“Deja de hablar de ‘Hijo’, di con el corazón ‘Uno’”. Este verso del poeta, teólogo y místico sufí Rumi, presente en unos de los poemas del Diván, tiene la virtud de iluminar, al menos, dos experiencias irreducibles. La primera, ciertamente, es islámica: Allah es Uno y, por tanto, Jesús no puede ser el Hijo. Pero solo hay que darle la vuelta para obtener también la verdad irreducible del cristianismo: Jesucristo es el Hijo de Dios encarnado. El verso está expresando, pues, en lenguaje poético, esa conocida e insuperable diferencia en el plano dogmático.
Pero, antes de que nos separen los dogmas, la diferencia ya se ha producido al nivel de la experiencia personal y colectiva: cuando reza, el musulmán no lo hace a un Dios en que hay “personas”, mientras que la resurrección de Jesús hizo que no pasase mucho tiempo hasta que sus seguidores lo experimentaran como Hijo. En la mística musulmana, la relación entre Allah y su criatura se da sin mediaciones; la espiritualidad cristiana afirma, por su parte, que es posible una relación “inmediata” con Dios, pero esta no supone un plus respecto de la mediación de Cristo: él es Dios. Aunque muchas veces sigamos refiriéndonos a Él en singular, en la palabra Dios está presente para los cristianos la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El dogma, entonces, es el enunciado final de una experiencia fundamental que siempre es necesario interpretar, y a la que hay que dar un nombre con los conceptos que tenemos a nuestro alcance. Pero no es el dogma lo que separa; o, mejor, solo debería separar en la medida en que ya lo hacen las experiencias fundantes que están a su base. La raíz de la diferencia, a mi modo de ver, está en estas, no en aquel.
Que el místico Rumi afirme con su verso esa diferencia islámica respecto de la verdad fundamental del cristianismo, me da pie a una primera consideración: la mística no es, como a veces podemos creer, el “lugar” donde convergen todas las tradiciones religiosas, en el sentido de un punto de llegada en el que todas las diferencias quedarían suprimidas. Es, sí, el “lugar” de mayor convergencia entre tradiciones religiosas diversas, pero también donde puede revelarse una diferencia insuperable. Se desvela, además, otra cosa: que no pasa nada porque exista esa diferencia. Al menos, no pasa nada que deba llevar a la violencia y al enfrentamiento: en la mística, en la experiencia religiosa profunda, tanto si es Uno como si es Uno y Trino, Dios es siempre Amor.
Pero esta consideración que acabamos de hacer nos podría llevar a un interrogante inquietante para el cristiano: si lo que nos espera al final es el Amor, ¿por qué no dejar de anunciar la Encarnación, principal elemento de separación con las otras grandes tradiciones religiosas?, ¿por qué no renunciar a la diferencia cristiana? No sería poca cosa, para justificar este anuncio, el creer que la plenitud del amor de Dios se ha dado en Jesucristo. Pero también podemos justificar su bondad y su necesidad, precisamente, por lo que la Encarnación supone para el tema de la diferencia.
De hecho, lo que se pone de manifiesto con la Encarnación es que Dios, para ser Palabra en el mundo, ha tenido que hacerse contingente. Eso cambia necesariamente nuestra relación con la contingencia. Es llamativo que, en la mística sufí, que por su origen islámico niega la Encarnación de Dios en Jesucristo, el destino final de la personalidad humana sea su “hacerse nada” en Dios, su aniquilación. ¿Podemos creer los cristianos que nuestra contingencia, asumida por Dios al encarnarse, tiene por destino final la total desaparición en Él? Lo que está en juego, en ese sentido, es cómo imaginamos el futuro de nuestras diferencias en Dios, porque eso decide también nuestro modo de abordarlas en el presente. Si en la mística, “lugar” de la mayor convergencia, sigue revelándose una diferencia insuperable, ¿no podemos pensar que esa diferencia seguirá existiendo, de algún modo, en Dios? Además, si el destino de toda diferencia fuera quedar suprimida, ¿qué actitud respecto a ella en el presente? Si, por el contrario, nuestras diferencias tienen, digamos, algún futuro en Dios, entonces habría que tomarse en serio el discernimiento entre aquellas llamadas a ser superadas y otras con las cuales, sencillamente, hay que seguir caminando.
Que Dios se haya encarnado y haya tenido que hacerse contingente para venir al mundo como Palabra, no quiere decir que tengamos que asumir todo lo que produce el ser humano. Hay una inhumanidad, generada por nosotros, que hay que seguir combatiendo. Pero la Encarnación, a mi modo de ver, es también la garantía del respeto de la diferencia, discernida en el Espíritu de Dios. Precisamente, porque, en Él, podría seguir teniendo un futuro.
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