[This article contains spoilers]
La Llorona es uno de esos personajes a la vez terribles y fascinantes para los que nos gustan las historias de miedo: el espectro de una madre que ahogó a sus hijos y que ahora los busca por todas partes, haciendo temblar a la gente con sus sollozos y lamentos sin carne.
Jayro Bustamante, director de La Llorona (2019), revisita en su película este fantasma del folclore latinonoamericano y nos la devuelve como portadora del dolor de un pueblo al que las instituciones no están sabiendo hacer justicia. Y es que no han tenido que pasar muchos días para que Enrique Monteverde, general guatemalteco declarado culpable del llamado genocidio maya, se vaya a casa libre, después de que la sentencia haya quedado sin efecto por nulidad del procedimiento. La indignación popular estalla y se agolpa ante la casa (sus gritos y cantos ya no nos soltarán en toda la película). Junto a ellos, otro lamento empieza a escucharse en la noche: el llanto de una mujer a la que no vemos, pero cuyo espíritu ha comenzado a habitar el hogar del viejo general.
No es objeto de este texto hacer una recensión de la película –en cualquier caso, recomendada–, sino convocar el efecto que el espectro va a tener en la esposa del genocida. Mientras él sigue escuchando esos sollozos sin piel, su mujer comienza a padecer una extraña conjuntivitis –los ojos siempre llorosos, hasta la casa se llena de una acuosidad fantasmal–, y en sus sueños empieza a identificarse con una madre asesinada junto a sus hijos por su marido. El general, antes de disparar, le dijo: “si lloras, te mato”. Esa madre –lo sabremos cuando veamos su rostro en el sueño– es la joven que ha entrado a trabajar en la casa familiar hace unos días, cuando comenzaron las protestas. Hasta aquí la parte que eriza la piel.
En nuestras sociedades se dan muchas sensibilidades. Por eso, es conveniente armarse de paciencia: seguramente no veamos nunca satisfechas del todo las propias expectativas. De hecho, lo que La Llorona de Jayro Bustamante nos pone delante es que tal vez haya algo más “objetivo” que nuestras expectativas. Se trata de la solicitud que traen las lágrimas de las víctimas, dolor que no entiende de agendas políticas (que algo no sea prioritario para la mayoría no significa que no sea justo atenderlo y liberador realizarlo), y que reclama una respuesta. Cuando las instituciones fallan, las lágrimas de algunos siguen cayendo, y hay relatos que nos ayudan a confiar en que alguien tenga oídos para ese llanto. Es la narración de una especie de gracia política. Quizá nos pase como a la mujer del general, que ha vivido toda su vida engañándose, no queriendo ver. Quizá nuestros prejuicios y nuestra ideología hayan creado una barrera ya solo desbordable cuando estamos dormidos. Porque lo que el espíritu de La Llorona está logrando –a golpe de pesadilla– es que la mujer del general se ponga en el lugar de la madre asesinada por aquel. Nada más y nada menos que eso. Veremos, al final, qué consecuencias trae (al menos en los códigos de una película de política-terror).
Las sociedades no son capaces de cargar de una vez por todas con sus responsabilidades y culpas. Sería pedir demasiado, quizá. A veces, ni siquiera nos ponemos de acuerdo en determinarlas. Pero, en medio de ese bloqueo, hay algo que mueve la historia y lleva, misteriosamente, hacia la reconciliación: las lágrimas de las víctimas. Como en la película, estas se van acumulando hasta hacer que su caudal se cuele en el sueño de alguien.
Algunos de los pequeños movimientos de consolación y reconciliación que se producen en nuestras sociedades, casi milagrosamente, –Maixabel es un buen ejemplo de esto–, parecen el fruto de la escucha de un gemido emitido a muy baja frecuencia (o de un grito para el que no tenemos oídos). Lo mismo que Yahvé con el pueblo esclavizado en Egipto; lo mismo que Moisés, que no podía olvidarlo. Así se ponen en marcha los gestos que permiten respirar un poco mejor y destensar los músculos a esa otra Llorona que es la humanidad renovada.