Nunca sabré lo que es ser latina en un país de blancos. Esta evidencia –puesto que soy hombre y blanco– solo se me iluminó, sin embargo, hace muy poco tiempo, gracias a una anécdota que cuenta Gabriela Wiener en su novela Huaco retrato: el día en que la protagonista –peruana de rasgos indios, negros– fue presentada a la abuela de su pareja femenina –la protagonista tiene una relación poliamorosa–, aquella le dijo que estaba buscando una mujer para que le limpiara la casa, que si ella estaba disponible. Por supuesto, la señora –española, blanca– no lo dijo con mala intención, pero el malentendido sirve para entender lo que quiere decir racializar: no es solo que pertenezcamos a una raza, sino que además sufrimos las consecuencias de las creencias injustas sobre la nuestra en una determinada sociedad. 

Hay situaciones que no viviremos nunca y preguntas que jamás nos tendremos que hacer, y esto quizá señala el límite de la empatía: esta no parece suficiente para que un hombre blanco “viva” las consecuencias que a veces tiene ser una peruana “muy india y muy negra” en Madrid –creo recordar que la anécdota del libro sucedía allí–. Sin embargo, la empatía sí puede dar ese mínimo valiosísimo: hacernos conscientes de preguntas que, como decía, no hemos tenido que responder (¿por qué la abuela de mi pareja piensa que podría trabajar limpiándole la casa?, ¿por qué tengo que sufrir por esto?). Quizá desde esas preguntas ausentes en mí –pero presentes y difíciles para el otro– sí podamos dar ese salto a sus zapatos que es la con-pasión. 

Hay situaciones y preguntas que se anuncian ya en el vientre materno. Si Lucrezia, la niña protagonista de El retrato de casada, de Maggie O’Farrell, no hubiera nacido mujer e hija de duque en el siglo XVI; si la política matrimonial de la aristocracia de aquel tiempo no la hubiera obligado a casarse con el duque de Ferrara, entonces Lucrezia no hubiera “tenido” que morir. Porque ser mujer e hija de duque en aquella época ahorraba, seguramente, muchas preguntas, pero acarreaba otras: ¿por qué tengo que casarme con alguien con quien no quiero casarme?, ¿por qué tiene que venir cada noche esa persona a mi alcoba para hacer algo que no me gusta?, ¿por qué mi vida solo vale si sirve para darle un heredero? La mujer moderna ha nacido entre preguntas de parto que han servido para darse cuenta de que la dignidad de una mujer no podía ser colocada exclusivamente en la posibilidad de ser madre o en su elección de la virginidad, como a veces los sistemas religiosos hemos contribuido a hacer creer. En el amplísimo arco que va de la virginidad a la maternidad, fundidos en María de Nazaret, la generatividad femenina pasa también por cosas como la que, por ejemplo, más le gustaba hacer a Lucrezia de’ Medici: pintar. Qué emocionante es cuando la literatura hace sobrevivir aquello que una época mata antes de hora. 

Las preguntas que se anuncian en el vientre materno son muy importantes, porque nos dan la medida de lo que después será el amor de Dios sobre una persona. Porque ese amor tiene que atravesar, precisamente, la distancia que ponen las preguntas injustas entre nosotros y una vida plena. Algunas de ellas se barruntan como nubarrones ya antes de nacer. El amor de Dios se hace presente en el baño en el que la protagonista de Huaco retrato se encierra a llorar después de que se deduzca –por el color de su piel no podía ser otra cosa– que es una “kelly”. Y se va haciendo también presente, atravesando preguntas difíciles, para hacernos entender que la dignidad de una persona no puede ser colocada exclusivamente en una de sus posibilidades, por buena que pueda ser. Una vida moral va también de no hacer, con nuestras decisiones, que Dios tenga que recorrer demasiada distancia para encontrarnos y poder experimentar su amor.  

Por eso hay que poner mucha atención a los ingenios que nos separan de nuestros cuerpos y del de los demás, y mucho sentido crítico para ver si estamos obligando a Dios a recorrer más distancia de la necesaria. Porque su amor tarde o temprano nos alcanzará, pero siempre es preferible que lo haga pronto. Pensaba estas cosas estos días, cuando se conocía la noticia sobre la nieta de Ana Obregón, nacida a través de la llamada gestación subrogada. Una niña que, desde su aparición en el vientre de la madre gestante –no lo podemos dudar– es amada por Dios. Esa niña podrá ser astronauta, pintora, religiosa, madre… Y su vida ya es digna, un bien sin precio, aunque se haya pagado por ella. Pero, como decía, la vida moral tiene que ver también con no cargar a los demás con preguntas demasiado difíciles, y las preguntas que tienen que ver con una separación en el origen suelen serlo. ¿Por qué la voz que escuchaba en el vientre materno no era la de quien me cuidó después? 

No sé. Quizá dentro de un tiempo las preguntas que hoy nos parecen difíciles se hayan normalizado y superado. Pero cuando nos parece bueno no haber tenido que enfrentarnos a algunas, probablemente estemos ante algo que debamos evitar también a los demás. Si el vientre materno es, como parece, un lugar de enorme concentración de amor de Dios, podríamos viajar a él para pensar qué preguntas injustas se están anunciando ya, viendo lo que espera fuera. Para ahorrar sufrimiento a la mujer india-negra, a la niña que también querrá pintar, a la que podría preguntarse “¿quién es mi madre?”. 

[Imagen extraída de freepik]

T'AGRADA EL QUE HAS LLEGIT?
Per continuar fent possible la nostra tasca de reflexió, necessitem el teu suport.
Amb només 1,5 € al mes fas possible aquest espai.
Jesuïta en formació. Estudia la Llicència en Teologia Fonamental a la Pontificia Facoltà Teologica dell'Italia Meridionale de Nàpols. Col·labora amb l'associació Figli in famiglia al barri de San Giovanni a Teduccio.
Article anteriorMonseñor Rolando Álvarez: la noviolencia de un siervo sufriente de Yavé
Article següentJusticia, memoria y esperanza en la sierra Tarahumara

DEIXA UN COMENTARI

Introdueix el teu comentari.
Please enter your name here