Antes de que se proclamara oficialmente la pandemia de la COVID-19, tres o cuatro reuniones mensuales por Zoom significaban para mí y para muchos y muchas un mes con bastantes videollamadas. En la situación actual, tres o cuatro reuniones por Zoom, o cualquier otra plataforma que brinde el mismo servicio, se ha vuelto el pan de cada día.
Me llama la atención la extrema facilidad con la que las infancias se mueven por las pantallas de sus aparatos. Hay que pensar seriamente si no nos encontramos al inicio de una nueva era que marcará y transformará para siempre lo que consideramos “humano”. En los años 70 del siglo XX, Iván Illich ofreció una crítica radical a las herramientas contraproductivas. Mostró que cualquier herramienta que superara cierta escala dejaba de servir a la persona que la usaba para servirse de ella. En lugar de que las herramientas exponenciaran nuestras propias capacidades humanas, nos hacían sus esclavos. Una década después, Illich se dio cuenta de que habíamos dejado atrás la era de las herramientas para entrar a lo que llamó la “era de los sistemas”, en donde ya no teníamos la libertad de usar la herramienta o dejar de usarla, sino que éramos subsistemas de sistemas.
Un ejemplo de esto es la diferencia entre la bicicleta y el automóvil. La primera incrementa las capacidades humanas de movimiento valiéndose de su propia energía metabólica, además de que queda claro que en la bicicleta es su usuario el que usa la herramienta y deja de hacerlo a voluntad. El automóvil, por otro lado, está inserto en una red de sistemas que hacen imposible para el usuario salirse de ellos. En primer lugar, está la red de calles y carreteras, las normas de tránsito, los procesos burocráticos para poseer un automóvil, las credenciales que tienes que conseguir para usarlo, etcétera. Una vez que te conviertes en conductor no solamente atrofias tus piernas al dejar de caminar a los lugares, sino que te conviertes en una pieza más de un sistema/rompecabezas que te absorbe.
Jean Robert, filósofo mexicano nacido en suiza y amigo cercano de Iván Illich, ha sido quizás quién más reflexionó respecto a esta trampa que significa el transporte moderno. Su libro Los cronófagos. La era de los transportes devoradores de tiempo (Ítaca, 2021) brinda un análisis exhaustivo y bastante útil para constatar cómo nos hemos convertido en esclavos y esclavas del automóvil y, además, cómo estos han moldeado la ciudad inaugurando nuevas brechas sociales a partir de la velocidad en la que cada ciudadano o ciudadana es capaz de transportarse. Los cronófagos son los automóviles, máquinas que supuestamente deberían ahorrarnos tiempo cuando en realidad, según cálculos bastantes serios, no solo del mismo Robert, sino de otros tantos estudios, la proporción entre el tiempo “ganado” gracias a la velocidad del automóvil y el tiempo “perdido” por los embotellamientos, el tiempo laboral requerido para costear los gastos, llevarlo a su revisión, arreglarlo cuando se descompone y tener los papeles en orden, es totalmente desigual. Según un cálculo moderado, no es exagerado decir que el citadino moderno dedica aproximadamente una tercera parte de su tiempo a su automóvil.
Con todo, incluso el sistema de transportes puede parecer bastante “libre” comparado con los sistemas virtuales en los que ahora nos vemos sumergidos. Todavía existe la posibilidad de recuperar nuestra capacidad de ser peatones o de andar en bicicleta, pero el nuevo régimen que se quiere instalar vuelve imposible un “afuera” del sistema virtual. Bancos, escuelas, universidades, trámites, citas románticas, congresos…, todo puede y quiere hacerse por internet. La computadora es un sistema que absorbe por completo, que hace perder la percepción entre lo que uno hace y lo que hace ella. Por ejemplo, mientras tecleo estas palabras tengo la sensación de ser yo quien escribo, aunque en realidad no soy yo, pero así lo experimento. Mi cuerpo y mis capacidades se translocan en cada una de estas palabras. Pensemos en un ejemplo todavía más drástico: las videollamadas. En ellas se crea una imagen fantasmal de mí mismo, de mí misma, que es la que se comunica con las personas al otro lado de la pantalla. Mi voz no es mi voz, y aún así la otra persona la escucha como si lo fuera. En una videollamada no puedo responder a la carne real de mis seres queridos, lo cual cambia totalmente no solo la comunicación humana sino lo que nos hace propiamente humanos.
Un criterio para saber si de lo que estamos hablando es una herramienta o un sistema, es que en la primera existen la distancia entre esta y la persona, mientras que en segundo la herramienta se convierte en una prótesis que forma parte de nosotros y nos da la sensación de ser una extensión de nuestro cuerpo, como la computadora. Ese era el temor de Illich, a quien no le tocó experimentar el nivel de virtualidad sistémica que vivimos actualmente. Me refiero a la desencarnación, a la pérdida de la carne, a las prótesis sin las cuales se vuelve cada vez más difícil vivir en el mundo moderno (computadora, celular, internet). En el fondo hay una preocupación espiritual, religiosa o teológica si quieren. Según la experiencia cristiana, Dios se hizo carne. No cuerpo, sino carne, según lo expresa el evangelio de Juan. Illich temía que los sistemas estuvieran haciéndonos perder la experiencia de la carne, la cual implica una condición muy específica. La carne es limitada, acota nuestra vida a sus potencias que, aún siendo muchas, también marca claramente sus límites. La carne nos hace sentir la enfermedad y la muerte, nos recuerda nuestro humus (tierra), de donde vienen las palabras “humano” y “humildad”. Pero esta experiencia no es exclusiva del cristianismo, sino que forma parte de las sociedades premodernas en su dimensión de relación con la Tierra, con la comunidad, con los límites proporcionales de cada cultura y cada pueblo que se relaciona con su territorio, su sentido de la trascendencia y su propia gente que son carne de su carne. Que la virtualidad nos desencarne no implica meramente el hecho de que me convierto en una imagen computacional o que no escucho la voz del otro sino a la computadora, sino también que pierdo la consciencia de mis límites, de mi carne, de la experiencia concreta del mundo y de la vida según sus propios ciclos.
La mística cristiana ha cultivado siempre una atención respecto al peligro de la desencarnación. No quiere caer en un angelismo espiritualista, sino vivir una espiritualidad encarnada. Por ello, habría que pensar seriamente la desencarnación a la que estamos volcadas y volcados en esta etapa histórica. Su novedad es escandalosa, puesto que nunca antes la vida se encontraba tan inserta en tantos sistemas. Es probable que una mística contemporánea, sea o no sea cristiana, ha de prestar especial atención a la desencarnación y a cómo resistirle. En un primer esfuerzo por exponer el problema, quiero proponer dos términos que considero pueden ayudar a comprender parte del fenómeno: el conzooming y la cronofagia virtual.
Por conzooming entiendo cualquier consumismo virtual, no solamente las horas dedicadas a las videollamadas. Particularmente, me refiero a como el navegar por internet en realidad es una experiencia de constante consumo. Independientemente si compramos algo o no, el simple hecho de pasar un tiempo en redes sociales implica un consumir una serie de contenido. Imposible no mencionar la cada vez más amplia oferta de cursos, conferencias y actividades virtuales que nos mantienen constantemente conectados a la red. Hablemos con honestidad, todo lo que hacemos en el internet es consumir. Me impresiona el símil entre la pantalla y la ventana frontal del automóvil. Cuando conducimos estamos consumiendo el paisaje, es como si fuéramos una máquina que está engullendo todo lo que está enfrente. Lo mismo la pantalla. Todo lo que se nos pone enfrente lo consumimos, lo devoramos.
El conzooming lleva necesariamente a la cronofagia virtual. No me refiero meramente al “tiempo perdido” en el internet, que claramente, si nos ponemos a pensar, es un horror. La idea de cronofagia virtual surgió de un diálogo con mi amigo Héctor Peña, con quien había agendado una conversación virtual desde el blog Amanecer, el cual coordino. Por distintos “problemas técnicos”, terminamos iniciando la transmisión casi una hora después de lo acordado. Durante la sesión comentamos estas dificultades y llegamos a la conclusión de que nuestro retraso debido a problemas técnicos era equiparable a un embotellamiento en el tráfico. Ambas situaciones retardaban una cita concertada y ambas eran contraproductivas, es decir, en la primera perdíamos tiempo debido la tecnología virtual y en la segunda por los automóviles. En los dos casos se suponía que nos ahorrarían tiempo, pero en su lugar operaron como cronófagos.
Creo que basta apelar a la experiencia cotidiana de muchas y muchos de nosotros para constatar que el conzooming virtual no solo desencarna, sino que también devora nuestro tiempo. Puede llegar a ser un golpe de realidad conocer el tiempo que muchas personas pasan en el internet o en las redes sociales. Según algunos estudios, el promedio es de 6 horas al día en internet y más de 2 en redes sociales. Las y los jóvenes mexicanos entre 10 y 19 años, por ejemplo, pueden llegar a dedicar más de la mitad del día solo en redes sociales. La sensación general es que el día pasa demasiado rápido, no sorprende en lo más mínimo si consideramos los datos anteriores.
Volvamos finalmente a la desencarnación. La vida y la espiritualidad encarnada, entre muchas cosas, implica una relación con la realidad que hoy por hoy el abuso de ciertas tecnologías ha comenzado a eliminar del horizonte de experiencia humana. La percepción de la carne con sus límites y sus posibilidades es desplazada por una falsa sensación de omnipresencia virtual en donde se puede estar en todas partes sin estar realmente en ningún lugar concreto. ¿Cómo podríamos concebir una espiritualidad en semejantes términos y circunstancias? No se me malentienda, no hablo desde un temor a la tecnología o su satanización. Por el contrario, me interesa abrir una discusión respecto a las condiciones de posibilidad de la mística en un horizonte como el nuestro, en donde la tecnocracia nos hace caminar por el borde del abismo a cuyo fondo se encuentra la desencarnación sistémica de la que hablaba Illich.
Esta columna es un primer esfuerzo por reflexionar en torno a estos temas. En mis próximas entregas continuaré sopesando algunos puntos que puedan ayudarnos a replantearnos el asunto desde distintas perspectivas.
Navegant per Internet, trobo article com el del SR. Elias Gonzàlez. No he perdut el temps.