Robert M. Fishman. La derrota de Donald Trump por Joe Biden en la elección presidencial de 2020 será sin duda un tema de análisis y comentario durante muchísimos años –incluso después de nuestros tiempos. Muchos elementos de la historia son de amplio conocimiento público a pesar de los intentos del propio Trump de denegar la realidad del resultado. Pero otros elementos de la historia son menos conocidos y en algunos casos muy sujetos al debate. El resultado electoral del 3 de noviembre fue algo menos abrumador que el pronóstico de la mayoría de las encuestas, pero incluso así fue muy claro: una victoria de Biden por el 4,5% de los votos, siete millones de papeletas, y un margen de 306 a 232 en el decisivo colegio electoral que determina el ganador en la Constitución estadounidense. Desde el año 1960 siete elecciones presidenciales habían acabado en una victoria más ajustada en el voto popular. Pero el intento sostenido de Trump de quedarse en el poder, alegando un fraude que sus representantes legales nunca fueron capaces de demostrar ante los jueces, ha contribuido a profundizar y empeorar el clima de polarización ya reflejado antes de la elección.
La gran batalla electoral entre Trump y los defensores de la convivencia democrática ha provocado sentimientos de susto, pero también de inspiración. Si el apoyo recalcitrante a Trump en un sector considerable del electorado resulta chocante –y difícil de asimilar– para muchas personas, también hay que constatar el avance histórico del Partido Demócrata en estados como Georgia y Arizona en donde los republicanos habían mantenido la hegemonía electoral durante décadas. Desde la perspectiva de la valoración moral que uno intenta hacer de todo lo sucedido hay que tener muy presente el que no sean iguales todos los 74 millones de personas que votaron a Trump ni los 81 millones que votaron a Biden. Algunos votos a Trump se emitieron con reticencias mayores o menores. Trump ha sido muy experto en tejer un conjunto de apoyos en electores muy diversos y el propio sistema bipartidista y presidencialista de los EEUU tiende a generar una división del país en partes casi iguales. De ahí el hecho de que siete elecciones presidenciales entre el 1960 y 2020 fueron decididas por una diferencia más ajustada que la elección de 2020. Pero un sector relativamente amplio del público –quizás aproximadamente la mitad del electorado de Trump– ha aceptado e interiorizado la versión extrema de las mentiras y polarización trasmitidas reiteradamente por el demagogo. Los efectos antidemocráticos, divisivos y muchas veces racistas del mensaje trumpista son evidentes.
Pero por otro lado, la victoria de la postura contraria a Trump está bien clara. Y por varias razones parece altamente probable que esta confrontación electoral y social va a dar paso a un periodo de predominio demócrata en el que las posibilidades para el cambio progresista serán aproximadamente igual de importantes que en los años 60 y 30 del siglo XX. La primera “noticia” confirmada de la nueva configuración electoral vino el día 5 de enero, justo un día antes de los incidentes graves en el Capitolio. Ese día 5 los demócratas ganaron los dos escaños del Senado de Georgia, triunfando electoralmente por un margen claramente superior al de Biden en ese mismo estado dos meses antes en la elección presidencial. La legislación específica de Georgia requiere una segunda vuelta en elecciones al Senado cuando ningún candidato gana una mayoría absoluta de sufragios en la primera vuelta –una excepción en la legislación americana. En este ciclo electoral la dimisión inesperada de uno de los dos senadores del Estado había dejado lugar a una elección doble –para dos escaños– aunque en principio el sistema americano somete a los senadores de cada estado al veredicto de los votantes en años diferentes y por mandatos de seis años. Dadas estas circunstancias, la elección de segunda vuelta celebrada el día 5 de enero tuvo el papel decisivo de determinar el control de la cámara más importante del sistema legislativo americano.
Georgia ha sido un estado fielmente republicano durante décadas conjuntamente con casi todos los estados del Sur, pero en esta ocasión dos demócratas progresistas que heredaron los compromisos e identidades del movimiento de derechos civiles de los años 60 consiguieron la victoria, rompiendo las pautas preexistentes y cambiando la correlación de fuerzas dentro de las instituciones. La victoria en la elección de segunda vuelta de Raphael Warnock, el pastor negro de la misma iglesia de Atlanta en donde Martin Luther King había predicado en los años decisivos del movimiento de derechos civiles, y de Jon Ossoff, un joven judío, progresista e íntimamente vinculado a los movimientos populares de negros y de otras minorías de Georgia, representó no solo la victoria del Partido Demócrata sino también el triunfo de las víctimas de la discriminación y el odio. En sus campañas, los dos candidatos hacían referencias claras a la causa universal y ecuménica de la lucha por la justicia y contra todo tipo de discriminación y odio. También insistían los dos en que se consideraban hermanos –reflejando una fraternidad forjada en la lucha por la justicia y contra todo tipo de odios.
En términos generales, la victoria de Warnock y Ossoff en Georgia cambió el panorama institucional en Washington D.C. y parece marcar las pautas de la época post-Trump, abriendo una senda nueva de justicia, progreso e inclusión. El punto clave de lo sucedido en Georgia es que la presidencia de Trump ha tenido como uno de sus efectos la división dentro del electorado republicano conjuntamente con la movilización y unificación del electorado demócrata. El día 5 de enero, en la segunda vuelta de Georgia, la participación electoral en zonas fuertemente republicanas –especialmente en zonas con predominio de trabajadores blancos– cayó, mientras que aumentó en algunas zonas de mayoría demócrata. Algunos republicanos moderados se pasaron al lado demócrata. Las divisiones internas dentro del Partido Republicano siguen en aumento –sobre todo después de lo sucedido en el Capitolio el día 6 de enero– y es altamente previsible que los candidatos republicanos tengan muchas dificultades para gestionar esas divisiones durante algunos años. Si no defienden a Trump, una parte de su electorado se quedará en casa. Pero si le defienden, otra parte de su electorado pasará al lado demócrata. En parte por esta razón, Biden tiene buenas perspectivas para promover un conjunto amplio de reformas progresistas con efectos importantes sobre la crisis climática, la desigualdad económica y la justicia racial.
En este contexto el estilo político de Biden que, igual que el de John Kennedy –el único católico antes de Biden en conseguir la victoria en una elección presidencial estadounidense– busca una reconfiguración progresista e inclusiva de los sentimientos patrióticos, parece potencialmente capaz de movilizar una amplia mayoría del país. Pero por otro lado, las tendencias violentas de minorías de la derecha racista también sobreviven al cambio de ciclo político, amenazando esta nueva tendencia. Los horrores morales y de convivencia de los cuatro años de Trump en la Casa Blanca han contribuido a generar un cambio de circunstancias que aumenta la probabilidad de que Estados Unidos entre en una fase históricamente importante con implicaciones mundiales. Hace solo cuatro años parecía probable que después de los ocho años de Barack Obama, EEUU iba a entrar en un periodo de institucionalización moderada de los logros limitados de Obama. La presidencia de Trump ha roto fundamentalmente con esas expectativas. Pero las consecuencias pueden ser muy diferentes de lo que parecía probable hace solo cuatro años. Los cuatro años de Trump han sido terriblemente tristes y difíciles, pero al final puede ser que sean el precio histórico para poner las piezas en la opinión pública que sean fundamentales para sostener un nuevo ciclo en el que predomine la búsqueda sostenida de la justicia, la inclusión y la paz con el propio planeta.