El pasado mes de febrero, en el ciclo de cine Ignasi Salvat se proyectó Cafarnaúm, una bella película que nos acerca a la pobreza infantil y lo que realmente significa para la vida de los niños y las niñas que la sufren.
“Quiero demandar a mis padres por haber nacido” responde Zian, el protagonista de la película, al juez, en un juicio promovido por un niño que encuentra quien le escuche, pero que reflejará, haciendo continuos flashback a la historia que le lleva a ingresar en un correccional, los juicios y prejuicios que la sociedad suele imponer a los más desfavorecidos, a los que en realidad excluye y deja al margen.
Así, la película muestra la vida de una familia que vive en un suburbio de Beirut, aunque bien podría extrapolarse al de cualquier otra gran ciudad de tantos países en vías de desarrollo. Se trata de una familia numerosa que vive en una situación de auténtica precariedad personal y socio-laboral. Sin trabajo ni una vivienda digna, los padres de Zian no pueden ofrecer a sus hijos educación y éstos, lejos de ir a la escuela, deberán trabajar para contribuir a la economía doméstica. Sorprende no tanto el hecho de que Zian desempeñe duros trabajos de repartidor de una tienda de alimentación, así como de venta ambulante junto a sus hermanos pequeños, sino cómo está normalizado por parte de los adultos del barrio cuando interactúan con ellos. La vivienda de la familia es sin duda una foto de una vida despojada de toda dignidad: viven hacinados sin comodidad alguna, durmiendo los siete hermanos juntos, sobre mantas apiladas en el suelo, sin ducha ni una cocina en condiciones.
Otras instantáneas de la cruda realidad de la pobreza infantil la conforman el estado destartalado de las calles, apenas sin asfaltar, o los niños jugando en ellas a “guerras” con pistolas construidas a base de botellas de plástico y trozos de madera, fumando y bromeando acerca de las drogas. La propia familia de Zian trapichea vendiendo opiáceos a presos cuando van a visitar a uno de los hijos que está interno en prisión.
La precaria situación económica lleva a los padres a concertar el matrimonio de su hija de once años con el dueño de la tienda para la que trabaja Zian. Éste, indignado, intentará huir con su hermana y finalmente apuñalará y herirá a su cuñado, lo que le conllevará una condena de cinco años en un centro penitenciario que no separa a los niños de los adultos.
Líbano ratificó la Convención de los Derechos de Niño en 1991 y varios convenios internacionales del trabajo relativos al trabajo infantil, y, en principio, es ilegal el trabajo de menores de 14 años y está prevista la escolaridad gratuita y obligatoria hasta los trece años. Pero la película se centra en los niños y niñas de los extrarradios, aquellos que quedan al margen de la sociedad, aquellos que nadie escucha ni quiere ver. Cinturones de pobreza que se generan en todas las ciudades, si bien en gran parte de países sumidos en la pobreza adquieren mayor magnitud, de manera que casi la mitad de los 1.300 millones de personas afectadas por la pobreza en todo el mundo son menores de edad; 663 millones, uno de cada tres niños, es pobre[1].
Pero lo bonito de la película es que permite a Zian, un niño de doce años, expresar lo que siente ante la situación que le ha tocado vivir, a través del juicio en que demanda formalmente a sus padres, pero que en realidad nos debemos sentir demandados todos los adultos. Y sus palabras son tan sinceras y recogen tanto dolor que le llevan a exclamar: “Estoy harto de los que no pueden cuidar a sus hijos. ¿Qué voy a aprender de todo esto? De todos los insultos, de todas las palizas, todas las patadas, la manguera o la correa. Las palabras más bonitas que escucho son: vete a la mierda hijo de perra, fuera de mi vista niñato de mierda.” Y añade, “Yo esperaba ser un hombre respetado y amado”. Y ahí radica el punto de inflexión de la película porque después de recorrer escenas en las que el protagonista muestra una gran rabia, impotencia y tristeza, es capaz de manifestar que lo que realmente necesita es atención y cariño. Más allá de las necesidades materiales, o de desear ir a la escuela, lo que anhela su yo más íntimo es reconocimiento. ¿Y quién no? Zian ni siquiera fue inscrito ni tiene documentación, lo que le excluye socialmente. No es nadie para la sociedad, no se le permite tener una identidad. Las situaciones de grave precariedad económica pueden llevar a la desestabilización emocional, y la falta de reconocimiento social al aislamiento no sólo social sino también personal, ya que afecta seriamente a la autoestima.
Escribo estas líneas en pleno confinamiento por la pandemia del coronavirus, que nos ha evidenciado que necesitamos del otro para ser. Somos seres sociales. Nuestra identidad no se construye en solitario, sino a través de las miradas compartidas, de las escuchas, de los abrazos, del convivir. En estos días en los que nos cuidamos para sobrevivir y esperamos poder volver a la normalidad lo antes posible, podemos hacer un ejercicio de empatía imaginando cómo puede ser el día a día de un niño para quien nadie ha trazado un futuro. Que no vive una situación de dificultad transitoria, sino que en el horizonte no alcanza a ver luz que ilumine su cara, que ponga el foco en su persona, sino que le limita a ser uno más de los márgenes, de la periferia, de esas bolsas de pobreza tan estructurales, por cuanto las hemos normalizado.
Cafarnaúm proviene del latín y significa desorden, caos. El caos en el que viven 633 millones de niños y niñas en el mundo. En el juicio, la abogada de Zian interroga a la madre acerca de por qué no inscribió registralmente a su hijo. Y ésta le responde, y con razón, que aquélla nunca se ha visto ni se verá en la situación que ella vive y que daría su vida por sus hijos. En este momento en el que hemos comprobado no sólo lo vulnerables que podemos llegar a ser los humanos a nivel individual sino también colectivamente, ¿vamos a seguir juzgando individualmente evadiendo así toda corresponsabilidad?
Cafarnaúm fue también uno de los lugares elegidos por Jesús para transmitir su mensaje, toda una invitación para que trabajemos por hacer llegar esperanza y vida a tantos niños y niñas a los que únicamente les permitimos sobrevivir.
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[1] Según denuncia el último índice sobre Pobreza Multidimensional publicado en 2019 por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)