Michael P. Moore ofm“¿Dónde está tu victoria, muerte extraña?
¿Dónde está tu derrota, muerte amiga?”

Nos ha dejado -y nos ha dejado un poco más huérfanos- dom Pedro Casaldáliga, pastor, profeta y poeta. El mundo parece hoy un poco más triste y otro poco más mudo.

Dom Pedro pastor solo aceptó ser obispo al descubrirse “tiernamente presionado” y convencido por su gente. Pero, desde el inicio y desde lo simbólico, marcó todo un programa de cómo sería su pastoreo: nunca usó báculo, anillo ni mitra “tradicionales”, sino una suerte de remo, un anillo de palmera (tucum) y un sombrero sertanejo. Elementos todos que hacen referencia a esa tierra indígena oprimida, y que incomodan cuando, todavía hoy, se siguen manteniendo tantos signos que mucho tienen que ver con el Imperio romano de otrora y poco con una iglesia samaritana. Es que nunca dejó de soñar otra iglesia que -además de una, santa, católica y apostólica- tenga como nota definitoria la desnudez: “Yo, pecador y obispo, me confieso / de soñar con la Iglesia / vestida solamente de Evangelio y sandalias”. Y porque primero lo hizo con su ejemplo, se animó después a interpelar a Roma, en un duro poema dedicado a Juan Pablo II: “Deja la curia, Pedro, / desmantela el sinedrio y la muralla, / ordena que se cambien todas las filacterias impecables / por palabras de vida, temblorosas”. Lo hizo desde un amor tan profundo a esa iglesia como lo era su convicción de que ella no debe caer en la tentación de autorreferencialidad -tan denunciada hoy por el Papa Francisco- puesto que su única razón de ser es transparentar el reino: “El Reino / une. / La iglesia / divide / cuando no coincide / con el Reino”. “Ubi Petrus ibi ecclesia, ibi Deus”, siguen afirmando algunos; pero él prefería recordar: “donde hay pan, / allí está Dios”. Y donde no hay pan, nos convoca a actualizar la memoria subversiva de Aquel que se hizo pan partido y repartido, porque nosotros, todavía, -tú ya llegaste- “llamados por la luz de tu Memoria / marchamos hacia el Reino haciendo Historia / fraterna y subversiva Eucaristía”.

Dom Pedro, profeta… toda su vida -primero con su testimonio y después con su palabra- fue una profecía, de anuncio y de denuncia, porque estaba jesuánicamente convencido que “No se puede servir a dos señores: / al Pueblo y al Poder, / al Reino y al Sistema, / al Dios de Jesucristo y al Diablo del dinero”. Palabras tajantes pero comprensibles: desenvolvió su ministerio en un contexto de injusticia institucionalizada y anquilosada, de política corrupta e iglesia demasiado distraída. Y desde allí también se entiende su palabra desenmascaradora y sin ambigüedades: “Si el Verbo se hace carne verdadera/ no creo en la palabra que adultera. / Yo hago profesión de claridad”. Palabra que construye y deconstruye, que alienta y escandaliza: “Ya soy, a cada paso que insinúo, / testimonio o escándalo, / testimonio y escándalo”. Palabra profética que resuena también hoy como un eco en las paredes de nuestra envejecida iglesia, reclamando la tan ansiada reforma de la curia vaticana -insinuada por el actual Papa-, en aquellas palabras de lamento con las que describía la soledad de su hermano en el ministerio, Oscar Romero: “¡Pobre pastor glorioso, / abandonado / por tus propios hermanos de báculo y de Mesa . . .! / (Las curias no podían entenderte: ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo)”.

Dom Pedro, poeta… encontró en el verso -sin verso- su desahogo y nuestro consuelo. Poesía brillante que calibró el verbo preciso para “«Poder decir palabras verdaderas / en medio de las cosas que perecen», / ¡en medio de la vida que perdura!” Y desde esa poesía nos iluminó el misterio de la vida y de la muerte, de Dios y de los hombres, de lo que es y de lo que será. Consciente de su pequeñez frente al abismo de lo que Es, se animó a romper el silencio primero y último: “Derramando palabras, / de mis silencios vengo / y a mis silencios voy. / Y en Tus silencios labras / el grito que sostengo / y el silencio que soy”. Sabedor de su pequeñez frente al exceso que es Dios -“Ninguna lengua a Su verdad se atreve/ Nadie lo ha visto a Dios. Nadie lo sabe”- se atrevió a acompañarnos para asomarnos y asombrarnos ante ese Misterio, no sin advertirnos del peligro que conlleva una poesía que también quiera ser profecía: “Te llamarán poeta / para reírse de tus razones / que desentonan de su razón; / para zafarse de tu Evangelio / que les cuestiona a su propio Dios. / Te llamarán profeta / para exigirte lo que no son, / para llevarte hasta la muerte / y darte un póster en su salón.”

Mientras escribía estas sentidas palabras, reposaba Pedro -su cuerpo mortal-, leve y diminuto, como flotando entre una pila de maderas, descalzo, casi desnudo -cual otro Francisco de Asís de nuestro siglo-. Y se fue como vivió, según su programa de pobreza evangélica: “No tener nada. / No llevar nada…”. A nosotros nos queda su recuerdo, su mirada tierna y su palabra dura que nunca buscó defender a Dios sino presencializarlo, sobre todo, en favor de los más olvidados, a los cuales sí debemos defender los que habitamos la iglesia del Nazareno, siguiendo su ejemplo, honrando su memoria:

“Servir bajo el día a día.
Creer contra la evidencia.
Decir siempre una palabra
última de lucha, para
caer luego de rodillas
en silencio.”

Imagen extraída de: Vatican News

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