María del Mar MagallónLa noticia nos pilló por sorpresa. Llegábamos a nuestro 8º día en la experiencia de Ejercicios Espirituales y ya teníamos un ojo puesto en el regreso a casa. A la hora de comer, el Director del Centro, situado en Loiola (Gipuzkoa), nos informó de que había un caso positivo de COVID y que tendríamos que hacernos todo el grupo la prueba PCR. Esto suponía quedarnos al menos un par de días más, hasta tener los resultados de toda la casa. Nos lo tomamos bien, hicimos bromas y divagamos sobre quién sería el misterioso paciente “cero”. Suponíamos que la experiencia terminaría en seguida sin demasiadas complicaciones. Esa misma tarde nos hicieron la prueba y esperamos con tranquilidad al día siguiente. De nuevo durante la comida, el Director nos comunicó que se habían detectado 3 positivos más en la casa y que nos tocaba un confinamiento de 10 días. Se nos cayó el alma a los pies. Con esto ya no contábamos…

Creo que aquellos primeros momentos fueron determinantes para lo que luego ocurrió. En esos minutos, nos hicimos conscientes de las renuncias que esa noticia iba a suponernos (para mí el mar de Galicia, para otros sus días de monte, el tiempo con la familia…) y, sin apenas darnos cuenta, tomamos una decisión: asumir las cosas tal y como venían y hacerlo en grupo. Esa decisión fue individual pero, al mismo tiempo, colectiva y marcó el tono de lo que fueron nuestros 10 días de confinamiento. De buenas a primeras, 21 personas prácticamente desconocidas hasta el momento, nos encontramos unidas por una experiencia impuesta y apostamos por vivirla responsablemente y en comunidad.

A partir de ahí, se desplegó la vida en el confinamiento. Las horas de espera se fueron llenando de actividad, conversaciones, paseos y descanso. Aprovechando las capacidades de cada cual, las mañanas comenzaban con Chi Kung y continuaban con charlas diversas que nos permitieron aprender de comunicación en redes sociales, ecología y espiritualidad o acercarnos a la situación de las mujeres africanas que sufren la violencia. Las tardes ofrecían cine, música y eucaristía y quedaban las noches para las tertulias. Todo ello sin olvidar, claro está, la preocupación por la salud de las personas que estaban aisladas y alguna que otra visita a través de una ventana que era su contacto con el mundo exterior.

Mágicamente, las relaciones fluyeron. La diversidad convivió en armonía. Cada cual era libre para unirse al grupo o mantener su espacio personal. No había liderazgos muy marcados y sí mucha flexibilidad para adaptarse. Elegimos ser facilitadoras y positivas, sumar, ofrecer lo mejor que teníamos y así, el grupo se convirtió en nuestro mejor colchón para sobrellevar el confinamiento y la espera.

Si nos hubieran consultado previamente, ninguna hubiéramos elegido quedarnos 10 días aisladas en plenas vacaciones, sin embargo, al finalizar el confinamiento, a todas y todos nos invadía un profundo sentimiento de agradecimiento. Agradecimiento a todas las personas que nos acompañaron en la distancia, a quienes nos cuidaron y a nuestro pequeño e improvisado grupo de vida.

Ya estoy de vuelta en casa y puedo moverme con libertad pero todavía permanece en mí una sensación de irrealidad y extrañeza que me ha invadido a lo largo de estos días. Una extrañeza que nacía de la propia situación impuesta e inesperada que vivíamos, pero, también, de la sorpresa que me embargaba al ver como la vida fluía de forma tan natural en el grupo sin haberlo buscado y sin apenas conocernos.

Esta experiencia quedará grabada en nuestros corazones por su singularidad y por las relaciones personales que hemos creado pero, también, porque nos ha permitido constatar que, cuando ponemos lo mejor de nosotras y nosotros, la vida fluye. En palabras de nuestra espontánea y provisional comunidad creyente “Izarpe 2020”, hemos vivido “un chispazo del Reino”.

Imagen extraída de: Wikipedia

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