Emmanuel Sicre. [El 19 de mayo de 2020 publicamos en este mismo espacio la primera parte de esta reflexión].
Querámoslo o no, esta época de desierto es una prueba de «resistencia de materiales». Este desierto probará de qué estamos hechos. La calidad y cantidad, social y personal, de nuestra resiliencia para enfrentar las inclemencias de las que el desierto es casa. Tal como Jesús que va al desierto a ser tentado antes de su misión (Cf Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-13; Lc 4, 1-13), nosotros podremos asumir este examen de consistencia para la misión que venga a posteriori de esta experiencia colectiva histórica. En ambos casos no estamos solos, somos llevados por el Espíritu. No a padecer las tentaciones, sino a luchar contra ellas, a descubrir la fuerza superior que viene de lo más Alto y lo más Hondo y nos acompaña siempre en el peligro.
Pero hay quienes nos preceden en esta prueba. Son héroes y heroínas que ya han comenzado a sentir las inclemencias de estos días de camino. Asumieron por vocación ser auxilio de quienes caminamos más desprevenidos. Siendo sacerdote y religioso consagrado ahora comprendo que la «crisis de vocaciones» estaba invisibilizando lo que ahora se ve con tanta claridad: son muchas, muchísimas, las vocaciones consagradas al servicio del otro, las que se están arriesgado por nosotros. Hay gente que da la vida, la suya, por la del otro. Tal como un Cristo.
Quizá sea este el nuevo «sacerdocio del desierto» de hombres y mujeres con dedicación completa, cuerpo-alma-espíritu, a servir, lo que cuestione a la «casta clerical» de quienes se sirven de su profesión para sí mismos y solo buscan la autopreservación. Se ha hecho visible en tantos agentes sanitarios, de seguridad, de la comunidad científica, de múltiples servicios que no cesan, etc., que, o la vocación es para la vida humana de las sociedades, o se encierra en el ego idolatrado y lleno de ambiciones que se acaba con algo invisible para la historia. De ahí que la vocación de la economía no pueda estar desconectada de la vida real y concreta del planeta que habitamos.
¡Benditas estas personas! ¡Benditas todas aquellas que están donándose! ¡Benditas quienes las aman porque les llegará, junto con el dolor, una paz inmortal de haber sido fuente de consuelo! ¡Y, por favor, perdonen nuestras mezquindades!
Ellas han comprendido aquello que experimentaba Etty Hillesum en tiempos de la guerra europea del siglo pasado: «Solo una cosa es para mí cada vez más evidente: que tú [Dios] no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti, y así nos ayudaremos a nosotros mismos. Es lo único que tiene importancia en estos tiempos, Dios: salvar un fragmento de ti en nosotros. Tal vez así podamos hacer algo por resucitarte en los corazones desolados de la gente. Sí, mi Señor, parece ser que tú tampoco puedes cambiar mucho las circunstancias; al fin y al cabo, pertenecen a esta vida… y con cada latido del corazón tengo más claro que tú no nos puedes ayudar, sino que debemos ayudarte nosotros a ti y que tenemos que defender hasta el final el lugar que ocupas en nuestro interior… ahora estoy empezando a estar un poco más tranquila, mi Señor, por esta conversación contigo» (Diario 12/02/1942).
La prueba tiene un horizonte. No atravesamos este desierto cruel como si fuéramos de «necroturismo» como le llaman. Todo esto es para algo, aunque nos sintamos perdidos y sin rumbo, o nos duela mucho a veces. En este sentido, se hace más visible que nunca que estamos en el umbral de un cambio de paradigma, el mundo parece que no puede seguir como siempre, y esta es una de las pruebas más intensas: ser detenidos por algo que no estamos pudiendo controlar cuando vivimos con frecuencia en la fantasía del control.
Este desierto/prueba tiene una función. Porque «la desgracia obliga a reconocer como real aquello que no creemos posible» (WEIL, La gravedad y la gracia, 120). Las regiones desérticas conviven naturalmente con la erosión como su principal característica. En este desierto que atravesamos se está erosionando nuestro narcisismo personal y colectivo. ¡Tan poderosos nos creímos![1] ¡Tantas veces continuamos volteando la cara al sufrimiento injusto! ¡Tan insoportable es la desgracia que nos pareció imposible padecerla!
Nuestro ego está siendo golpeado por los vientos recios –muchos de ellos preexistentes- del desánimo, del agotamiento, del aburrimiento, de la mezquindad, de la preocupación por el futuro, de la muerte. Nuestro ego se está horadando por los extremos climáticos de las tensiones con las que tenemos que convivir ahora que estamos privados de tantas cosas y presionados por tantas otras. Nuestro ego siempre luchará por sobrevivir a fuerza de ornamentos, pero este desierto lo desenmascara todo: «Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos». (Francisco, Homilía. Bendición Urbi et Orbi extraordinaria. 27/03/2020).
Si este desierto logra cumplir su misión en nosotros, sobrevivientes, habremos pasado; si no, quedaremos confinados a vivir en el desierto humano del egoísmo y la autopreservación.
¿Cómo superar esta prueba? ¿Cómo vivir y convivir en este desierto por el que caminamos? Dejando que nuestro ego se arruine, se quiebre, en fin, se erosione al punto de que pueda filtrarse el yo auténtico que bebe del río universal de los humanos venidos al mundo por y para el amor. Dejar que traspase por las paredes agrietadas de nuestro narcisismo el bálsamo de la solidaridad con quien está sufriendo más. Permitirle a la erosión que lime las asperezas con las que lastimé tantas veces a los demás y me permita reconocerme frágil, con deseos de perdón, de reconciliación. Olvidar que es posible estar por encima de los demás y descubrirme uno más en esta barca humana que teme el naufragio. Renunciar a percibirme con más dignidad que nadie –que absolutamente nadie- y que el sentimiento de humanidad rescate los deseos de comprender con empatía por qué el otro no es como yo quiero, sino como puede ser. Que sus errores podrían ser los míos tarde o temprano.
Y una vez que con el tiempo veamos brotar por las fisuras de nuestro ego herido la savia de la vida auténtica, preguntarnos: ¿qué he de hacer yo en este mundo roto? ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Para quiénes vivo y me preservo? Los héroes y heroínas de este camino pueden darnos una pista. Y las víctimas que se fueron sin despedida en pleno desierto nos acompañan ya resucitadas para consolarnos.
El desierto es bello
El escritor y aviador francés Antoine de Saint-Exupéry fue un amante del desierto. De hecho, pasó en el Sahara temporadas enteras descubriendo ese mundo. Se hizo huésped de lo inhóspito. Con la frescura y profundidad que caracterizan a su máxima obra quiso poner en boca del famoso personaje estas palabras: «el desierto es bello». Fue la respuesta del principito, en el capítulo XXIV, al narrador con su avioneta varada en el desierto que temía morir de sed después de 8 días y habiendo bebido su última gota de agua. Si bien pensaba que era un absurdo, caminaron juntos en silencio por el desierto buscando un pozo hasta que los encontró la noche. En el diálogo que mantienen el narrador reconoce:
«[…] A mí siempre me gustó el desierto. Uno se sienta sobre una duna de arena. No se ve nada. No se escucha nada. Y sin embargo hay algo que irradia en silencio…
– Lo que hace al desierto tan bello –dijo el principito– es que esconde un pozo en algún lado…
[…]
– Sí –le dije al principito–, […], ¡lo que produce su belleza es invisible!»
Lo invisible es una condición esencial de lo bello. La belleza de este desierto que nos toca atravesar lejos de ser un proceso superficial de cosmética o de diseño gráfico es una realidad invisible, pero no imperceptible.
Caminar este desierto juntos como comunidad humana y a pulso de silencios, de cruces compartidas, de pequeñas porciones de humor cotidiano, puede darnos la posibilidad de ver lo invisible, de percibir la «hiriente belleza» de este tiempo cruel. ¿Tendremos la fuerza? Es una pregunta retórica. No lo sabemos.
Lo que sí sabemos es que en este desierto por el que vamos caminando como podemos hay muchos pozos escondidos. Son tesoros humanos que ni nos imaginábamos ver y que han surgido en los peores momentos de la historia. Responden al secreto que le obsequia el zorro al principito: «No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos». Y a las pantallas, cabe agregar. Quien se le anime a esta mirada con el corazón sediento de VER se salvará de esta pandemia, quien no, aunque sobreviva, morirá.
También es cierto que el desierto es un lugar de peligros y amenazas, no solo de tentaciones. La batalla contra la ponzoña no es fácil y somos demasiado débiles casi todo el tiempo, más aún si caemos en la división. Los peores momentos, además, muestran lo infame de lo que somos capaces. Nadie dijo que el camino por el desierto fuera un paseo en bus.
Lo que determinará el modo de caminar será el VER la promesa de que saldremos mejorados personal y comunitariamente. Si estamos esperando volver a nuestras vidas, a nuestro mundo, como antes, no VEREMOS la belleza invisible de nuestro desierto. La vida a la que volvamos debería VER, en el gozo del reencuentro, el abrazo más hermoso de su propia historia; en el beso, el sello de una victoria y en el llanto, la esperanza redoblada por un mundo mejor. Habremos estado confinados, pero no encerrados en nosotros mismos. Aislados, pero conectados. A la distancia, pero en comunión. Deberíamos volver como la biodiversidad desplazada por nuestra mano que ahora sobrevuela en paz nuestros cielos claros, nuestra tierra tranquila, nuestro aire renovado, nuestras aguas limpias. Con el ánimo de una recreación donde cada quien tiene su lugar (Cf. Francisco, Carta Encíclica Laudato Si’, NN 76-100).
Quizá nuestro material humano sea el mismo, pero habremos conocido su templanza y podremos caminar más seguros hacia un tipo de vida nuevo. Esto se logra a fuerza de dar batalla juntos, sosteniéndonos, defendiéndonos.
Este camino de despojo que estamos viviendo no parece acabar con vencer el virus. El después, que no promete ser menos difícil, nos encontrará con las heridas de guerra florecidas, la vanguardia diezmada y el espíritu cansado. El enemigo lo sabrá e intentará zaherirnos de muerte para que no veamos y gane el «sálvese quien pueda». Es ahí cuando la mirada del corazón cultivada en el camino por el desierto nos dará, como casi sin notarlo, las palabras y las acciones justas de quien ha peleado el buen combate (Cf. 2Tm 4, 7).
Pero, ahora, mientras vamos caminando y no veamos claro el horizonte deberemos abrir los oídos porque el desierto habla. Una Voz acompaña nuestra caravana humana en busca de salvación. Quizá podamos asociarnos a Francisco Luis Bernárdez y preguntar:
«¿De quién es esta voz que va conmigo
por el desierto de la noche obscura?
¿De quién es esta voz que me asegura
la certidumbre de lo que persigo?
¿De quién es esta voz que no consigo
reconocer en la tiniebla impura?
¿De quién es esta voz cuya dulzura
me recuerda la voz del pan de trigo?
¿De quién es esta voz que me serena?
¿De quién es esta voz que me levanta?
¿De quién es esta voz que me enajena?
¿De quién es esta voz que, cuando canta,
de quién es esta voz que, cuando suena,
me anuda el corazón y la garganta?»
***
[1] «La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió́ el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así́ de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad». (Francisco, Homilía. Bendición Urbi et Orbi extraordinaria. 27/03/2020)
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