Pablo Font Oporto. Se habla mucho estos días de la serie El colapso (“L’effondrement”) y de los paralelismos que pueden encontrarse entre la misma y ciertas situaciones que se han dado durante esta pandemia, sobre todo en sus momentos más dramáticos. La serie se basa, esencialmente, en presentarnos situaciones cotidianas en las que lo que damos por supuesto tantas y tantas veces en nuestro día a día, de pronto, sin saber muy bien cómo y por qué, ya no está. Damos al contacto y la luz no se enciende, vamos al supermercado y no hay comida, a la gasolinera y no hay combustible, queremos pagar con tarjeta de crédito y no funcionan las terminales, hablar por teléfono y no hay línea… La serie, además, recoge de forma muy viva el animal que llevamos dentro y cómo el contexto socioeconómico deparará diferencias enormes entre el impacto del colapso en unos/as y en otros/as. Pero también expone cómo existen básicamente diversas vías de respuesta al mismo: de un lado, la cooperación (“yo soy porque nosotros somos”, que dice el lema Ubuntu), de otro, la competencia (“sálvese quien pueda”, “el lobo es un lobo para el hombre”, etc.). Y, como también muestra, en muchas ocasiones la cooperación no salva la vida de los que la practican, pero sí su dignidad.
Parece que pasó un siglo desde mi anterior entrada en este blog, hace apenas unos meses. Sin embargo, este paréntesis (obligado para un padre teletrabajador en plena crianza) nos apremia a afrontar que lo que vino después del primer embate de la pandemia no fue una mejor humanidad, sino una (no) nueva imbecilidad en la que una ignorancia a veces culpable, junto con intereses de diversos tipos, han alimentado lo peor de la bestia que llevamos dentro.
Dejaremos para otra entrada sustanciosos ejemplos de esa falta de sentido común en los que el miedo y la ira han actuado como motores de comportamientos llamativamente insolidarios, claramente incívicos o, al menos, dudosamente pertinentes, como las concentraciones convocadas por VOX en el mes de mayo o las más recientes de los colectivos negacionistas conspiranoicos (sustentadas en ocasiones por influencers de distinto pelaje). Más modestos botones de muestra pueden detonar también poderosas reflexiones. Así, el no uso o uso indebido de las mascarillas, los botellones y fiestas ilegales diversas, o incluso estúpidos “coronavirus challenges” con obvias consecuencias.
A propósito de esto, a final de agosto, y en medio del histérico amarillismo mediático que avivaba la polvareda levantada por la posible marcha de Lionel Messi del F. C. Barcelona, leía un comentario curioso en una conocida red social digital: “Más llorar por la marcha de los glaciares de Groenlandia y menos por la de Messi”[1]. No me resultó tan llamativo el comentario en sí mismo, sino los palos que la autora recibía al no haber comprendido en su supina estulticia que, obviamente, este presunto evasor fiscal era mucho más importante que cualquier glaciar. La base de tan sesudas conclusiones se hallaba en razonamientos del tipo: “cuántos balones de oro han ganado esos glaciares” o bien “cuántas veladas me ha hecho vibrar el divo de la pelota y qué escuálida utilidad reportan esas masas heladas en tamaña desventajosa comparación”.
Estos comentarios deben hacernos reflexionar sobre la atrevida ignorancia que estamos cultivando en nuestras sociedades, de las cuales internet y sus redes sociales son en ocasiones púlpito y altavoz elocuente. Ahí emergen curiosas disonancias en nuestras sociedades. Ya advertía Giovanni Sartori hace muchos años que la red permitía que los frikis que siempre han sido unieran fuerzas, cobrando un potencial inédito. En la misma línea, Umberto Eco hablaba más recientemente de un creciente atrevimiento de la ignorancia y del rechazo del conocimiento y el juicio razonado[2]. Este desenfado parece triunfar incluso en el ámbito político, donde personajes que antaño hubiéramos encontrado irrisorios, se pavonean campechanamente en mítines multitudinarios de su falta de interés en el conocimiento mientras el público los jalea, entusiasta. Algo de esto detecto cada curso de manera más alarmante: una parte de mi alumnado, al que animo siempre a participar en mis clases, afirma alegremente cualquier cosa sobre la mera base de su opinión (que en muchos casos no es sino la caja de resonancia de la de otros sujetos—cercanos, sociales o mediáticos—).
Ya es un tópico la afirmación de que la nuestra no es una sociedad del conocimiento, sino de la información (sobreabundante, excesiva y, en muchos casos, banal). Pero es que, además, la verdad que descubramos tras el esfuerzo de saber puede ser a veces también desagradable. Como dice Slavoj Žižek comentando la película Están vivos (They Live), “la verdad duele”, y descubrir las mentiras que laten detrás del sistema urdido para ocultarlas puede hundir al más pintado.
Sumemos a esto que, en una civilización del consumo, el esfuerzo es más duro. Más aún cuando gran parte de la juventud observa que la pretendida meritocracia beneficia siempre a los de siempre y la bolita está trucada para que todo cambie sin que nada lo haga. Por eso, no toda esa ignorancia es culpable. En efecto, mucha de las misma, mucha de la falta de conciencia y de sentido común, marinada con pan y circo, se debe al Matrix que han tejido las diversas élites alrededor nuestro para mantenernos en la misma y así no perder su parte del pastel.
En el contexto de esa ignorancia, con la que pretenden ocultarse verdades incómodas, “la cultura dominante padece un problema muy básico de negacionismo” (Jorge Riechmann). Habla este autor de tres niveles de negacionismo respecto al colapso de nuestra civilización. El primero sería la propia negación de este. El segundo va más allá, es la negación de la condición limitada del ser humano. El tercero es el tecno-optimismo: dado que el ser humano es ilimitado, podrá resolver con su tecnología todo contratiempo en su camino al progreso y mejora indefinida.
Pero hay más. Además de encerrados/as en Matrix, parece que estamos bloqueados en un punto muerto civilizatorio. Todas las puertas conocidas nos llevan al mismo sitio, pero somos incapaces de encontrar una ventana distinta por la que salir a algún sitio nuevo. Como observa Esteban Hernández[3], confinados en la posburocracia, nuestra sociedad se aferra a lo ya sabido, a las fórmulas que han servido, a lo que tuvo éxito en el pasado. Y repetimos eso una y otra vez. Mientras se habla cada vez más de romper las normas, sin embargo, se mata la creatividad imponiendo las fórmulas que supuestamente son adecuadas como caminos de éxito (a veces vendidos desde la autosuperación, pero una autosuperación que se ofrece también con reglas ya enlatadas que vemos enmohecer rápidamente).
En un momento en que necesitaríamos más imaginación que nunca, se observa que el trendig topic siempre es el dominante y canónico. Se permite, en efecto una multitud de voces discordantes (paradójicamente, como las de los/las propios/as frikis que se aúnan, como hemos dicho antes) fuera del coro principal, pero la voz con capacidad de llegada es la principal. Las demás se consienten como detalle de tolerancia y síntoma de extravagancia (como a los propios grupos conspiranoicos). Pero ahí queda también oculto el talento de ver las cosas de otra manera. Esto es algo que se observa en detalles que parecen menores, como en el arte o la cultura, pero también en el mundo de la academia, la política, la empresa… Y esto repercute especialmente en el subsistema social predominante en esta cultura, la economía, donde nos encontramos con una notable incapacidad de afrontar propuestas que enfrenten la auténtica imposibilidad de que perdure un sistema insostenible social y medioambientalmente.
Esta falta de imaginación, de creatividad y alternativas parece apuntar también a un agotamiento de nuestra civilización: una crisis civilizatoria global (en la que no cabe escapar a ningún otro sitio, más allá de sueños colonial-siderales difícilmente materializables con nuestros recursos y nuestra tecnología) y multidimensional (que afecta a todas las dimensiones humanas)[4]. Esa multidimensionalidad incluye la necesidad de un cambio de cosmovisión completo, un cambio cultural que nos permita mirar todo con ojos nuevos (esa mirada que propone también el Jesús de Nazareth más histórico).
Tenemos que cambiar todo. Por ejemplo, decrecer en nuestro consumo de materia y energía. Y esto, o bien lo haremos voluntariamente o bien ocurrirá por la fuerza mediante un colapso. Para ambos escenarios es preciso cambiar completamente nuestro modo de pensar y actuar para rediseñar completamente nuestras sociedades. Y eso implica poner ya todo en cuestión[5]. Eso no significa odiar todo el presente, pero sí darnos cuenta de sus contradicciones, observar cómo sus costuras están saltando y abrirnos a otras perspectivas, necesarias ante lo que parece el hundimiento del mundo tal y como lo conocíamos. Junto a lo cotidiano, damos muchas cosas, demasiadas, por supuesto (la absorción de los gases efecto invernadero por la atmósfera, la existencia de unos niveles no tóxicos de CO2, una temperatura que permita la vida en la biosfera, suelos que permiten la existencia de bosques, recursos minerales…). Cuestionar lo elemental y no dar nada por supuesto (tal y como Occidente descubrió que habían hecho las teorías keynesianas, cuando aumentó el precio de los combustibles en el año 73) hará que cuando se caigan nuestras estructuras estemos más preparados, siquiera sea mentalmente. Tal vez si empezamos a darnos cuenta de que la realidad no es el parque de atracciones, sino el mundo de Dragones y Mazmorras, empecemos un combate que permita enfrentarnos a los monstruos.
Esa lucha, como la de aquellos que colaboran aunque pierdan, vale la pena aunque sea por nuestra dignidad. Porque puede que la teoría del gran filtro tenga razón y toda civilización con una inteligencia superior acabe autodestruyéndose. Porque puede que tal vez Messi sea realmente más importante que los glaciares de Groenlandia. O quizá no.
(Continuará)
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[1] https://twitter.com/AidaGascon/status/1298317433934172160
[2] “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de imbéciles que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel” (Umberto Eco, Discurso laurea honoris causa de Comunicación y cultura de los medios de comunicación social en la Universidad de Turín, 2015).
[3] En Hernández, Esteban (2016). Los límites del deseo. Instrucciones de uso del capitalismo del siglo XXI. Madrid: Clave Intelectual.
[4] Riechmann, Jorge, et al. (2013). Los inciertos pasos desde aquí hasta allá: alternativas socioecológicas y transiciones poscapitalistas. Granada: Universidad de Granada.
[5] Incluso la propia digitalización de la sociedad, que ahora se presenta como salvadora del medio ambiente. Es preciso analizar todo críticamente, y desde luego un auténtico colapso también se llevaría por delante, como explica el propio Riechmann (poner enlace a https://www.15-15-15.org/webzine/2020/09/07/decrecer-desdigitalizar-quince-tesis/).
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