Manfred Nolte. Aunque necesarios, los impuestos siempre levantan un vendaval de opiniones enfrentadas. Su ineludible función de contrapartida financiera de los gastos presupuestarios viene acompañada por la inevitable toxicidad producida por cualquier factor exógeno a las fuerzas del mercado. A la razonable síntesis de máximos beneficios sociales con mínimos efectos secundarios perniciosos aspira un sistema fiscal eficiente.
Ahora, el Consejo de Ministros acaba de aprobar dos nuevos impuestos. Los dos tributos deben someterse a tramitación parlamentaria, para que los proyectos legales de ambos se conviertan en ley, y no se aplicarán, en principio, hasta transcurridos tres meses desde su publicación en el Boletín oficial del Estado, por lo que su operatividad recaudatoria en 2020 es improbable. Ambos impuestos han resultado ser muy mediáticos debido en buena medida a la vulgarización de su enunciado, la tasa google y la tasa Tobin, respectivamente. Obviaremos la primera figura fiscal y nos limitaremos a algún comentario sobre la segunda.
Lo primero y más sobresaliente en el plano formal es que la llamada tasa Tobin ni es tasa ni puede atribuirse al nobel americano James Tobin. No es tasa, y, en consecuencia, debe definirse como un impuesto o un tributo, dado que no representa una contraprestación de un servicio público del que el usuario se beneficia directa e inequívocamente, que es lo que define a una tasa.
Por otra parte, si el nobel de economía en 1981 James Tobin se levantara de su tumba mostraría un mayúsculo desencanto ante la iniciativa que se le atribuye. La verdadera y originaria tasa Tobin del profesor de Harvard y Yale surgió en 1972 cuando propuso gravar fuertemente los movimientos especulativos en divisas y paliar de esta manera la alta volatilidad de los tipos de cambio derivada del fin de la convertibilidad del dólar en oro, decretado por Nixon en aquel año. Veinte años más tarde nace idéntico lema de tasa Tobin una iniciativa de los movimientos antiglobalización que ampliaba el gravamen a todas las transacciones financieras con el loable objetivo paralelo de aplicar las ingentes cuotas tributarias globales a la financiación de los países en desarrollo. Tobin se desmarcó de esta iniciativa señalando que “abusaban de su nombre” tergiversando su idea inicial.
Desde 2013, diez estados de la Unión Europea entre los que se encuentra España han trabajado sin éxito por buscar la introducción restringida de un impuesto a las transacciones financieras que ha registrado algunas implantaciones nacionales como ha sido en el caso de Italia y de Francia. En ambos casos se ha tratado de una hipersimplificación de la bandera impositiva histórica en la que se ha buscado menos el combate de la especulación cambiaria y nada la financiación del desarrollo. Una exacción con el habitual cometido de reforzar el principio de equidad del sistema tributario, y contribuir al objetivo de consolidación de las finanzas públicas, fundamento que preside el impuesto recientemente aprobado por el Consejo de Ministros de Pedro Sánchez. En resumen, un propósito meramente recaudatorio.
El impuesto que ahora se somete a tramite parlamentario en Madrid grava, con algunas excepciones, a un tipo del 0,2% la adquisición onerosa de acciones de sociedades españolas con una capitalización superior a 1.000 millones de euros y será liquidado por el intermediario financiero con independencia de la residencia de las personas o entidades que intervengan en la operación, pretendiendo minimizar así el riesgo de deslocalización. También se someten a gravamen los certificados de depósito representativos de las acciones anteriormente citadas. El impuesto se aplicará a las compraventas de las empresas de mayor capitalización del mercado continuo español, de las que diez están domiciliadas en Euskadi.
El impuesto que comentamos revela algunas malformaciones ya antes del nacimiento. Como aquella en la que define que el contribuyente del impuesto es el adquirente de los valores, no obstante, lo cual, el sujeto pasivo es sorprendentemente el intermediario financiero que transmita o ejecuta la orden de adquisición. Una dislexia normativa que se erige en excepción cuando en la inmensa mayoría de los supuestos ambas figuras, contribuyente y sujeto pasivo, son la misma cosa. Porque se trata de penalizar al sector bancario y obtener 850 millones de recaudación a su costa, aprovechando la baja reputación del sector y su injusta demonización ignorando las calamidades por las que en la hora presente está obligado a discurrir, con un tipo excepcional de sociedades del 30%, la negativa a deducirse el IVA soportado, y las contribuciones anuales al Fondo de Garantía de deposito que no dejan de ser un impuesto adicional. Como puede comprenderse 850 millones que se volcarán en el deficitario saco de las pensiones apenas serán alivio para el monumental déficit de 18.000 millones de déficit anual que padecen. Un sinnúmero de estudios adelanta que irremediablemente el impuesto se repetirá de una u otra manera en el ahorrador-inversor, al menos de forma parcial. La figura impositiva ofrece fisuras en la búsqueda alternativa de inversiones en otros activos financieros, reducirá la liquidez del mercado, procurará mayor volatilidad, incrementará los costes transaccionales y encarecerá la gestión del riesgo. Podría incluso dudarse de la legalidad del tributo por un conjunto de razones que obviamos enumerar.
Surgen en consecuencia serias dudas de que la nueva figura impositiva sea congruente con la carrera iniciada por la ministra de Hacienda, al afirmar que España “no puede permitirse tener un sistema tributario anclado en el siglo pasado”.
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