Cuando los chavales de mi calle estábamos todos en edad de jugar al balón, solía venir por el barrio un cuentacuentos al que llamábamos Esopo. No porque conociéramos de antes al fabulista griego, sino porque aquel hombre del que no recuerdo el nombre tiraba sobre todo de fábulas y, entre los nombres de Esopo, Iriarte o de la Fontaine, nos pareció más gracioso el primero como mote. Gracias a él conocimos mejor a la perezosa cigarra y a la abnegada hormiga, a la liebre que se creía capaz de romper el tiempo corriendo y a la tortuga que caminaba segundo a segundo. Aunque mi favorita era esa de Iriarte en que el zorro consigue hacer creer al cuervo que su graznido es bello: cuando aquel, todo ufano, abre el pico para “cantar”, se le cae nada menos que un pedazo enorme de queso (al menos en el dibujo era así), y el avieso zorro escapa con él. Exactamente así funciona, a veces, el mundo. Pero lo que se me ha quedado grabado era el modo en que Esopo terminaba sus pequeños recitales: cerraba el libro de un golpe seco, nos miraba fijamente y decía: “¿Habéis escuchado? Pues, ¡nada de esto os cambiará la vida!” Y se marchaba por el lado contrario al que había venido. 

Le he dado alguna que otra vuelta a esa frase de Esopo, hasta convencerme de que aquel petardo final no era ni pesimismo ni cinismo, sino una forma de provocar –inventándose una nube grisácea sobre el futuro– la pregunta contraria: ¿puede un libro, un artículo, una sencilla palabra cambiarnos la vida? ¿A qué llamamos –ya puestos a perder el tiempo– cambiar la vida?

Hace unas semanas terminé Las malas, de Camila Sosa Villada. La novela, ambientada en la Córdoba argentina, cuenta las vicisitudes por las que tienen que pasar unas travestis que se dedican a la prostitución en uno de los parques de la ciudad. El libro golpea por la lacerante cantidad de violencia y rechazo que tienen que soportar estas personas, y acaricia por encontrar en él eso que hoy se llama “resiliencia”, y que yo me explico como la capacidad de soportar dolor con esperanza (en este caso, a niveles extraordinarios). Es seguir diciendo –seguir queriendo decir–, como lo hace la Tía Encarna, que “ser travesti es una fiesta”, cuando lo que se nos está describiendo, buena parte del tiempo es un infierno. El libro, a años luz de mi realidad diaria, es, por eso mismo, como una nave espacial que viaja hacia los márgenes del espacio conocido. Por eso me extraña oír de nuevo a Esopo cerrar el libro con energía de cíclope y decirme: “Pues, ¡no te cambiará la vida!”. Porque, en parte, no tiene razón. En parte. Porque si el libro te hace sentir algo del dolor que sufren las víctimas, si hay que apartar la mirada del papel para protegerte del puñetazo, de la cuchillada, del disparo que está sufriendo otro, de algún modo algo ha cambiado en ti. La próxima vez que me cruce con una travesti por la calle, si mi memoria funciona bien, recordaré Las malas: seguramente la mire de otra forma, quizá vuelva a revivir en mí la violencia sufrida por sus protagonistas, y también su capacidad de transfigurarla. 

Pero Esopo –que sabía lo que se decía– tenía también, en parte, razón. Cambiar la vida, lo que se dice cambiar la vida, solemos llamarle a otra cosa. Quizá no tiene que ver tanto con recordar algo como con ser recordado, con leer como con ser leído. En definitiva, con amar como con ser amado. Más es que te cambien la vida que cambiarla tú. Sin embargo, nos damos cuenta en seguida: se trata de habitaciones contiguas, una activa y otra pasiva, separadas por una pequeña puerta, casi una gatera. Quizá por eso un compañero jesuita, siempre que se habla de vocación, acaba reivindicando los libros. El motivo es familiar: no es lo mismo –pero sí colindante– lo que experimenta san Ignacio leyendo sobre su cama de convaleciente la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia y un libro sobre la vida de los Santos, que lo que le ocurre mirando el Cardoner. Los libros dejan intacto su deseo y su voluntad, pero le van cambiando los referentes, de soldadescos a santos. Nuevos pensamientos se ponen en marcha en otra dirección, como el girarse de una antorcha. La visión del Cardoner, más tarde, es como el arrebato del deseo y de la voluntad por aquel nuevo referente, el Señor. De repente, el yo queda como en suspenso, y el espacio que ocupaba con avidez su conocimiento lo habita ahora otro significado, Otro. Como un amanecer en el entendimiento. La sensación tuvo que ser parecida en la visión de La Storta.  Después de las lecturas, Ignacio cuenta que cobró “no poca lumbre de aquesta lección”. Tras La Storta, que sintió “tal mutación en su alma y vio tan claramente que Dios le ponía con Cristo, su Hijo, que no tendría ánimo para dudar de esto”. Lumbre y mutación; cambios y Cambio; palabra y gracia. 

Puede que las palabras no sean, todavía, la gracia misma, porque podemos oír y leer sin entender. Pero siempre pueden recordar que la gracia existe, de forma que a veces la anticipan y la esconden como una ostra su perla. Nos cuentan que hay gente a la que se ha perseguido hasta la muerte, y otros que se pusieron en camino al escucharlas. La Palabra es el recuerdo y la antesala de la gracia y, por eso mismo, el inicio de su presencia. ¿Por qué se habría escrito la Biblia, si las palabras no pudieran cambiar? ¿Por qué escribir, sin más? ¿Por qué vendría, si no, aquel Esopo a contarnos sus cuentos?

[Imagen de 愚木混株 Cdd20 en Pixabay]

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Jesuïta en formació. Estudia la Llicència en Teologia Fonamental a la Pontificia Facoltà Teologica dell'Italia Meridionale de Nàpols. Col·labora amb l'associació Figli in famiglia al barri de San Giovanni a Teduccio.
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