Hace unos diez años, en el verano del 2013, me encontraba en Cusco, Perú, como voluntario en un grupo que trabajaba guiando y facilitando ceremonias de ayahuasca. Llevaba ya varios meses en los países andinos conociendo su historia, su cultura, su espiritualidad y su lucha ancestral. Curiosamente, a dos o tres casas del hostal en el que originalmente me hospedé en Cusco, se encontraba un pequeño templo vaisnava. Comencé a asistir diariamente a las ceremonias, cantos y cenas que ahí organizaban. Paulatinamente fui tejiendo una amistad con los sannyasis (renunciantes o monjes) que habitaban el templo. Entre las muchas conversaciones que se dieron, me gustaría recuperar especialmente una de ellas.
Los monjes sabían que yo era voluntario en ceremonias de ayahuasca. El día siguiente iba a probar por primera vez la técnica de la montaña, una técnica que se distingue de la de la selva (siendo esta más medicinal) por su connotación guerrera. A modo de consejo, uno de los monjes me dijo: “Cuidado con los atajos espirituales”. Sus palabras quedaron resonando en mi corazón hasta el día siguiente.
Como preparación a la toma de la ayahuasca, el grupo con el que estaba aprendiendo, el cual incluía chamanes shipibo y queros, comenzaba con una lectura de la hoja de coca (los quechuas leen la hoja de coca como los chinos el té). En ese momento yo me encontraba discerniendo mi vocación a la Compañía de Jesús, es decir, me preguntaba si Dios me llamaba o no a ser jesuita. Una de las obvias preguntas que yo tenía para la hoja de coca era justamente la referida a mi vocación. Sin embargo, como los chamanes ya me habían conocido días antes y ya había yo externalizado mis inquietudes vocacionales, de forma explícita me indicaron que no le preguntara ni a la hoja de coca ni a la ayahuasca por eso. Me dijeron que ese tipo de cuestiones no se resuelven con un “viaje”, que no tomara atajos, que esa pregunta la tenía que responder con un trabajo muy profundo y que por lo tanto llevaría sus años. Básicamente el mismo mensaje que el monje vaisnava me había transmitido el día anterior.
De inmediato se me vino a la mente Mateo 13, 44: “El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en un campo. Quien lo descubre, lo vuelve a esconder; su alegría es tal, que va a vender todo lo que tiene y compra ese campo.” Reflexioné entonces lo siguiente: actualmente hemos convertido la espiritualidad en un tianguis. Vamos regateando, queriendo tomar atajos, ahorrarnos senderos que nos dan pereza o pasos que consideramos difíciles. En un tianguis ves unos zapatos y preguntas: “¿cuánto cuestan?”. “300 pesos”. “Te doy 150” podemos llegar a responder. En la espiritualidad es como si fuéramos al tianguis y en el puesto budista preguntáramos qué implica ser budista y ante la respuesta dijéramos algo así como “pues yo sí medito, pero no seré vegetariano”, o como si fuéramos al puesto católico y entonces regateáramos diciendo “sí voy a misa, pero nada de trabajar por la justicia”. Rechazamos todo lo que implica seguir un camino, rehuimos al compromiso, a todo aquello que vaya más allá de nuestro gusto y nuestros términos. Por el contrario, pensé, la espiritualidad es como una joyería, la joya cuesta lo que cuesta y no se vale regatear. No hay atajos que tomar, sino cruzar el umbral con todo lo que implique.
A los años, reconozco que puede haber imágenes desafortunadas en las metáforas que elijo. Para quien no tenga familiaridad con la palabra, tianguis es un tipo de mercado tradicional en México (tiene sus homólogos en América Latina y otras sociedades tradicionales) que cumple una función más allá de la mercantil, ya que opera también como mecanismo de cohesión social, de encuentro comunitario, etcétera. En ese sentido, actos como el regateo no necesariamente habría que juzgarlos en los términos con los que lo utilicé en mi metáfora, pues también se trata de intercambios más allá de la lógica económica del capitalismo. Una joyería, por el contrario, no sale de estas lógicas.
Otra limitante está en la interpretación. Muchas de las personas a quienes les he contado esta experiencia la interpretan como una crítica de mi parte al hecho de aprender de distintas religiones. Si se toma en cuenta el contexto en el cual narro mi historia (sannyasis, chamanes y citas bíblicas), se podrá constatar que no tengo ningún reparo en el hecho de la mutua fecundación entre las distintas tradiciones espirituales. Por supuesto, hay que plantear desde donde se realiza dicha fecundación, pero ese es tema para otro artículo.
Aún reconociendo las limitantes de mi metáfora de hace una década, sigo confirmando el mensaje que quiero transmitir y que a mi me llegó de forma interreligiosa: algo que me dijeron un sannyasi vaisnava y un chamán peruano me remitió a un texto bíblico y entre las tres fuentes se tejió una enseñanza. El mensaje lo entiendo en los siguientes términos: la espiritualidad contemporánea está atravesada de una serie de factores (muchos de ellos ya los he trabajado en artículos anteriores) que la pueden llevar a querer tomar el camino fácil. Un factor, por ejemplo, es el experiencialismo espiritual, esta suerte de adicción que tenemos las y los modernos (o postmodernos) por vivir experiencias. Tal vez tenga que ver con el vacío existencial al cual nos condena una cultura que va desfalleciendo y que ya no tiene mucho que aportar. Ante dicho vacío, queremos mantener el estímulo siempre presente para sentirnos vivos y vivas. Reducir la espiritualidad o el camino espiritual a una serie de experiencias muchas veces inconexas entre sí cuyo único fin es mantenerme estimulado es, desde mi punto de vida, uno de los grandes peligros y desórdenes de la espiritualidad contemporánea.
Otro factor importante es el del materialismo espiritual. El término fue acuñado en los años 70 por el maestro tibetano Chögyam Trungpa.[1] Su objetivo era advertir sobre lo que podríamos llamar una suerte de “emprendedurismo” en el campo de la espiritualidad, es decir, cuando se utiliza la espiritualidad para ganar dinero. Sobre todo, el materialismo espiritual quiere expresar el riesgo de utilizar la espiritualidad como un medio para conseguir beneficios específicos como paz mental o relajación, que en realidad pueden llegar a ser falsos refugios que impiden trabajar en serio las fuentes del sufrimiento. Parte del riesgo del materialismo espiritual consiste en un incremento del ego, en una mayor identificación con sus ilusiones, sus autoproyecciones y sus deseos, ya que el ego, que ahora se considera a sí mismo como espiritual, se vale de prácticas y narrativas espirituales para fortalecerse a través de perpetuar sus ilusiones y sus deseos.
En términos más actuales, importantes investigadores contemporáneos, tales como Jorge Ferrer y Maribel Rodríguez, hablan del narcisismo espiritual[2] como uno de los posibles riesgos del camino espiritual. Si bien podemos afirmar que tanto el narcisismo como el materialismo espiritual pueden rastrearse en siglos y hasta en milenios anteriores (la mística del siglo XVI español, por ejemplo, habla de la gula espiritual), no podemos tampoco dejar de lado que las condiciones socioeconómicas y culturales actuales promueven e incluso premian lo que antaño era más fácilmente reconocible como una tergiversación de la espiritualidad. Vivimos en una cultura que construye personalidades narcisistas, y la espiritualidad no podía quedar intacta.
El narcisismo espiritual, entre otras cosas, opera como la construcción de una falsa identidad alrededor de la autoconcepción “soy una persona espiritual”. Esto en ocasiones se traduce en el ya trabajado “buenismo espiritual”, pero también en el wellness. De pronto el yo se convierte en el epicentro de prácticas que supuestamente tendrían que descentrarnos de nosotros y nosotras mismas para abrirnos a una misteriosidad que rompe las acotadas y limitantes concepciones del ego. Peor aún, el narcisismo espiritual puede incluso llegar a crear personalidades perversas que, valiéndose de discursos supuestamente espirituales, terminan dañando a otras personas llegando incluso a extremos como el abuso sexual o la manipulación de consciencia sistematizada, es decir, no como el fruto de un error o debilidad puntual, sino ya como la misma dinámica de la personalidad.
Como lo expresé en un artículo anterior, me parece que parte fundamental de las problemáticas anteriormente tratadas reside en una falta de reflexión y consideración del influjo de las sociedades contemporáneas en la espiritualidad. No se toma en cuenta que, a pesar de que fenómenos como el materialismo o narcisismo espirituales tengan sus correlatos premodernos, la especificidad de la construcción del individualismo moderno viene a plasmar en la subjetividad de las personas notas que son puramente modernas y que no conocieron ni Buda, ni Teresa de Jesús, ni los Vedas. Si verdaderamente queremos comprender mejor estos fenómenos espirituales contemporáneos, será necesario un acompañamiento e investigación que se sustente tanto de las sabidurías espirituales del planeta como de los análisis que intentan entender la formación de las subjetividades actuales.
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[1] Chögyam Trungpa, Más allá del materialismo espiritual (Buenos Aires: Editorial Troquel, 1998).
[2] Maribel Rodríguez, Más allá del narcisismo espiritual (Bilbao: Desclée de Brouwer, 2021).
[Imagen de Karlo Manson en Pixabay]