El 6 de julio de 1977 se presentaron al mismo tiempo dos importantes documentos de los obispos franceses: una declaración del Consejo Permanente sobre el “Marxismo, el Hombre y la Fe Cristiana”, y una “Nota” de la Comisión Episcopal sobre la Fe y el Marxismo en el mundo Obrero. La diferencia entre los dos documentos es sustancial: el primero, es doctrinal, subrayando la irreconciliabilidad, en el plano de las ideas, entre el catolicismo y el marxismo; La segunda, está impregnada de preocupaciones pastorales, que se mueven según la lógica del realismo.
En 1968 los militantes de la Acción Católica eran el 1,6 por ciento de los afiliados al Partido Comunista Francés; en los años siguientes, el 9,5 por ciento. Una frase del primer documento desató una amarga polémica: “El creyente que colabora sin reservas con los comunistas está trabajando a favor de su propia desaparición”. Los sacerdotes obreros y las muchas monjas que trabajaban en las fábricas reaccionaron: “Los ritmos de trabajo y el tipo de sociedad impuestos por el capitalismo son capaces de disolver la fe de una manera mucho más eficaz que el encuentro con el materialismo histórico y dialéctico”.
Los obispos dividieron a los cristianos en tres categorías:
- Cristianos que se adhieren a organizaciones que de una u otra manera se relacionan con el marxismo, utilizando el análisis marxista y ciertos elementos del materialismo histórico o dialéctico. Los obispos advierten que es difícil separar estos elementos de análisis de sus presupuestos filosóficos.
- Otros cristianos que pretenden lograr la unidad entre su práctica cristiana y la práctica marxista, pero, observan los obispos, “queriendo ser plenamente cristianos, llegan inevitablemente a confusiones que la fe cristiana no puede aceptar”.
- Por último, los cristianos que se afilian al Partido Comunista. “Cuando el Partido Comunista, escriben, tiende su mano a los católicos en cuanto tales, ignora que los cristianos consideran imprescindible el pluralismo político y que, por ello, se niegan a ser una fuerza de apoyo para alcanzar el poder”.
La controversia se desató en torno a los dos documentos. Los nombres más famosos de la cultura y el periodismo, de Montaron a Fesquet, de Oraison a Garaudy, participaron en el debate. En cambio, teólogos de gran calibre, como el dominico Chenu y René Coste, no aparecieron. Los sacerdotes obreros de la “Misión de Francia” estaban desconcertados. En Lyon, el Movimiento del Prado (sacerdotes obreros que se ocupan del mundo trabajador) pidió que se prestara más atención a la “Nota” de la Comisión Episcopal que al documento doctrinal.
Alfred Ancel: el obispo obrero
Fue profesor de filosofía en las facultades teológicas de Lyon. Ordenado auxiliar del cardenal Gerlier, comenzó a trabajar como simple obrero. Estuvo cinco años trabajando en la fábrica, hasta que Roma intervino y dijo “no” a la experiencia de los sacerdotes obreros. Lo conocí en su retiro de Saint-Martin, en las colinas de Lyon: “elegí ser obrero porque tomé conciencia de la situación de los obreros. Verás, los trabajadores sienten gradualmente una especie de complejo de esclavitud en sí mismos. Se sienten como hombres que han vendido su fuerza de trabajo y están siendo utilizados para el beneficio del patrón. Surge la necesidad de estar unidos y de dar vida a un movimiento y este, en Francia, es un movimiento sin Dios… ¡Nosotros, los sacerdotes, somos todavía demasiado desapegados! Para descubrir aún más el movimiento obrero, es útil que, durante un cierto tiempo o toda la vida, un cierto número de sacerdotes acepte participar en la vida de los trabajadores. Trabajé durante cinco años, pero luego me vi obligado a irme. Cuando volvieron a darnos permiso, ya era demasiado viejo para regresar entre los trabajadores. Recuerdo la amistad con ellos. No fui a dar discursos, ni a convertir, sino a vivir sus vidas. Trabajé para prepararme para una conversión colectiva”.
Los marxistas nos obligan a redescubrir a Cristo
Ocurrió un suceso sensacional. En 1979 Ancel publicó un libro Dialogue en vérité, publicado por Éditions Sociales, la editorial del Partido Comunista Francés. Se justificó así: “siempre he tenido relaciones con los comunistas, con los que siempre he tratado de ser lo que soy. Soy cristiano, tengo la fe cristiana. Son comunistas y en Francia, en su mayoría, no creyentes, pero es posible la lealtad total. Los marxistas nos obligan a redescubrir a Cristo, que era un trabajador manual. Encuentro en Marx y los comunistas algunos puntos importantes. Por ejemplo, cuando Marx dice que lo más importante no es conocer el mundo, sino transformarlo. Escribí el libro porque sentí una llamada de Dios a trabajar para hacer presente el mensaje del evangelio de una manera comprensible. Cuando veo a un comunista, estoy seguro de que Dios, que quiere salvar a todos los hombres, está obrando en él. A través del diálogo puedo ver lo que Dios hace en él”. Le pregunté, casi a quemarropa: “Si tuviera que hacer una sugerencia a la jerarquía francesa sobre el gran problema de la relación cristiano-comunista, ¿qué diría?”. No dudó ni un momento en responder: “Que cada uno avance con valentía, y llegará el momento en que podremos hablar y entendernos mejor. Yo añadiría: debemos seguir siendo nosotros mismos y, al mismo tiempo, respetar a los comunistas. Hay ciertas formas de anticomunismo que no son honestas”.
Ancel murió el 11 de septiembre de 1984. Durante un par de años había estado viviendo en una residencia para ancianos. Fui a verlo. Se había quedado completamente ciego. Me confesó: “solo tengo una tristeza, la de no haber creído suficientemente en Dios”.
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