¡Qué impresionante sería poderle dar un beso al niño Jesús bebé! Ese que vino a Salvarnos seguro que sería un niño pequeño encantador, como todos. Sus padres seguro que pudieron darle muchos y el pequeño también se los agradecería: el cariño de la familia debió de ser bastante intenso.
Describir esto en forma de música requiere de un arte, cuanto menos, fino. Nuestro compositor de hoy tenía todos los ingredientes para que una recreación de un acto tan íntimo llegase a buen puerto.
Si hacemos una lista de los compositores más influyentes del pasado siglo XX debería estar el nombre de Olivier Messiaen (1908-1992), compositor y organista francés que nació en Aviñón y murió en Clichy. También habría que añadir a la lista de las «ocupaciones» de este gran hombre el de ornitólogo. Su afición por los pájaros y su canto no solo era una afición sino que la plasmó en su música puesto que el canto de estos animales celestiales está presente en todas sus obras, con unas transcripciones que son de lo más fiel; no solo los pájaros franceses sino de todo el mundo.
En realidad, podemos caracterizar su vida y su obra mediante tres elementos: la sinestesia, el catolicismo y la ornitología. Vamos por partes.
Como siete años empezó a tocar el piano y con once años se matriculó en el conservatorio de París, algo casi insólito. Poco a poco fue ganando todos los primeros premios, destacando en las clases de composición (con Paul Dukas) y órgano (Marcel Dupré). Desde joven también le atrajeron las métricas de los versos griegos así como los modos antiguos, especialmente hindúes. El órgano le ofreció casi todo lo que quería conseguir ya que le venía como anillo al dedo para su catolicismo practicante. Nada más terminar en el conservatorio, en 1931 fue nombrado organista de la iglesia de la Trinidad de París, puesto que ocupó durante más de sesenta años y para cuyo instrumento escribió las más grandiosas obras para órgano.
Un hecho fundante en su vida (y triste, claro está) fue que en 1940 fue hecho prisionero y enviado al campo de concentración Stalag III A en Görlitz. Allí, un año más tarde, estrenó (rodeado de una audiencia escalofriantemente silenciosa y usando unos instrumentos defectuosos) la que es su obra más icónica y una de las más importantes del siglo XX: el Cuarteto para el fin del tiempo, con los pájaros y la fe en un Jesús que nos trae la alegría, la esperanza y la inmortalidad recorriendo la obra de principio a fin.
Como otros compositores (por ejemplo Scriabin o Rimsky-Korsakov), Messiaen era sinestésico. En sus palabras: «Veo colores cuando escucho sonidos pero no veo los colores con mis ojos sino intelectualmente en mi cabeza». Estas piezas parecen un puzle difícil de cuadrar pero Messiaen, siendo como era un extraordinario compositor, hizo la magia de cuadrarlo todo en un círculo perfecto. Por ejemplo, compuso una monumental pieza titulada Des Canyons aux étoiles… En ella, utiliza pájaro, paisajes y colores del estado de Utah, en Estados Unidos, y compara sus cimas con la Ciudad Celeste. En agradecimiento, el gobierno del estado renombró una montaña para ponerle el nombre de Mount Messiaen.
En 1944 compuso otra magna obra para piano titulada Vingt Regards sur l’Enfant-Jésus. Se trata de veinte meditaciones (miradas) sobre diversos aspectos de la infancia de Cristo. Fue compuesta para su segunda esposa, Yvonne Loriod, consumada intérprete de piano y que estrenó muchísimas de sus composiciones (que ejecutaba de memoria). En esta magna obra encontramos toda la esencia de la espiritualidad del francés, llena de su fe más profunda.
La composición tiene como elemento esencial el silencio, que «suena» entre la poderosa sonoridad del piano, por momentos con resonancias especiales. Esos silencios sirven de respiración y de contemplación pausada. El canto de los pájaros también recorre toda la obra. Messiaen también utiliza bloques de acordes a modo de flases, como retazos de la totalidad de Dios, solo comprensible para nosotros por medio de esos fragmentos.
La decimoquinta pieza se titula Le baiser de l’Enfánt-Jésus, es decir, «El beso del Niño Jesús». Para muchos se trata de uno de los movimientos lentos más exquisitos que haya compuesto Messiaen. Este poseía un cuadro en el que aparecía el Niño Jesús abandonando los brazos de María para darle un beso a la hermana Teresa. Para el compositor esto es todo un símbolo de la comunión, del amor divino que se nos regala. De ahí se deduce que la música que describa la escena debe ser tan suave como el corazón del cielo.
Técnicamente utiliza el llamado modo de trasposición limitada 2. Con toda una carga teórica y teológica, la pieza se inicia con una increíble canción de cuna en la que Messiaen relaciona diversos temas que han aparecido en partes anteriores de toda la composición. Poco a poco, el ritmo de berceuse va desplegándose y girando alrededor de varios ejes tonales.
El compositor, que componía con los colores en su mente, siempre se vio atraído por las vidrieras, elabora así la suya, con unos intensos colores que describen la eucaristía, el beso de un niño Jesús bebé y el verdadero Amor de Dios. Estaba firmemente convencido de que, cuando los colores y los sonidos se combinan de forma adecuada, todo brilla tal y como lo hacen las vidrieras de la Sainte Chapelle de París. Los sonidos crean así un brillo que es un reflejo de la eternidad y que anticipan el brillo perpetuo del cielo, que él veía como «una eterna música de colores, un color eterno de músicas».
[Imagen: La Virgen con el Niño, Santa Teresa de Jesús y otros santos, de Francisco Camilo. Fuente: Museo del Prado]