El concepto «modo de vida» hace referencia a la forma de organizar la producción y el consumo. Asentándose sobre una determinada base energética y material, así como sobre unos determinados principios de organización y reparto de los trabajos, determina aspectos tan fundamentales como el modelo de alimentación, movilidad o residencia.
El modo de vida de nuestra sociedad es el característico de la civilización industrial capitalista, que ha redefinido profundamente las relaciones sociales y el régimen de intercambios que establecemos con los ecosistemas. Al conformar la vida social, definiendo las relaciones sociales y los intercambios con la naturaleza, todas las personas participan de él con independencia de su distinta condición. Las diferencias estallan, sin embargo, en una multiplicidad de estilos de vida marcados por las desigualdades de renta, de género, de etnia y por las preferencias culturales e identitarias de personas y grupos sociales, pero esos estilos descansan en una misma estructura de modo de vida. A esa estructura, y no a las diferencias sociales que surgen en su seno, es a lo que hemos dedicado especial atención en el I Informe Ecosocial sobre la Calidad de Vida en España – FUHEM que acabamos de publicar con el propósito de mostrar su carácter insostenible y el alto precio que obliga a pagar en términos de calidad de vida.
Un modo de vida insostenible
Este modo de vida que se desprende de la civilización industrial se expande por todo el planeta a lo largo del siglo XX, particularmente en el trascurso de su segunda mitad, cuando se intensifican y extienden las relaciones capitalistas de la mano de la globalización, acelerando los ritmos de extracción de recursos y de emisión de residuos, dotando a las sociedades humanas de una elevada complejidad y destructividad. Estas circunstancias nos han conducido, ya en el siglo XXI, a un escenario inédito de extralimitación ecológica y desigualdades sociales. Un escenario en el que converge la escasez de recursos estratégicos con la pérdida irreversible de biodiversidad y la desestabilización abrupta del clima, proyectando sobre la humanidad una amenaza existencial. La sociedad española contribuye a esa insostenibilidad global desde su posición más o menos central en el capitalismo mundial.
En el informe hemos centrado la atención en el consumo mercantil, por ser el eje sobre el que gira nuestra vida en unas sociedades que no en vano denominamos de consumo, atendiendo especialmente a tres ámbitos: la alimentación, la movilidad y la vivienda. Solo estos tres componentes absorben la mayor parte del gasto de los hogares (representan la mitad del presupuesto de una familia media española, elevándose hasta el 67% en el caso del 20% de las familias con menos ingresos) y son responsables del mayor número de los impactos sociales y ecológicos que ese modo de vida ocasiona (el 85% de los impactos ecológicos, según el indicador de la «huella de consumo»).
Es así porque exige una enorme cantidad de tiempo a nuestra sociedad (normalmente en forma de trabajo asalariado: 660 millones de horas semanales de empleo asalariado dedicado a sostener este modo de vida) y unas cantidades ingentes de energía y materiales (cerca de mil millones de toneladas, una parte considerable de ellas importadas del exterior, trasladando el impacto ambiental al resto del mundo).
Unas tendencias preocupantes
Asociado a este modo de vida se desprenden múltiples tendencias que hemos agrupado en torno a tres grandes bloques: los desequilibrios territoriales, la insostenibilidad ecológica y las amenazas a la cohesión social por la persistencia de la pobreza, la precariedad y la desigualdad.
La realidad de España está marcada por una fuerte polarización territorial que da lugar a un fuerte desequilibrio poblacional, económico y laboral. El 90% de la población de nuestro país se concentra en el 30% del territorio (fundamentalmente en las grandes ciudades y la franja costera mediterránea); en el otro extremo, de los 8.131 municipios existentes en España, 5.002 municipios tienen una población menor a los mil habitantes, y casi la mitad (el 48,4%) tiene actualmente una densidad de población inferior a los 12,5 hab/km², que es el umbral fijado por la UE para identificar territorios en riesgo de despoblación. Esta circunstancia da lugar a una geografía socioeconómica a dos velocidades con importantes repercusiones en oportunidades laborales y en la prestación de servicios básicos de calidad. Esta dinámica no solo tiene consecuencias sociales y económicas, también graves implicaciones ecológicas. Se observa un dualismo que consolida dos tipos de regiones: unas especializadas en la extracción de recursos y el vertido de residuos, y otras que han centrado su labor en la acumulación y el consumo. Esto provoca, a su vez, una concentración de conflictos ecosociales en las zonas vaciadas a medida que se llenan con megaproyectos extractivistas, energéticos y de monocultivo agrario y forestal con fuerte impacto ambiental (minería asociada a la transición energética, huertos solares y parques eólicos, agricultura intensiva y ganadería industrial ligada a las macrogranjas, etc.).
Otra tendencia tiene que ver con la afectación de los ecosistemas. Veamos algunos síntomas de esta insostenibilidad ambiental: en primer lugar, y como consecuencia de los cambios en los usos del suelo, asistimos a una intensa artificialización del territorio, a costa principalmente de espacios agrarios periurbanos y en abierta competencia con otras especies, cuya situación es cada vez más precaria (dentro del Catálogo Español de Especies Amenazadas: había 600 especies en el año 2000 frente a más de 960 en el año 2020); en segundo lugar, y debido a la hipermovilidad motorizada y a la actividad industrial, existen demasiados entornos urbanos con un grave problema en la calidad del aire, con relevantes consecuencias sobre la salud; en tercer lugar, la presión del modo de vida está alterando la cantidad y calidad de agua disponible (el regadío no ha dejado de aumentar en las dos últimas décadas en un contexto de mayor frecuencia e intensidad de sequías asociadas al cambio climático y, por otro lado, debido a la industrialización e intensificación de la ganadería, la carga de nitratos del agua ha aumentado en un 51% en los últimos años); por último, tampoco el suelo está exento de sobreexplotación y contaminación (el 37% de la superficie del país se encuentra en riesgo de desertificación y existen miles de puntos con suelos contaminados).
Las amenazas a la cohesión social se desprenden de la combinación de la pobreza con la precariedad y la desigualdad (trece millones de personas viven en riesgo de pobreza o exclusión social y seguimos teniendo a una buena parte de la población precarizada, de manera que siendo trabajadora sigue siendo pobre). Reflejan divergencias profundas en la suerte y condiciones de vida de la gente y alimentan un grave malestar y una intensa desconfianza hacia las elites y las instituciones, acentuando el descontento social y la crispación política.
La evaluación del modo de vida en España
En este informe hemos evaluado el modo de vida en España teniendo en cuenta las implicaciones de sus principales componentes y dinámicas. La siguiente infografía ilustra el recorrido que hemos seguido en esa valoración.
El modo de vida analizado a través de sus rasgos y tendencias provoca un deterioro social y ecológico que, además de erosionar las bases sociales y naturales sobre las que descansa, ocasiona graves consecuencias sobre la salud física, emocional y mental de las personas. Vivimos arrastrados por dinámicas sociales que no nos hacen más libres y saludables. El modo de vida imperante nos proporciona unas vivencias de las que no están en absoluto ausentes el aislamiento y la soledad, el cansancio crónico, el estrés, la ansiedad o la depresión, fuertemente vinculados al individualismo competitivo, a la privatización de la vida o a la permanente comparación social.
Es indudable que, aunque el capitalismo haya logrado un éxito incomparable en términos de opulencia material, incapacita en la misma medida para hacer un uso civilizado de ella. De ahí que debamos cuestionar el modo de vida que hemos construido y preguntarnos: ¿qué cabe entender por una vida buena en el contexto de crisis ecosocial en el que estamos?
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