Esta etapa que vivimos es la Última Modernidad, sumida en una crisis ontológica que vacía por dentro las principales categorías en que se basa nuestra civilización. La respuesta requiere una revolución en la cultura de discernimiento público y la reflexividad personal y social, así como una profunda reconexión con la realidad —de la que forma parte la renaturalización—.

El principal problema por el que en el siglo XV se fundó la Modernidad fue la división social que provocó el siglo de la peste que terminó con el Medievo. La Edad Media respondía a otro problema: el desorden que se había expandido tras la Caída del Imperio Romano en el siglo V. El Medievo buscaba el orden cósmico-social y la Modernidad respondía a su problema histórico con la integración —expresada en varios planos (mundialización, equidad, unidad de la persona, democracia, confianza, razón, cosmopolitismo, universalización, fraternidad, alteridad, etc.)—.

Ahora aparece un nuevo problema más profundo que el desorden y la división, y al que no se puede responder desde el orden o la integración. Se trata de una crisis ontológica impulsada por el relativismo, el constructivismo postmoderno, el imperativo de la reflexividad, la progresiva diversificación y personalización de los procesos, la realidad virtual, y la potencia tecnológica para modificar estructuralmente la genética, la esfera mediática o la propia inteligencia.

Es difícil que una generación sea consciente del alcance de las transformaciones que está experimentando la civilización en que vive y que pueda afirmar que está cambiando una era, edad o época. Pero los cambios son de tal envergadura que todos sentimos la aceleración, riesgos y altos niveles de incertidumbre —de la cual el negacionismo y las postverdades son parte—.

La Declaración de la Nueva Era firmada por China y Rusia el 23 de marzo de 2023 ofrece un triste ejemplo cuando pone en cuestión que Occidente pretenda una estrecha definición liberal de las categorías de Democracia y Derechos Humanos. En el segundo punto de dicha declaración se afirma que «no existe una “democracia suprema”. Ambas partes se oponen a que un Estado imponga a otro sus valores, a que se tracen líneas ideológicas, a que se cree una falsa narrativa sobre la supuesta oposición de democracias y autocracias». Y un poco más adelante, añade que «cada Estado tiene derecho a elegir su propio camino de desarrollo en el ámbito de los derechos humanos».

Pekín y Moscú no recuperan su antigua oposición frontal a la democracia en favor de dictaduras proletarias, sino que afirman ser democracias completas. Eso exige redefinir la democracia tal como se ha entendido, con derechos personales inalienables, representación parlamentaria, división de poderes, elecciones libres, sociedad civil y libre opinión pública, etc.

En realidad la Nueva Era no cuestiona el contenido del estándar internacional de democracia, sino el mismo hecho de que se pueda considerar que existe una definición internacional. Afirma que cada país tiene derecho soberano a definir democracia según sus propios valores, ideas y tradiciones. Cuando sostiene que no existe una «democracia suprema», significa que el término «democracia» es lo que cada Estado entienda en la relación entre pueblo y poder. Claro que también hace entrar en crisis lo que significan «pueblo» y «poder». Del mismo modo, la declaración afirma que «la realización universal de los derechos humanos es una aspiración común de la humanidad», pero que cada Estado elegirá el contenido o desarrollo de cada uno de los derechos proclamados.

El fin del consenso de la postguerra —la gran respuesta a los horrores de Auschwitz, Hiroshima, el Gulag y la Gran Depresión del 29— no ha llegado por la oposición de demócratas y autócratas, tal como caricaturiza la declaración de Pekín. El reto no está en el incumplimiento de los principios y textos de la democracia y los Derechos Humanos, sino que la quiebra de la Modernidad de los Derechos Humanos ha llegado por el cuestionamiento de las palabras que los componen. La Nueva Era no niega la democracia, sino que hace entrar en crisis el ser de la democracia, que sea la democracia. Y no inicia una discusión internacional para acordar una definición más amplia, sino que niega que pueda haber un concepto universal de democracia. No es relativismo, porque quien tiene que definir lo que es democracia es un Estado absolutista. No es una relativización de la democracia, sino que es un problema más profundo: el ser entra en flotación, se rompe la ontología de la democracia y queda a merced del poder. La Nueva Era de Pekín no trata de que haya más o menos democracia, sino que disuelve la propia categoría democracia al vaciarla de ser.

Esta disolución del ser de los Derechos Humanos y el ser democrático en la Declaración rusochina de la Nueva Era no es un caso aislado y su relevancia no procede solamente del poder descomunal de ambas potencias, sino que forma parte de una desontización —pérdida del ser de cada cosa— mucho más extensa, profunda y sistémica. Así iremos viendo disolverse todo el tejido que formaba la civilización, salvo en aquellas zonas institucionales que adopten una nueva cultura de reflexividad, discernimiento y lo que la cultura católica entiende por sinodalidad. La gran respuesta a la esta crisis ontológica de la Edad del Ser es la Democracia Sinodal.

[Imagen extraída de Freepik]

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Doctor de Sociologia, professor de la Universidad Pontificia Comillas -on dirigeix l'Institut Universitari de la Família- i Research Professor del Boston College. Va fundar i va ser primer president del Global Social Sciences Network d'IFCU. És president de la Fundació RAIS, patró de la Fundació BoscoSocial i patró de la Fundació FOESSA, dels informes dels quals és un dels coordinadors. Forma part de CVX i és membre del Consell Executiu Mundial.
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