Se atribuye al prócer portugués Don Enrique el Navegante (1394-1460) la célebre sentencia “scribere necesse est, vivere non est”. La traducción literal del dicho, fuera de contexto, puede llevar a confusión. En efecto “escribir es necesario, vivir no lo es” no pretende priorizar un atributo, la escritura, sobre la vida de su amanuense, que precisa de ésta inexcusablemente para llevar a cabo aquella. Lo que quiere transmitir es que lo dicho o hecho sin el legado de una traslación física, táctil y perdurable es efímero y se desvanece en la palidez de la memoria, mientras que lo que se vuelca sobre el lienzo, el pergamino, el papel o incluso la partitura o los muros de una catedral perpetúa la memoria de lo consignado trascendiendo incluso la existencia de su autor. De ahí el enorme valor de los alegatos, sucesos o comentarios que se vuelcan en soportes de forma material, para juicio y enriquecimiento de la posteridad. Las palabras, al fin, son atrevidas y se las lleva el viento (“verba volant, scripta manent”) como recordó Cayo Tito al senado romano.
La escritura es uno de los puntales no solo de la comunicación o de la literatura, sino también de la prensa en su dilatada historia, aunque hoy se halle en plena metamorfosis hacia su formato digital. Lo escrito perdura para que su declaración permanezca. De ahí la extraordinaria responsabilidad de los medios de comunicación escritos para traducir noticias u opiniones con el máximo rigor y, si es posible, de añadido, con alguna calidad didáctica y estética.
Quien escribe no es infalible y puede volcar en unos párrafos errores de diverso grosor. Pero acepta noblemente el reto de someterse, sine die, al juicio inclemente de quien después lo advierta. Y esa franqueza es impagable para el orden superior de la verdad.
¿Pero, a qué viene este exordio en una columna sobre economía? Pues viene a que producir una opinión escrita, en particular a través de un medio de comunicación, evita o alivia dos grandes sesgos económicos: el primero, el provocado por las expectativas incorrectas de la población. El segundo, cuando denuncia la audacia inadmisible de los palabreros y opinadores que sufren -la mayoría sin saberlo- de una singular enfermedad. Veamos lo uno y lo otro.
El primer compromiso de la opinión económica escrita es didáctico. Se trata de ordenar el caos superficial de las manifestaciones infundadas, que surgen como es primario y natural de las expectativas de las personas que luego se traducen en opiniones y, finalmente, en conductas. Porque ¿qué sucede si las expectativas de las personas se basan en una visión poco ortodoxa o errónea del funcionamiento de la economía? Esa es una pregunta que subraya los grandes problemas derivados de cómo la mayoría de los economistas ve el mundo y cómo la gente común piensa que funcionan las cosas.
Un ejemplo. Aceptemos por ahora que las prescripciones de los manuales de economía son correctas. Imagínenos que los Bancos Centrales quieren controlar la inflación elevando los tipos de interés y recortando sus políticas monetarias no convencionales, pero al hacerlo hacen que mucha gente crea y se comporte como si la inflación hubiese de aumentar. Eso sería un fracaso. Al columnista económico compete, con su modesto pero comprometido grano de arena, trasladar al papel, entre otros temas, la ortodoxia del momento para general comprensión.
Desmontar la osadía inaudita de los parlanchines constituye otra gran contribución del oficio escrito. Nuestras tertulias radiofónicas y televisivas -orales como es sabido- están concurridas por personas sesudas aquejadas sin saberlo del síndrome de Dunning Kruger, esto es de una superioridad ilusoria, por la que la persona en cuestión sobreestima sus propias cualidades y habilidades, profiriendo verdades falsas sin pestañear ni alterar un solo milímetro el equilibrio de su rostro. Hablan impertérritos de lo que ignoran con un aplomo y serenidad dignas de aplauso. No saben que no saben, sino que creen que saber es obvio y que por eso saben.
No hay nada vergonzoso en ser incompetente. Yo me pongo a la cabeza de la lista. Pero David Dunning y Justin Kruger descubrieron que muchas personas incompetentes ignoran y niegan su incompetencia, lo cual constituye una grave disfunción de la personalidad, con negativas traslaciones sociales. Los psicólogos americanos trataron de averiguar si existía algún remedio para bajar la autoestima sobrevalorada de los más incapaces. El remedio existía y se llamaba educación. El entrenamiento y la enseñanza podían ayudar a estos individuos incompetentes a darse cuenta de lo poco que sabían en realidad, pero el enfermo es altamente refractario al tratamiento.
Redactar con rigor y buena fe el estado del arte económico de cada momento es un antígeno importante para zafarnos de los males generales arriba citados. Claro que uno puede errar: pero la huella escrita se somete a mejor criterio de quien desee enmendar el yerro y construir sucesivamente un mundo informativo más veraz.