Esta es la pregunta que, de una u otra manera, se vienen haciendo, desde hace unos meses, muchas personas, católicas o no; y, de manera particular, a partir de su ausencia al Viacrucis del Viernes Santo, 29 de marzo, en el Coliseo romano, una de las celebraciones más conmovedoras de la Semana Santa. Dicha celebración contaba, en esta ocasión, con un plus de interés: el texto había sido redactado por el mismo Francisco. Y, sin embargo, las más de 25.000 personas que iban a seguir presencialmente el Viacrucis fueron informadas, pocos minutos antes de iniciarse, que el Papa no participaría en el acto. Tal decisión se había adoptado —según unas fuentes— como “medida de precaución” y, según otras, por prohibición médica. Era una inquietante noticia —una más— sobre la debilitada salud de un anciano de 87 años, precedida de una participación llena de altibajos en las celebraciones de la Semana Santa: el Domingo de Ramos permaneció en silencio. El jueves, en la llamada Misa Crismal, predicó durante 22 minutos, y, además, lo hizo con voz firme, El jueves, 28 de marzo, día en el que se hace memoria de la última cena de Jesús, lavó los pies a doce mujeres y, ahora, se ausentaba de este acontecimiento.
He aquí el contexto en el que, a la vez que han reaparecido las preocupaciones sobre el estado de salud del papa Bergoglio, ha rebrotado la pregunta que encabeza estas líneas. Francisco, hace unos años, se vio obligado a tener que desplazarse en silla de ruedas. En aquella ocasión se le preguntó por una posible renuncia. Él respondió que la Iglesia no se gobernaba con las rodillas, sino con la cabeza. De acuerdo. Pero lo que se viene viendo estos últimos meses, sin invalidar su anterior respuesta, parece estar mermando de manera notable —si no se asiste a una rápida recuperación física— su capacidad de gobierno. Quienes deseamos que se recupere pronto y siga al frente de la Iglesia católica, no lo queremos al precio de tener que ver —como sucedió en los últimos meses del pontificado de Juan Pablo II— a un papa incapacitado para ello. Sería difícilmente soportable repetir el lamentable error cometido en tiempos del papa K. Wojtyla.
Sostengo lo dicho, consciente de lo mucho que hay en juego en estos momentos en la Iglesia católica y consciente de que un cambio de Papa puede bloquear o ralentizar la reforma estructural y sistémica en la que, por voluntad de Francisco, estamos metidos. Quizá, por eso, es muy probable que quiera aguantar —si la salud no se lo impide— hasta el final del próximo Sínodo Mundial del mes de octubre y, como máximo, hasta el verano de 2025. Indico esta posible última fecha porque es el momento en el que diez comisiones de expertos, teólogos y miembros de la Curia vaticana le han de presentar propuestas operativas sobre, entre otros asuntos, cómo “escuchar el grito de los pobres” y cuáles han de ser los “criterios para la selección de candidatos al episcopado” o sobre cómo ha de ser la presencia de la Iglesia “en el espacio digital”. También sobre cómo se ha de proceder para que se sigan abordando sinodalmente —es decir, conjuntamente, bautizados y responsables eclesiales— las “cuestiones doctrinales, pastorales y éticas controvertidas”. E, igualmente, sobre cómo tratar las “cuestiones teológicas y canónicas relativas a formas específicas de ministerios”, incluyendo la posibilidad de que las mujeres puedan acceder al diaconado, entendido —así lo espero— como un ministerio ordenado.
Vistos los muchos años y la precaria salud de Francisco, parece que le va a ser muy difícil culminar el programa de reforma reseñado, renuncie o no al papado. Por ello, creo que esta es una tarea que va a tener que llevar a término su sucesor, en el caso de que el elegido participe de dicho proyecto reformador. Si así no fuera —es decir, que su sucesor se decantara por otras opciones— se evidenciaría, de nuevo, que la asignatura pendiente y más importante de reforma es la que el mismo Francisco llamó, en el inicio de su pontificado, la “conversión del papado”. Y con ella, del episcopado y de los curas. A estas alturas de la historia ya no es de recibo seguir dando por bueno un modelo de gobierno absolutista y monárquico. La Iglesia necesita —como ya se acordó en el Sínodo Mundial de 1969— una Ley Fundamental que esté por encima de las arbitrariedades y autoritarismos de los papas, de los obispos y de los curas; y del discurso que todavía los funda. El papa Bergoglio ha denunciado lo peligroso que es este miura, pero no parece haber ido más lejos de la denuncia. Probablemente, porque es un problema que se tendrá que lidiar en un Concilio Vaticano III que, ¡ojalá¡ sea el primer Sínodo Mundial de todos los católicos, no solo de los obispos.
Mientras esperamos tamaño “milagro”, urge ir haciendo posible dicha “conversión” también aquí, entre nosotros, empezando por poner en su sitio a los obispos y curas absolutistas y monárquicos; en particular, a los que lo son sin reparos. Francisco bastante ha hecho denunciando el problema y no cerrando las puertas a las aportaciones y decisiones que van en esta dirección.