El neoliberalismo desatado que ha actuado en los últimos treinta años ha facilitado una mutación de las sociedades comunistas en un nuevo tipo de Estado hipercapitalista que toma lo peor de las tiranías y lo peor del capitalismo. Esa mutación sistémica es la herramienta principal de la llamada Nueva Era.

La Declaración de la Nueva Era firmada por China y Rusia el 23 de marzo de 2023 graba un hito en la historia del siglo XXI desde varios puntos de vista. Además de fortalecer el bloque chino del que Rusia se hace subsidiaria, extiende sobre Occidente una alternativa de neocristiandad en la que Moscú aparece como una nueva Roma que quiere ser santa sede moral de la civilización cristiana ultraconservadora.

Pekín es la capital comercial y política, mientras que Rusia se resigna a ser pretendida capital moral de las esencias de la cristiandad y de la agenda ultraconservadora mundial en la que se cruza confesionalidad, bioética postindividualista, nacionalismo y ultracapitalismo. Donald Trump rompió el tabú rusofóbico y eso permite una penetración política que todavía no se ha previsto.

La guerra de Ucrania no solamente enfrenta a los países combatientes, sino que retrata a todos los países del mundo, obligados a posicionarse respecto a los bloques que se forman alrededor de ellos. Esta cruenta guerra es el final de la gran globalización neoliberal y el inicio de otra etapa.

La globalización que se inició en la primera mitad de 1980 con las políticas neoliberales anglosajonas y las reformas del sistema económico chino, ha extendido por el planeta el hipercapitalismo. Aunque la doctrina capitalista del Foro Económico Mundial preveía que la economía de mercado iba a provocar una democratización masiva por la formación de una clase media y la constitución de una sociedad empresarial libre y disruptiva en el interior de los países, las previsiones no se han cumplido.

De hecho, el papa Francisco señalaba en la encíclica Fratelli Tutti que «la historia da muestras de estar volviendo atrás» (no.11) y en la democratización del mundo hay «sueños que se rompen en pedazos». Dos quintos del mundo son países que sufren regímenes autoritarios y se ha frustrado la expectativa de que el mundo estaba avanzando hacia una progresiva democratización en todas partes. Todo régimen dictatorial era un Estado frágil que iba contra el reloj de la historia y los movimientos internos y la presión internacional lograrían su fin. Así fue con las dictaduras ibéricas y sudamericanas, y el caso paradigmático fue Sudáfrica.

Sin embargo, China aplastó en 1989 dicha esperanza en la Plaza de Tiananmén, el bolivarianismo emergió en 1999, la Primavera Árabe de 2010 no obtuvo el resultado esperado y las regresiones políticas de Rusia y sus Estados satélites han marcado otra tendencia. África está en un hondo estancamiento y solamente el 20% de sus Estados son democracias.

No solamente es que los regímenes autoritarios no se encuentren amenazados, sino que el modelo de globalización neoliberal los ha fortalecido y ha conducido a una mutación que ha dado lugar a un nuevo modo de producción y Estado.

A los antiguos modos de producción comunista (posesión estatal de las plusvalías), capitalista (administración patronal de las plusvalías) y socialdemócrata (distribución mixta y negociada de las plusvalías), se ha sumado el nuevo modelo diseñado por China tras la represión de Tiananmén en 1989. Del conflicto emergió el liderazgo de Jiang Zemin, quien proclamó en 1992 el modelo de economía de mercado socialista. El paradigma adopta lo peor del capitalismo y lo peor del comunismo.

Estructuralmente, el capitalismo de Estado supone que la élite empresarial y financiera está compuesta por un conjunto de gobernantes, altos funcionarios y militares, así como una clientela afín al régimen. Los titulares del poder estatal son propietarios de las grandes corporaciones, de modo que el consejo de ministros es la patronal capitalista. El caso de Venezuela ofrece ver la formación de un Estado hipercapitalista y documentar cómo todos los capitales han sido obligatoriamente transferidos a manos de las elites gubernamentales y militares. Es comunismo sin socialismo o comunismo asocial. En realidad el comunismo siempre había sido antisocial, pero ahora ha completado el círculo del dominio absoluto.

Así, el bloque neocomunista ha cumplido paradójicamente el más certero diagnóstico de Karl Marx cuando defendía a los recolectores de uvas caídas de las viñas del Mosela: el Estado no defendía a los pobres porque en realidad el consejo de ministros era un órgano controlado por los grandes consejos de administración y propietarios.

El modelo de capitalismo de Estado combina el hipercapitalismo económico con la tiranía en todo el resto de dimensiones de la vida pública y privada. En la doctrina clásica liberal esa combinación no era sostenible porque se suponía que las dinámicas capitalistas liberalizaban toda la vida pública. Además, un elemento clave de la Guerra Fría afirmaba que la economía dirigida estatalmente era inferior a la que confiaba el progreso a la libre actividad de las agencias.

Sin embargo, el hipercapitalismo ha creado un sistema en el que el dominio de la economía ya no está en manos de los industriales productivos, sino de las corporaciones financieras que seleccionan aquellas empresas donde pueden maximizar sus rentabilidades. Esa escisión entre economía productiva y economía especulativa ha hecho posible que el capitalismo pueda ser desmontado de la democracia y ensamblado en cualquier tipo de régimen político.

El capitalismo de Estado no tiene que ver con una pesada red de empresas públicas, sino que los individuos que ocupan el Estado ejercen todo su poder tiránico para apropiarse personalmente de aquellas corporaciones que tengan éxito entre las miles que compiten por ganar.

Son economías militarizadas en las que las corporaciones prósperas ya no pagan mordidas a los políticos, sino que les trasvasan poder accionarial estratégico. Los gobernantes y su círculo clientelar no arriesgan ni el poder ni el capital.

A cambio del alto pago accionarial por parte de los emprendedores, estos pueden gozar de una economía militarizada en la que los trabajadores no pueden ejercer derechos sindicales y no hay estándares que cumplir en materia de derechos humanos, legislación medioambiental, etc. Todas las peores prácticas de explotación son garantizadas por el régimen autoritario. Cuando las grandes corporaciones occidentales como Apple tienen su base industrial en China y este tipo de sistemas, actúan desde las mismas claves y se benefician de sus economías militarizadas.

De este modo, el hipercapitalismo opera en un triángulo que garantiza las mayores explotaciones de la historia: los países de la OCDE donde tienen al grueso de sus consumidores, los regímenes de capitalismo de Estado y los paraísos fiscales o los criptomercados profundos de Internet.

En enero de 2020 el Foro Económico Mundial reunido en las cumbres nevadas de Davos declaró el final de la globalización hipercapitalista, un paradigma acabado que debía dejar paso a un capitalismo social y ecológico. El capitalismo de ecología integral fusiona sostenibilidad medioambiental, justicia socioeconómica y democracia política. No es solamente una reacción a la crisis climática, sino a un mundo que se ha lanzado a un proceso de globalización que no ha exigido democratización ni distribución justa de los beneficios, sino que ha alimentado a las peores avaricias del planeta.

La crisis de 2007 fue un duro golpe que ponía de manifiesto el estado de depredación y estafa financiera contra la población y los empresarios productivos. El levantamiento de un sector electoral indignado a partir de 2010 y la extensión de la sensación de abandono social, supuso un giro político.

A su vez, la cultura de la economía global sufrió un fuerte varapalo por el hundimiento reputacional de las elites financieras mundiales —y sus compañías consultoras que dominan gran parte del sistema— y de las grandes compañías que como Google, Amazon, las mal llamadas empresas de economía colaborativa y desde 2016 las redes sociales Facebook, Twitter o TikTok. La globalización había aupado corporaciones con nuevas culturas empresariales que habían enarbolado la semántica de la innovación, el dinamismo, la flexibilidad, la continua transformación, etc. Google, Amazon y Facebook son casos emblemáticos del nuevo paradigma, pero la reputación de su ética laboral, sus prácticas comerciales, la banalidad de su discurso y su sistemática evasión para pagar impuestos en las sociedades en que obtienen sus cuantiosos beneficios, han hundido sus reputaciones. Esto ha abierto una brecha en la legitimidad del modelo económico neoliberal.

La libre globalización parece haberse frenado y los bloques reajustan sus estrategias para una competencia más proteccionista que reduzca la extrema dependencia de China. No obstante, treinta años de hipercapitalismo ya han terminado de completar las nuevas dictaduras hipercapitalistas. Ahora es mucho más difícil y el modelo está siendo exportado a África y las áreas de influencia del nuevo bloque rusochino.

Junto con ello, Rusia añade otro factor. Si el comunismo chino ha renunciado a la propiedad pública, fácilmente puede también abrazar el proyecto moral ultraconservador ruso. No tiene que asumir la Doctrina Social de la Iglesia ni una agenda humanista, y menos principios liberales, sino implementar políticas en los tres asuntos en que el cristianismo integrista ha concentrado toda la atención: aborto, eutanasia y homosexualidad (junto con el programa queer). Nacionalismo supremacista y neoliberalismo ya son puntos de convergencia. Así tendríamos Estados hipercapitalistas integristas, lo cual rompe interiormente el bloque occidental.

El capitalismo de Estado ha sido un invento de la globalización contra la que la generación del Foro Social Mundial de Portoalegre ya avisó por activa y pasiva al Foro Económico Mundial de Davos. Ahora Portoalegre y Davos parecen compartir parte de la nueva agenda del capitalismo de ecología integral, pero ni juntos serán capaces en décadas de contrapesar el nuevo eje Pekín-Moscú.

La solución no reside en el encastillamiento de Occidente, sino, por el contrario, en generar una nueva alianza multipolar que al modo del salto dado por los Derechos Humanos de 1948, sea capaz de crear una alternativa legítima y creíble a la Nueva Era de Pekín. Y eso pasa por un sistema económico que asuma como factores de sostenibilidad la equidad, la ecología, una cultura de sentido y la democratización. Si Occidente no se une a más países en una profundización civilizatoria, muchos en Occidente comenzarán a envidiar los Estados hipercapitalistas de la Nueva Era de Pekín.

[Imagen de PublicDomainPictures en Pixabay]

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Doctor de Sociologia, professor de la Universidad Pontificia Comillas -on dirigeix l'Institut Universitari de la Família- i Research Professor del Boston College. Va fundar i va ser primer president del Global Social Sciences Network d'IFCU. És president de la Fundació RAIS, patró de la Fundació BoscoSocial i patró de la Fundació FOESSA, dels informes dels quals és un dels coordinadors. Forma part de CVX i és membre del Consell Executiu Mundial.
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