Sonia Herrera. [Revista Pueblos] 

«Creo en la resistencia del mismo modo que creo que no hay luz sin sombra o, mejor dicho, no hay sombra a menos que también haya luz».

Margaret Atwood, El cuento de la criada

Son muchas las activistas que en estos momentos –da igual cuándo leas esto– están poniendo el cuerpo y arriesgando el pellejo en su lucha contra la precariedad generalizada para cimentar las bases de lo que Judith Butler denomina «un mundo sostenido y sostenible»[1], un mundo diverso donde quepan muchos mundos.

A raíz del asesinato de Berta Cáceres hace 2 años, en el Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras se empezó a hablar de “feminicidio político”. El asesinato de Marielle Franco el pasado 14 de marzo de 2018 en Río de Janeiro y el de otras tantas activistas y defensoras de derechos humanos obliga a reflexionar sobre la necesidad de situar este concepto en la agenda mediática y en la calle porque a las mujeres no solamente nos asesinan por razón de género, sino para acallar las voces de aquellas disidentes con el poder que luchan por los derechos humanos en todo el mundo.

El 23 de mayo de 2018 era asesinada a golpes en su casa de Monterrey la periodista Alicia Díaz González en un intento más por silenciar las voces críticas con el sistema. No es un caso aislado. En las últimas décadas se han intensificado los ataques y asesinatos de mujeres que desde su agencia política subvierten el patriarcado y el capitalismo dedicando su actividad y su palabra a la denuncia de abusos y violaciones de derechos humanos de toda índole: crimen organizado, apropiación y explotación del territorio y de los recursos naturales por parte de transnacionales, violencia institucional, terrorismo de Estado, corrupción, negación de los derechos sexuales y reproductivos…

Solo tomando como espejo de esta realidad el informe de agresiones a defensoras 2015-2016 “Cuerpos, territorios y movimientos en resistencia en Mesoamérica”, los datos nos dibujan un panorama alarmante. El informe “muestra que la región es, cada vez más, un territorio hostil para la defensa de los derechos humanos” con un aumento de casi el 100% de agresiones entre los dos años: 735 en 2015 y 1.462 en 2016.

Mujeres como Míriam Rodríguez Martínez (México), Dorothy Stang (EEUU-Brasil), Maria da Lurdes Fernandes Silva (Brasil), Faustine Mpanga Mule (Congo), Aysin Büyüknohutçu (Turquía), Nadia Vera (México), Halla Barakat (Siria), Daphne Caruana Galizia (Malta), Efigenia Vásquez Astudillo(Colombia), Griselda Tirado Evangelio (México), Gauri Lankesh (India), Cecilia Coicué (Colombia), Laura Leonor Vásquez Pineda (Guatemala), Mia Manuelitas Mascariñas-Green (Filipinas), Micaela García (Argentina), Patricia Villamil Perdomo (Honduras), Miroslava Breach Velducea (México), Hande Kader (Turquía), Angélica Miriam Quintanilla (El Salvador), Angy Ferreira (Honduras), Fanny Ann Viola Eddy (Sierra Leona), Sabeen Mahmud (Pakistán), Intisar Al-Hasairi (Libia), Sakine Cansiz, Fidan Dogan y Leyla Soylemez (Turquía), Marisela Escobedo Ortiz (México), Anja Niedringhaus (Alemania), Camille Lepage (Francia), Natalia Estemirova (Rusia) o las ya mencionadas Berta Cáceres (Honduras) y Marielle Franco (Brasil), por citar solo algunas, pasaran a la historia por su lucha por la justicia global y por cómo sus asesinatos las convirtieron, paradójicamente, en semilla de transformación, en ejemplo de resistencia y en plataforma de resiliencia para muchas personas –particularmente mujeres– a nivel local y global. Se convierten así en «muertas indóciles», como en la obra de Cristina Rivera Garza[2], que nos interpelan desde la ausencia, llamándonos a no ceder a la cultura del miedo y a la parálisis normativa, a no dejarnos contagiar por la espiral del silencio.

Ante estos crímenes, resulta imperativo reflexionar sobre la casuística compartida entre todos ellos. En un mundo donde la cultura hegemónica es neoliberal y patriarcal, se penaliza la transgresión de los mandatos de género que supone que mujeres –en muchos casos, además, pobres y racializadas– lideren movimientos sociales y ocupen el ágora para deconstruir los discursos predominantes de dominación y promover acciones políticas que pongan en el centro el derecho a una vida digna, la ética del cuidado, el respeto al ecosistema y la habitabilidad del mismo.

Como es bien sabido a toda acción revolucionaria contra el sistema y sus élites le sigue una reacción conservadora y retrógrada. En la actualidad, la perversa alianza entre patriarcado, misoginia y neoliberalismo, se traduce en una suerte de Malleus Maleficarum (El martillo de las brujas) que persigue con especial inquina a las mujeres y a todos aquellos sujetos cuyas acciones e identidades alteran el stablishment y proponen modelos alternativos como en una especie de caza de brujas postmoderna que se está viendo agudizada a nivel global en el marco de sociedades donde proliferan los ataques a la libertad de expresión, la criminalización de los movimientos sociales y la devaluación generalizada de la democracia.

Si, como sostiene Silvia Federici, la caza de brujas en Europa «fue un ataque a la resistencia que las mujeres opusieron a la difusión de las relaciones capitalistas y al poder que habían obtenido en virtud de su sexualidad, su control sobre la reproducción y su capacidad de curar»[3], hoy en día no es ningún desatino afirmar que las agresiones contra defensoras de derechos humanos constituyen una nueva forma de utilizar la necropolítica, «el poder de decidir quién puede vivir y quién debe morir»[4], como forma de control y disciplinamiento de los cuerpos de las mujeres y de su capacidad de resistencia y acción en la esfera pública, porque como escribe Margaret Atwood en la introducción de El cuento de la criada, «el control de las mujeres y sus descendientes ha sido la piedra de toque de todo régimen represivo de este planeta»[5].

Así, estos feminicidios tienen una voluntad performativa y lanzan un mensaje de terror claro a las mujeres: “lo público, lo político, no es vuestro lugar; si intentáis cambiar el status quo, seréis castigadas”. Por ello, hablar de feminicidio político es necesario para trascender la “razón de género” y visibilizar la intencionalidad disuasoria y aleccionadora específica de estos crímenes machistas.

En esta misma línea, Rita Laura Segato, explica cómo el poder se expresa a través de la «crueldad impune»[6] y sostiene que «si el acto violento es entendido como mensaje y los crímenes se perciben orquestados en claro estilo responsorial, nos encontramos con una escena donde los actos de violencia se comportan como una lengua capaz de funcionar eficazmente para los entendidos, los avisados, los que la hablan, aun cuando no participen directamente en la acción enunciativa»[7].

¿Cómo contrarrestar este lenguaje de caudillaje y muerte? ¿Cómo defender a las que defienden? ¿Cómo plantarle cara a este modelo social, económico y político que saquea y deshecha y enarbola desigualdades por bandera? ¿Cómo derribar a un gigante sin utilizar sus herramientas ni su violencia?

Cuidado, solidaridad, esperanza. Palabras que a menudo nos parecen vaciadas de sentido, desprovistas de corporeidad, de materia… Por fortuna, algunas autoras como Carol Gilligan, Angela Davis o Rebecca Solnit, entre otras, las han resignificado ante las carencias y perversiones de las que adolecen las sociedades postmodernas, neoliberales y globalizadas de modo que en ellas podamos encontrar algunas huellas que seguir.

Como seres vulnerables que somos por definición, está claro que la seguridad total nadie nos la puede garantizar, pero la ética del cuidado, como «resistencia a la injusticia»[8], plasmada en estrategias de protección integral feminista como la desarrollada por la Iniciativa Mesoamericana de Mujeres Defensoras de Derechos Humanos (IM-Defensoras), por ejemplo, están poniendo en el centro de la acción política los afectos y la relación, articulando redes de defensoras de diferentes organizaciones y movimientos sociales, monitoreando las agresiones y sus necesidades específicas, acogiendo, sensibilizando y contribuyendo a crear y fortalecer un tejido social que reconozca el trabajo y las aportaciones de todas ellas.

Por otra parte, algunas respuestas a las cuestiones planteadas las podemos encontrar en un discurso pronunciado en la Universidad de Boğaziçi (Turquía) en 2015 en el que Angela Davis defendió la importancia y el potencial de la formación de «solidaridades transnacionales»:

«(…) el mayor desafío que tenemos por delante en nuestro intento de construir solidaridades internacionales y vínculos transfronterizos es una comprensión de lo que las feministas llaman “interseccionalidad”. No tanto la interseccionalidad de las identidades, sino la interseccionalidad de las luchas. (…) Tenemos que estar dispuestos a levantarnos y a decir que no desde la unidad de nuestros espíritus, con nuestra inteligencia colectiva y con la multitud de nuestros cuerpos»[9].

Por último, dentro de esas herramientas alternativas, encontramos la esperanza. Pero no hablamos de mero optimismo ni de ilusiones banas, sino de la esperanza en resistencia legada por las defensoras que nos precedieron; en la esperanza que genera el poder de las personas cuando ponen en marcha esas «solidaridades transnacionales» de las que hablaba Davis.

Escribe Rebecca Solnit en el prefacio de su libro Esperanza en la oscuridad lo siguiente a propósito de la esperanza como acto de desafío: «Tus adversarios desearían que creyeras que no hay esperanza, que no tienes poder alguno, que no existen razones para actuar, que no puedes ganar. La esperanza es un regalo al que no tienes que renunciar, un poder del que no tienes que deshacerte»[10].

Por tanto, no podemos resignarnos y renunciar a la esperanza. La respuesta a todo feminicidio político, incluso en medio del duelo, será el autocuidado y los cuidados comunitarios y esa respuesta se fortalecerá a través de una solidaridad globalizada. La esperanza indómita como acto revolucionario.

***

[1] BUTLER, Judith (2010). Marcos de guerra: las vidas lloradas. Barcelona: Paidós. Pág. 59.

[2] En 2013, la escritora tamaulipeca Cristina Rivera Garza publicó el libro Los muertos indóciles: Necroescrituras y desapropiación.

[3] FEDERICI, Silvia (2010). Calibán y la bruja. Madrid: Traficantes de Sueños. Pág. 233.

[4] MBEMBE, Achille (2011). Necropolítica. Barcelona: Ed. Melusina. Pág 19.

[5] ATWOOD, Margaret (2017). El cuento de la criada. Barcelona: Salamandra. Pág. 16.

[6] SEGATO, Rita Laura (2016). La guerra contra las mujeres. Madrid: Traficantes de Sueños. Pág. 82.

[7] Ibíd. ág. 45.

[8] GILLIGAN, Carol (2013). «La resistencia a la injusticia: una ética feminista del cuidado» en GILLIGAN, Carol. La ética del cuidado. Barcelona: Fundació Víctor Grífols i Lucas.

[9] DAVIS, Angela (2016). La libertad es una batalla constante. Madrid: Capitán Swing. Págs. 143-144.

[10] SOLNIT, Rebecca (2017). Esperanza en la oscuridad. Madrid: Capitán Swing.

Imagen extraída de: Revista Pueblos

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Groc esperança
Anuari 2023

Després de la molt bona rebuda de l'any anterior, torna l'anuari de Cristianisme i Justícia.

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Investigadora, docent i crítica audiovisual. Doctora en Comunicació Audiovisual i Publicitat. Responsable de l'Àrea Social i editora del blog de Cristianisme i Justícia. Està especialitzada en educomunicació, periodisme de pau i estudis feministes i és membre de diverses organitzacions i associacions defensores de Drets Humans vinculades al feminisme, els mitjans de comunicació i la cultura de pau. En (de)construcció permanent. Mare.
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