Manfred Nolte. La celebración, el 5 de junio, del día del medio ambiente, suscita la misma sensación perturbada y nerviosa que nos provoca un trance peligroso al que nos enfrentamos. Todo lo referido al medio ambiente ha dejado de ser un tema para la socialización gradual y sucesiva -algo para la enseñanza desde edades tempranas- hasta constituirse en una auténtica emergencia local, nacional y mundial. Un acertado resumen, precursor de la actual crisis se recoge en las siguientes palabras de Pablo VI, ya en 1961: “Bruscamente, la persona adquiere conciencia de que una explotación inconsiderada de la naturaleza corre el riesgo de destruirla y de ser a su vez víctima de esta degradación. No sólo el entorno físico constituye una amenaza permanente -contaminaciones y desechos, nuevas enfermedades, poder destructor absoluto- sino que es el propio entorno humano el que escapa al control de la persona, creando de esta manera para el mañana un medio ambiente que resultará intolerable. Es este un problema social de envergadura que incumbe a la familia humana toda entera.”
De entonces hasta hoy, la premonición se ha cumplido en exceso y la casa común se halla sacudida en sus cimientos. Recordarlo puede conllevar connotaciones impostadas, poses de modernidad no avaladas por el juicio científico. Pero también es cierto que el cúmulo de causalidades estadísticas es tan alto y las denuncias de los organismos internacionales tan contundentes, que no posicionarse en favor de la tutela del planeta resulta un ejercicio arriesgado por no decir suicida. El último informe del panel intergubernamental de expertos sobre cambio climático de Naciones Unidas, alerta de que, con el ritmo actual de emisiones de dióxido de carbono, a partir de 2030, se podría ya alcanzar un calentamiento global de 1,5oC.
Tal es la amenaza generalmente advertida, que la sostenibilidad alcanza el grado de postulado de carácter ético como reacción ante el doble asalto a los activos naturales o bienes comunes: siendo estos de todos, se saquean por unas minorías y siendo intemporales se agotan en el presente en perjuicio de futuras generaciones. El desarrollo sostenible y la economía verde se conciben como aquellos que satisfacen las necesidades de hoy sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones, por medio de avances sociales y económicos que aseguren a los seres humanos una vida saludable y productiva. Este concepto sirvió de eje a la Cumbre de la Tierra- la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio ambiente y Desarrollo- celebrada en Río de Janeiro en 1992 y a la formulación de la Agenda 21 de Naciones Unidas en 1992.
El 24 de diciembre de 2009, Naciones Unidas acordó auspiciar la Conferencia sobre Desarrollo Sostenible (CNUDS) en Río de Janeiro en 2012. La CNUDS también se conoce como ‘Río+20’ o ‘Cumbre de la Tierra 2012’, en referencia a la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo (CNUMAD) o Cumbre de la Tierra de Río en 1992. La resolución aprobada por la Asamblea General lleva por título: ‘El Futuro que queremos’ (NACIONES UNIDAS, 2012). En ella, los países miembros decidieron crear un Foro de alto nivel para el desarrollo sostenible en sustitución de la comisión del mismo nombre.
Dos textos adicionales son de mención inexcusable: los Protocolos de Monreal y especialmente el de Kioto (Naciones Unidas, 1998). El objetivo de este último era reducir las emisiones de seis gases antropogénicos responsables del calentamiento global. El protocolo comprometía a los países firmantes a una reducción media de emisiones de un 5,2% entre 2008 y 2012 respecto de los niveles de 1990, entrando en vigor en febrero de 2005. En noviembre de 2009, eran 187 estados los ratificantes del protocolo. Entre ellos no figuraba Estados Unidos, el segundo mayor emisor de gases de efecto invernadero, después de China, del planeta. Reconociendo que los países desarrollados eran los principales responsables de los altos niveles de emisiones en la atmósfera como consecuencia de 150 años de actividad industrial, el protocolo exige mayores contribuciones a las naciones centrales bajo el principio de ‘responsabilidad común pero diferenciada’. La decimoctava Conferencia de las Partes (COP 18) sobre cambio climático celebrada en Doha (Qatar) en diciembre de 2012 adoptó la ‘Enmienda de Doha al Protocolo de Kioto’ y ratificó el segundo periodo de vigencia de este desde el 1 de enero de 2013 hasta el 31 de diciembre de 2020. Durante la vida de este segundo protocolo las partes firmantes se comprometieron a reducir los gases efecto invernadero al menos un 5% por debajo de los niveles de 1990.
La Cumbre del Clima de París (COP 21) de diciembre de 2014 ha sustituido al Protocolo de Kioto a partir de 2020. El objetivo central de los 97 países firmantes ha consistido en mantener la temperatura media mundial muy por debajo de 2 grados centígrados respecto a los niveles preindustriales, aunque los países se comprometen a llevar a cabo todos los esfuerzos necesarios para que no rebase los 1,5 grados y evitar así impactos catastróficos buscando el equilibrio entre los gases emitidos y los que pueden ser absorbidos a partir de 2050, es decir, cero emisiones netas. El 1 de junio de 2017, el presidente Donald Trump anunció la retirada de Estados Unidos de este acuerdo, dadas sus promesas de campaña en pro de los intereses económicos americanos. Por el contrario, China, el mayor contaminante del mundo ha ratificado su decidida voluntad de contribuir a la lucha contra la contaminación medioambiental.
Lamentablemente, la intensidad del avance del deterioro climático no solo no admite prórrogas, sino que apenas puede asumir los plazos establecidos por un grupo central de países, por lo demás mayoritariamente incumplidas.
En España, Pedro Sánchez ha anunciado la prioridad programática de su gobierno para la transición energética. En Euskadi la sensibilización hacia el problema medioambiental es alta. El Gobierno Vasco impone políticas de protección a los ayuntamientos de municipios y la sociedad civil encabeza iniciativas muy remuneradoras del medioambiente.
A la sensibilización general debe acompañar el estímulo de la innovación y una firme política fiscal, tanto doméstica como internacional, comenzando por la eliminación de subsidios a todos los productos que generen gases nocivos y fomentando a quienes los frenen, la implantación de tasas medioambientales y sanciones a quienes transgredan la legalidad, implantando gravámenes sobre vehículos de combustión, y extendiendo la política de permisos y derechos negociables siempre, como se ha dicho, bajo la premisa de la cooperación internacional.
La posición de Estados Unidos resulta, a estos efectos, determinante.