Karen Castillo Mayagoitia, Mª Teresa Ylizaliturri, Guadalupe Cruz, Renata Capdevielle y Griselda Martínez-Morales. [La primera parte de este escrito la podéis leer aquí] Ahí estábamos, mirándonos y sintiéndonos por medio de una pantalla, cercanas de otra manera; una danza Eucarística en la que nos observamos, nos escuchamos y nos expresamos. Así, aparentemente sin orden, fuimos poniendo en las mesas de nuestros altares existenciales los alimentos que hoy por hoy nutren nuestros cuerpos. Compartimos como plato fuerte la vulnerabilidad, bañada en salsa de incertidumbres (las hierbas amargas del pueblo israelita), el cordero que cenamos fue el compartirnos unas a otras, nos dimos de/a comer.
Y con tal gozo en el compartir de nuestra Eucaristía, también compartimos vino, ese vino que re-energiza y nos hace saltar en la danza de la vida llenándonos de esperanzas, de sueños compartidos, de movimientos creativos, recreadores, en donde nadie “pierde” el paso o el ritmo pues, aun en la disonancia, se vive la comunión. “Que tod@s seamos en el UNO”. ¡Y así fue! Nuestra comunión, nuestra danza eucarística, fue mucho más que palabras: fue vida, sangre, cuerpos, sueños; incluso la misma vulnerabilidad y muerte “sonaron” en nuestra danza. Porque un encuentro y danzar juntas no solo es saber qué estado civil tiene la otra, qué cargo, qué ocupación o qué profesión, incluso preferencia sexual. Un encuentro es develarnos el alma, es poder llorar de angustia o alegría desde la primera vez y, sin hablarnos, podernos sentir la una a la otra. Es sabernos reflejadas, sabernos acompañadas, sentirnos juntas y en común-unión. Es vernos el rostro y reconocer que ella, la otra, es ese rostro que grita “tú no me matarás” (Levinas, 1947); me grita, por el contrario, “Vida”, y esa Vida (cf. Jn 14,6) es, finalmente, el encuentro que me lleva a estar cara a cara con el/la Creador-a.
El hacer memoria de Jesús, cenando con sus discípulas y discípulos, nos invita a celebrar y hacer vida el sacramento del amor en el servicio del lavatorio y en la alegría de la liberación. Por eso nos lavamos los pies unas a otras, reconociendo lo que cada una es para la otra. Las gracias recibidas en la amistad compartida, el buscar, el caminar y descubrir juntas otras posibilidades de ser. En ese momento y en ese lugar pudimos hacer nuestras las palabras: “Cuánto he deseado comer esta Pascua con ustedes”. Somos comunidad, ¡somos célula de vida con-vivida!
Este simbólico lavado de pies significó la oportunidad de estar la una para la otra, la oportunidad de poner nuestros diferentes pesares en los hombros de alguien más y así aligerar nuestras cargas. Una acción más humana que teológica, una acción de compartir lo más preciado que tenemos que es nuestro ser, nuestra atención, nuestro interés y nuestro cariño. Oportunidad que en el goce también nos hace sentir -en cierto modo- “culpa” y tristeza por todas aquellas personas que no tienen la fortuna de contar con alguien que les lave los pies, sobre todo en estos tiempos difíciles.
Mientras nos miramos y compartimos, nos dimos cuenta que somos más cercanas de lo que imaginábamos. En este aislamiento quizás muchas personas hemos descubierto que vivir es cercanía, cuerpo, piel, manos, miradas, palabras, labios, sonrisas, compañía, pasos, silencios, caminos, sonidos, lugares, transportes, voces familiares y también desconocidas… La compañía diversa es esencial en nuestras vidas.
Platicamos varias horas comiendo lo que nos habíamos preparado. Entre bocado y bocado hablamos de vulnerabilidad, de incertidumbre, de que ahora no hay planes, de tantas muertes, de nuestra situación personal, de que nos extrañamos. Algunas escuchamos atentas mientras otras leyeron líneas hermosas que escribieron. Es difícil recordar tantas cosas que dijimos, pero lo inolvidable es la alegría, la comunión, la calidez lejana y cercana que nos regalamos aquella noche.
En el monitor éramos como un collage o un performance: fragmentos de cuerpos, rostros, miradas, vinos, vasos, copas, panes, vidas, reflexiones, evocaciones, sueños, preocupaciones. Fracciones de cuadros en las paredes, cortinas, manteles, libros, materiales con los que están construidas nuestras casas (madera, mosaico, yeso…) y distintos colores (rojo, blanco, café, azul, negro…). Trozos de comedores, de recámaras, de estudios, de jardines… Todo era a la vez discontinuo, heterogéneo y simultáneo: unas comían, otras hablaban, una escribía porque su voz no llegaba, unas más leían y otras escuchaban… Mientras una bebía, la otra miraba, una más comía, otra pensaba… Éramos como la suma de instantes fugitivos, unidas en la alteridad.
Fue una Pascua diversa, dispersa, descentrada, efímera, multidireccional, sin puntos de llegada, sin principios que aseguraran nada. Vivimos una Pascua de búsquedas, de sabernos en el desierto de la incertidumbre, en la itinerancia, en la variación, en el entrecruzamiento momentáneo, en la liquidez de estos tiempos, en el vértigo del coronavirus, pero en lo reconfortante que es saber que podemos compartir nuestras críticas a nuestra Iglesia, porque a pesar de este “distanciamiento”, seguimos siendo parte de esa Iglesia. Y lo somos incluso con más cercanía por que sabernos parte de ella, nos da el derecho de criticarla y comprometernos con un futuro diferente en ella.
Aquella noche fue como percibir la belleza de lo discontinuo, de aquello que no sabe de certezas sobre lo que pasará mañana, y que es parte del quebranto del mundo y del surgimiento de otro. En ese espacio estas estudiantes de teología vivimos una eclesialidad doméstica, sin matriz, sin centro, sin templo, sin tiempo y sin espacio; en la cual los juicios, las prédicas y las ideas tienen otro semblante… Esta Pascua, producto de una pandemia, es desintegradora de los sólidos cotidianos, incluyendo a una Iglesia patriarcal que creía estar hecha de materiales perpetuos y futuros seguros, pues ahora “lo sólido se desvanece en el aire”.
Finalmente, la cena terminó y nos despedimos sabiendo que nos volveremos a encontrar en las clases virtuales, convencidas de que somos Pascua, un collage virtual, una alteración óptica, mujeres que a pesar de todo se siguen escapando y se esfuerzan en vivir sin domesticación, sin sólidos, sin principios que ensamblen ni futuros previsibles. Somos discontinuas y prolíficas; no somos reglas, somos menopausias que no temen al futuro.
Nuestra cena de Pascua fue de interrelaciones visuales, verbales y escritas, multimedia. Nos visitamos en la intimidad de cada una, no sólo en su tiempo, sino también en una fracción de su espacio; en un instante fuimos y estuvimos en tu casa desde mi casa; fuimos, estuvimos y venimos a nuestro interior. Fuimos una composición discontinua y yuxtapuesta; las mujeres en el tiempo de Jesús, nosotras, otras, ellas y otras más; las de afuera, las de adentro, las virtuales, las reales…
Hoy que escribimos, aún en medio de la nada, del silencio y de la noche, sigue palpitando el corazón, repleto de sangre y cuerpo compartido, con la experiencia de nuestra “cena pascual”. Con la fuerza de esa experiencia, nos aprontamos para sacar y visibilizar la vida del “sepulcro” que la guarda; nos sentimos animadas para “madrugar” y sacar los perfumes, los aceites y los aromas que harán, de alguna manera, visibles los cuerpos y las vidas resucitadas, las esperanzas y los sueños desenterrados, las luces y colores aún más brillantes después de la muerte.
Hemos resucitado porque nuestra Eucaristía fue un respiro, una verdadera cena de Pascua. Fue un paso de la muerte a la vida porque, aunque fuesen sólo un par de horas, caminamos de las angustias y pesares de estos días heterogéneos, del mundo homogéneo, hacia el más allá de la esperanza, a la certeza del encuentro con las otra, a la certeza de que siempre hay Vida y al compromiso de que ésta sea en abundancia.
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