Manfred NolteEntre comienzos del siglo XIX y la primera crisis de 1840 se producen las mayores transformaciones económicas, tecnológicas y sociales de todos los tiempos, evolucionando de un sistema de producción rural basado en la agricultura y la artesanía a otro de carácter urbano, industrial y mecanizado. La explosión de la primera revolución industrial obedece a dos elementos que hoy consideremos triviales pero que entonces fueron revolucionarios.

La primera semilla del gigantesco cambio social se halla en el principio de la división del trabajo preconizado por el llamado padre de la economía, el moralista escocés Adam Smith. La economía de subsistencia en la que la agricultura de autoconsumo agrupaba a aproximadamente el setenta por ciento de la población dio lugar a la diferenciación productiva: cada ciudadano exteriorizando sus propias y peculiares habilidades. Para que la división del trabajo exhibiese todas sus potencialidades fue necesario el traslado de las economías desde las zonas rurales hacia los núcleos urbanos facilitando así la aparición de la fábrica. La fábrica -un invento decisivo- potencia la división del trabajo y aporta gigantescas economías de escala. De estas dos instituciones surge el progreso del mundo moderno hasta nuestros días.

Luego el Reino Unido y más tarde Europa descubren el comercio entre los pueblos, algo que ya habían auspiciado Adam Smith y David Ricardo. Ambos habían señalado las pautas del comercio exterior al formular la teoría de la ventaja absoluta y la teoría de la ventaja comparativa respectivamente. La ventaja absoluta señalaba los bienes susceptibles de exportarse en un país porque eran los que menos coste interno contabilizaban, mientras que la ventaja absoluta se centraba en bienes que, aunque no fueran los menos costosos en términos domésticos, eran más baratos en términos comparativos con el precio de dicho producto para el resto de los países. La ventaja comparativa sumó cotas de comercio internacional y de bienestar a los países hasta épocas actuales. Interinamente, los países destruían el libre funcionamiento del comercio internacional sumando al precio de compra -el precio de sus exportaciones- unas tasas llamadas aranceles o estableciendo limites al producto importado, los llamados cupos o contingentes.  De esta manera el gobernante desalentaba a los compradores domésticos a realizar compras de otros países con costes relativos menores en los productos gravados. La Organización Mundial del Comercio es la institución multilateral que regula, ordena y vigila el comercio mundial y las manipulaciones en sus precios o en sus cantidades.

Los gobiernos imponen aranceles o contingentes a los productos de sus competidores cuando sus balanzas de pagos incurren en un déficit comercial notorio y sostenido. Y con todo lo anterior llegamos a la guerra comercial desatada por Donald Trump. La capacidad de discernimiento económico disponible en el presidente de los Estados Unidos es sin duda reducida, lo cual no exime de la responsabilidad de sus nefastas políticas proteccionistas a sus confidentes y expertos de su gabinete. La razón es que el proteccionismo bilateral generalizado -como es el caso americano- no solo es perverso para el desarrollo del comercio mundial por la dinámica acción/reacción, sino que no consigue en quien las promueve los objetivos de equilibrio perseguidos y ello por la ignorancia patente mostrada acerca de los verdaderos motivos de los déficits comerciales, en este caso del déficit estadounidense.

Que Trump no consigue reducir su déficit comercial solo requiere de la evidencia de las cifras. A pesar de sus ataques directos y amenazas larvadas el déficit comercial americano a diciembre de 2018 ha marcado el récord de todos los tiempos para el país, 625.000 millones de dólares.

Pero queda lo más importante. Los estudiantes de nuestras facultades de economía han estudiado y constatado una identidad básica de la contabilidad nacional de un país, una identidad que no tiene ningún rasgo de teoría económica o de opinión subjetiva, y que es mera tautología. Una identidad crítica para entender los déficits comerciales, según la cual estos son idénticos a la diferencia entre la inversión y el ahorro privado domésticos. O sea, (Importaciones -Exportaciones) = (Inversión-Ahorro). Para que la primera parte de la identidad se iguale y el déficit comercial desaparezca debe, en consecuencia, igualarse la segunda parte de la misma. En los Estados Unidos el déficit comercial es el mero espejo del déficit de financiación del sector privado que asciende a finales de 2018 a 894.000 millones de dólares.

El déficit comercial americano se justifica porque el ahorro doméstico no es suficiente para financiar las necesarias inversiones domésticas y, en consecuencia, el país tiene que importar más de lo que exporta, lo que conduce a un saldo comercial negativo.

El último paso de este repaso de las matemáticas económicas es que, para financiar su déficit comercial, Estados Unidos tiene que

importar capitales del extranjero, o lo que es lo mismo, sus emisiones de deuda tienen que ser adquiridas por no residentes. Pero esto es harina de otro costal. El dólar es la moneda de reserva mundial y los inversores internacionales están encantados de contar en sus carteras con títulos públicos americanos.

El paso por las aulas, como puede comprobarse, no es un tiempo baldío.

Imagen de Rogier Hoekstra en Pixabay 

 

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Groc esperança
Anuari 2023

Després de la molt bona rebuda de l'any anterior, torna l'anuari de Cristianisme i Justícia.

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Doctor en Ciències Econòmiques. Professor d'Economia de la Universitat de Deusto. Membre del Consell de Govern de la mateixa Universitat. Autor de nombrosos articles i llibres sobre temes econòmics preferentment relacionats amb la promoció del desenvolupament. Conferenciant, columnista i blocaire. Defensor del lliure mercat, malgrat les seves mancances i imperfeccions.
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