozos de soledad, existe la alegría que apenas se deja nombrar, que no sabe que es tal (p. 9-11).

Y hay una primera aproximación: la memoria revivida de la casa de la niñez y las siluetas que la poblaron. Sobre todo la de una madre que celebraba la vida como si no hubiera noches: un “tú” al que no ha dejado de hablar: “cuando cononzo la alegría –dice al final del capítulo dedicado a ella– la mía se une a la tuya. De un modo que no puedo comprender, se confunde on ella…”. Sin que entre los recuerdos felices falte la mención de lo inconsolable, de la pérdida de los seres amados. Porque, para no quedarse en euforia y afrontar lo áspero, este primer peldaño de la alegría necesita el apoyo de cierta paz y un atisbo de esperanza.

De heho, a las páginas sobre el “teatro de la alegría” siguen las que tratan de la rara alegría que pasa por noches; la orfandad y la timidez de los años escolares. Con el contrapeso de libros que hablan dignamente del dolor y de la noche: “leer a esos escritores (Dante, Hölderlin, Nerval…) es atravesar de golpe las aparienias, dejar el mundo de las palabras muertas….entrar en la extraña alegría de las noches, llegar a ese silencio donde todo está dicho de nosotros, de nuestro dolor, convertido en canto de celebración de la grandeza de lo que somos” (p. 41).

Desde los pasos iniciales, la alegría, que es pudorosa, no exhuberante -recuerda el autor- requiere “apostar por la victoria”, es decir, no temblar ante el tiempo que pasa, creer en lo invisible y no aceptar que la nada tendrá la última palabra. Contra los negadores de un horizonte (más veces deplorados en estas páginas) importa advertir las señales sembradas en la vida para recordarnos la verdad de lo que estanos llamados a ser. Eso sí, apostar por una victoria humilde que se sabe deudora de una grandeza más alta.

En la voz de los poetas

En lugar detacado, la de Paul Claudel, nombre nada pacífico en los cenáculos literarios, con una obra ingente en la que se pueden encontrar frases como martillazos, pero también la aceptación de la fragilidad y de “esos silencios infinitos en los que Dios se mantiene oculto”(p 61). Y las palabras de otros más. Porque, para nuestro autor, el poeta es “otro rostro de la alegría” puesto que no se contenta ni con lo insignificante ni con lo efímero, sino que sabe de nuestras raíces y destino, y –como Mandelstam- con sus poemas, puede hacer justicia a los rostros destrozados.

Ellos, los poetas, pueden plantar en nuestro corazón con sus palabras “un fragmento de la palabra eterna” (p 69). Y el lector atento que es Godo deja caer en tono menor una anotación bien interesante al hablar de las citas recopiladas a lo largo de nuestra vida, que formarían –dice- una biografía fiable, más incluso que el relato de los propios recuerdos.

En otros momentos, el lector y profesor reconoce que la literatura que merece ser llamada  así, la que merece ser citada, tiene el valor de devolvernos la confianza en los otros cuando las palabras al uso están gastadas. Y permite oír la música que nos acompaña desde la infancia alejando la tentaciones de desesperar. Muy al contrario del decir de “hedonistas cínicos”, de “destejedores de la lengua”, que nos privan de las palabras que dan forma a la grandeza, como deber, sobriedad, humildad, compasión, constancia o magnanimidad… 

Los capítulos que siguen sostienen que otra alegría sobrepasa a la que no es tal: la de la pobreza aceptada, confiada, como la que Francis James canta en un poema-fábula sobre los asnos entrando en el paraíso, que Godo cita por entero. O los versos sobre la pobreza  de Guy Cadou y la “fe de pobre” que Paul Verlaine expresa en una conmovedora oración (p. 143-144). Una alegría asentada en la confianza que encuentra en la oración a La Vierge à midi del admirado Claudel.

En el capítulo “La nef des fous” deja constancia de su deuda con aquellos que se hacen eco de los sollozos de los muchos, en contraste con “las eminencias grises”, de los que peroran sobre el fin de la historia y los “maestros de la desilusión”. De cuantos hacen creer, en nombre de la miseria del mundo, que la alegría es una injuria. Cuando, por el contrario, cada uno de nosotros lleva consigo “un fragmento de utopía”.

Una alegría que madura 

“En medio del camino de la vida” señala el arranque de la Divina Comedia y el autor ha escogido esa datación para la alegría que ha atravesado algunas pruebas. Con la mención de Dante se refiere a un estadio en el que se ha conocido el poder del miedo a la muerte. Cuando el caminante ha aprendido que somos -como los de la Biblia- “ríos que vuelven a su fuente”. Y que la alegría, por el amor recibido, por el amor dado, puede reaparecer “como un relámpago que refleja el que nos es ofrecido desde toda la eternidad” (p.152).

Es esta una alegría serena que se abre paso en medio y a pesar de los golpes, que llega con la certidumbre de que el camino hacia el final es también “un regreso a la cuna”. La alegría de quien sospecha que el amor es reflejo de otro Amor y de una Alegría que da la vida. Si bien semejante “gracia” no desdice la incomprensibilidad de Dios ni su silencio (p.175).

A la alegría que llega desde un rostro amado se dedican unas pocas páginas, algo esperable porque la alegría es inseparable del amor. Para corroborarlo, Godo acude al canto agradecido de Marie Noël a los Àngeles que nos rodearán en las horas sombrías, a todo aquello que nos hace revivir. Porque a este modo de la alegría no se accede sin probar el dolor, se dice en unos pocos párrafos que vale la pena releer. 

Al final, ante el Rostro de la Alegría

Familiarizado con la Biblia, y atento “al gran silencio amante que llamamos Dios”, el autor se atreve a confesar que aspira a la alegría mayor, que tiene acento de triunfo (Bergson). Pero que ya ahora su fuente esta dentro de nosotros y la oímos resonar en el canto gregoriano, en la música de Bach que nos agranda y nos desarma; que nos consuela y “nos recuerda que nuestras vidas, sometidas al tiempo, se mantienen por un hilo misterioso de la eternidad”. Es la Alegría que, pese a nuestros descuidos, no nos olvida (p 175-176).

Llegando al final, vatios cantos a la alegría deseada se suman en un Epílogo que el escritor encabeza con un versículo del Libro de las Números que habla de la belleza de las tiendas y estandartes de Israel. Un coro compuesto con expresiones propias y citas de grandes nombres: Dante, Villon, Bloy… y de otros menos conocidos que vienen en auxilio cuando el camino se oscurece. 

Y Emmanuel Godo cierra el libro afirmando que la alegría es “la salvación entrevista ya desde ahora pues no somos olvidados”. Entre las hojas de la Biblia familar enfila una entrañable carta a las hijas: “Hay siempre, en algún lugar, un mar que os llama, un Dios que os espera, una infancia que necesita de vuestro sol”. El mensaje no podría encontrar mejor contexto, pues sobre el Libro, sobre la Palabra que hace vivir y revivir, confiesa abiertamente: “Todas las palabras de mi alegría están ahí”. Una confesión que recuerda la de Raîssa Maritain, una mujer crecida entre los Salmos, que dedicó uno de sus Poèmes al que reza: “Todas mis fuentes están en Ti”.

[Imagen de Antonio López en Pixabay]

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Groc esperança
Anuari 2023

Després de la molt bona rebuda de l'any anterior, torna l'anuari de Cristianisme i Justícia.

Felisa Elizondo
Llicenciada en Filosofia i Lletres (Clàssiques) per la Universitat de Barcelona i Doctora en Teologia per la Universitat de Sant Tomàs (Roma). Ha ensenyat Antropologia teològica a l'Institut Superior de Pastoral (campus de Madrid) de la Universidad Pontificia de Salamanca i en la de San Dámaso (Madrid). Col·labora en diverses revistes i publicacions.
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