¿Qué es el servicio entonces? Es un don dicen filósofos y teólogos, una gracia recibida sin merecerla que nos hace salir al encuentro del otro u otra por pura bondad, por pura gratuidad. Hoy hablamos frecuentemente de la espiritualidad como el ejercicio de esa “gracia del don”, es decir, la experiencia del darse en profundidad con todo nuestro ser, con todo lo que somos. Sin embargo, este ejercicio se vive en un contexto, un contexto social desigual donde el servicio se ha vivido de formas diferentes. Hombres y mujeres no entendemos este donarse de la misma manera. Mientras para algunos hombres este modelo de espiritualidad es algo totalmente novedoso, para muchas mujeres la experiencia del donarse no es más que la cotidianeidad en la lucha constante por los hijos, los familiares mayores y otras personas dependientes que están a su cargo. Muchos varones hablan del servicio y la gratuidad desde una posición de privilegio, es decir, desde el que es servido, y sienten la necesidad de convertir su corazón a la gratuidad, cambiar de posición, salir al camino del otro y donarse en profundidad. Y esto es bueno (tres veces bueno), quiere decir que estamos viviendo un bello momento donde el Evangelio esta transformando corazones. En realidad, es una conversión necesaria, deseada por un Evangelio que lleva muchos siglos recordándonos que la vida no es solo de uno o una misma, sino una realidad que no puede constituirse sin el otro u otra. El Evangelio también nos recuerda que solo en la alteridad es donde se encuentra el rostro del Dios que se da, que se despoja de todo y se muestra transparente, encarnado y corporizado. Vivir desde la gratuidad es fundamental para comprender la propuesta del Reino en el mundo de hoy.
Pero, ¿qué pasa con las mujeres? Una gran mayoría de mujeres hablan del servicio desde una posición de cuidadoras o servidoras, algo que en muchas ocasiones no ha sido elegido, sino impuesto, no siempre de forma consciente. La cultura patriarcal que todavía nos divide y nos sitúa en lugares diferentes con distintas oportunidades sigue situando a las mujeres en espacios de servidumbre. Sí, digo servidumbre, que no es lo mismo que servicio. En la servidumbre no hay voluntad, hay obligación o necesidad que obliga. No hay libertad de decisión, sino que se elige servir como algo inevitable, sin dar espacio a la reflexión sobre lo que supone esta situación. La mentalidad social patriarcal empuja, por ejemplo, a las mujeres jóvenes a elegir profesiones ligadas al cuidado de los demás, una extensión de su labor en la familia: salud, educación, empleos en el sector de servicios, hostelería, etc. En España en algunos centros de salud de atención primaria el 100% de trabajadores son mujeres, mientras que se calcula que hay un 13% de mujeres que se dedican a la investigación o un 12% de mujeres en especialidades médicas prestigiosas como traumatología o medicina interna. Se hace difícil encontrar hombres en el profesorado de Educación infantil, pero son mayoritarios los directores generales de centros educativos varones, sobre todo de estudios secundarios y universitarios. Parece que la infancia sigue siendo de las mujeres. Permanecen los techos de cristal en la dirección de empresa (22% solo de mujeres), o en la política (un 6,6% de jefas de estado y un 6,2% de jefas de estado). A nuestras casas y oficinas siguen viniendo a limpiar casi en su totalidad mujeres y en los hoteles “las Kellys” limpian las habitaciones de los huéspedes. Es sorprendente nombrar porcentajes de desigualdad laboral que nos suenan de otras épocas. El empleo tiene que ver con los lugares sociales de las personas y con su identidad. Nos identificamos con tareas, prácticas y acciones que la sociedad nos ofrece. El servicio, más bien la servidumbre, se ofrece a las mujeres, justificándolo con toda clase de teorías biológicas y psicológicas que sostienen las desigualdades sociales. En realidad, estamos hablando de quién se sitúa en lugares de poder y quién en posiciones de servidumbre. Sí, el servicio sigue siendo de las mujeres y no por opción; en muchos casos por falta de oportunidades o por obligación. La crisis económica mundial ha reforzado las estrategias conservadoras del sistema patriarcal y empuja a muchas de ellas al trabajo doméstico sin otras expectativas de futuro.
Pero el Evangelio nos dice otra cosa, nos habla de servicio como don, como espacio de gratuidad. Sin embargo, el servicio del Evangelio se expresa en un mundo que se resiste a ser gratuito y que utiliza el propio servicio para, de nuevo, someter a los (las) más expuestas. Defender la vuelta al cuidado por obligación, como única opción para todos y todas sin distinguir situaciones de privilegio y discriminación, sin un reparto del mismo en la familia, sin una familia cristiana que sostenga y empodere (ver primer parte), sin trabajos igualitarios, sin repartos sociales de las tareas de cuidado, supone aumentar a las dificultades que ya experimentan muchas mujeres por el propio hecho de ser mujer para vivir en libertad. El servicio impuesto hace renunciar a la propia realización personal, renunciar al tiempo personal para cuidar a otros, así como la merma de las posibilidades de retorno a la esfera de lo público o a un empleo de calidad. Y lo más grave, instalar en la conciencia femenina la idea de que estas decisiones han sido tomadas en libertad sin que haya una influencia directa de las presiones sociales y económicas patriarcales. Se normaliza la conciencia de una reclusión querida, la aceptación de un servicio que es propio (o “connatural”) de las mujeres. Sin embargo, cuando el servicio se elige en libertad, cuando se elige reducir el tiempo personal para cuidar a otros por puro placer, cuando repartimos tareas por consenso entendiendo que todos necesitamos descansar, tener tiempos personales y a la vez participar juntos en la bonita tarea de cuidar a otros y otras, entonces el servicio se configura como un espacio de bondad real. Es en esta opción, que puede no ser del todo libre, pero que se asume conscientemente, donde el servicio se convierte en una tarea placentera, porque es compartida, porque no necesita ser justificada pues sale de la gratuidad más profunda del ser.
Pero el servicio es una tarea frágil, que puede ser manipulada para someter. Esto se debe tener en cuenta cuando hablamos de él desde una perspectiva cristiana. Si el servicio y el cuidado no se entienden de igual manera por hombres y mujeres en sociedades patriarcales, porque la posición desde donde se mira no es la misma, entonces debemos reflexionar sobre el servicio más profundamente contando con todos sus actores. Debemos preguntar a las mujeres, desde la posición tradicional de servidoras y cuidadoras, qué vivencias y contradicciones se sienten al servir, y como se gestiona el deseo de cuidar, el deseo de desarrollar el don de la gratuidad que hay en ellas desde una opción creyente y la presión de un servicio impuesto que las somete. Cuando hablemos de servicio hay que hablar matizando, pues absolutizar el servicio analizándolo solo desde la posición de privilegiado puede llevar a muchas mujeres a una situación de anulación total. También puede aumentar su culpa al sentir que necesitan liberarse de ese servicio impuesto para poder sobrevivir a la vez que experimentan un enjuiciamiento que las señala como “malas cristianas”. En la gratuidad del don la libertad juega un papel fundamental. Hablar de servicio supone valorar a la vez libertad, voluntad, renuncia, vulnerabilidad y opción fundamental.
Al elegir el servicio del Evangelio se valora la libertad de elección del servicio, en cuanto que la persona que elige ese servicio —a pesar del contexto en el que se vive— es la que está optando por un modelo de ser abierto a los demás. Se sacrifica la vida propia, el tiempo propio, la autorrealización propia en favor de la vida y tiempo de otras personas. Se educa además la voluntad de renuncia de una parte de tu vida que podría ser para el autocuidado y que se dona para que otros y otras vivan mejor y más felices. Se es más consciente del abuso de los otros cuando descubren que estás a su servicio, pues la persona queda expuesta a sus caprichos e intenciones y debe aprender a poner límites también a su propia donación para no resultar anulado por el egoísmo del otro. Esto también es un servicio, mostrar al otro donde están los límites del abuso para hacer de él o ella mejor persona. Es servicio también resistir a ser sometido a la servidumbre, para mostrar al mundo que la bondad de Dios es siempre hermana de la libertad.
Para quien parte de una posición privilegiada —el que ha sido siempre cuidado— donde se entiende el servicio como un extraño, algo que alcanzar, se idealiza el servicio como situación de conversión y santidad absoluta. Cuando se opta por el servicio desde una posición de servidumbre no elegida y a pesar de ello se opta por la gratuidad como forma de vida, no se absolutiza ese servicio, se vive en la contradicción de la experiencia gozosa del don y la consciencia de que en el servicio también se sufre y en él a veces se es sometido y utilizado. Ambas posiciones pueden aprender una de la otra, y de esta manera, servirse en gratuidad para vivir mejor el don. El servicio del Evangelio también es contradictorio: se expresa en la consciencia más absoluta de que en él está la bondad santísima de Dios y a la vez la aceptación absoluta de que donarse conlleva frecuentemente un abuso de otros que se aprovechan al recibir ese servicio. En la contradicción de la donación, encontramos a Dios. Este es el misterio de la Encarnación, que nos humaniza y nos acerca infinitamente más a Dios en medio de las limitaciones humanas.